Nadadora, futbolista, paracaidista

En periodos de campaña electoral se alude con frecuencia al argumento biológico (dónde ha nacido el candidato) para bendecir o invalidar su designación por una circunscripción. Así es cómo yo descubrí que soy paracaidista en Burgos.
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Nadadora y futbolista, nunca imaginé, sin embargo, que también me llamarían paracaidista: ¡con el miedo que tengo a volar! La razón, que la diputada de Ciudadanos por Burgos, ay, nació en Madrid. No es mi intención defenderme de la acusación, que encuentro candorosa, aunque lamento, eso sí, no haber podido corresponder como la ocasión merecía, aterrizando en mitad de la Plaza Mayor de Burgos con un gran paracaídas naranja. Lástima de fobia.

Juntar letras es definitivamente menos efectista, pero llevo rumiando un artículo sobre la tradición liberal española desde mediados de la campaña electoral, a cuenta del paracaidismo y de otros episodios que han ido sucediéndose en mitad de esta gran carrera política de primavera.

Empezaré por el 23 de abril, día de Castilla y León, una festividad que tiene origen en la batalla de Villalar, ocurrida en esa fecha en el año 1521 y tras la que fueron decapitados los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado por protagonizar una insurrección contra la monarquía de Carlos I. Me gusta sugerir, con cierto ánimo provocador, que aquella revuelta comunera fue el antecedente de las revoluciones liberales europeas y americana, más de un siglo antes de La Fronda, matriz de la Revolución Francesa, y más de siglo y medio antes de la Gloriosa de Inglaterra.

Quizá parezca precipitado hablar de liberalismo en el primer cuarto del siglo XVI, pero es pertinente señalar que los dos atributos que guiarán después todas las revoluciones liberales están ya presentes en la revuelta comunera: representación y tributación, soberanía al cabo.

No es casualidad que los nombres de los comuneros luzcan hoy en el hemiciclo del Congreso, a la derecha de la tribuna (a la izquierda lo hacen otros mitos liberales: Daoiz y Velarde), y que también cuelgue en el palacio el lienzo que les dedicara el maestro Antonio Gisbert. Esta obra, pintada en 1860, fue precisamente objeto de polémica entre los políticos decimonónicos, pues se consideró un símbolo de la lucha por las libertades y contra la monarquía absoluta, aspiración que los conservadores no veían con buenos ojos.

Es cierto que la del XIX es una interpretación a posteriori de un suceso ocurrido trescientos años atrás, bajo el prisma de una época que vería nacer a la nación moderna, y cuyos convulsos ciclos políticos quedarían marcados por la rivalidad entre liberalismo y absolutismo. De hecho, si hoy perduran en las paredes más ilustres de la cámara baja los héroes de Villalar y del levantamiento contra el francés, es porque existe un vínculo estrecho entre liberalismo, estado moderno y soberanía nacional.

La guerra de independencia librada contra las tropas napoleónicas desde 1808 supuso el alumbramiento del estado-nación moderno, que queda definido en los contornos de su soberanía y, sobre todo, del sujeto político que encarna esa soberanía. La proclamación de las Cortes de Cádiz es el gran mito liberal español, pero es mucho más que eso. Aquel conflicto pondría en circulación dos de los términos que la lengua castellana ha legado al mundo: liberalismo y guerrilla, un binomio que da buena cuenta de la accidentada andadura que ha conocido el liberalismo a lo largo de su historia.

Nótese que cuando hablamos de liberalismo nos referimos a un corpus teórico que es eminentemente político, por más que hoy no falten los interesados en identificarlo con una doctrina económica fundada en la tacañería. Esto no significa, claro, que el liberalismo no tuviera derivadas económicas: la pugna entre librecambistas y partidarios de un cóctel de proteccionismo y colonialismo extractivo (mercantilismo lo llamaron los economistas clásicos) recorrió todo el siglo XIX. Por cierto, que entre estos últimos siempre destacaron los industriales catalanes y vascos, que se opusieron a cualquier tentación aperturista por parte de la corona (el famoso Memorial de greuges, considerado primer documento del catalanismo político, parte precisamente de la irritación de los empresarios catalanes con Alfonso XIII ante la posibilidad de un acuerdo comercial con Gran Bretaña que habría de facilitar la importación de productos textiles ingleses).

Volviendo a la dimensión política, la proclamación liberal de 1810 define la soberanía nacional en dos direcciones. Una, hacia fuera, establece los contornos de la nación frente al invasor extranjero; otra, hacia dentro, quizá la más trascendente, designa el sujeto político de esa soberanía: no será ya un monarca con poderes absolutos y legitimidad hereditaria de origen divino, sino el conjunto del pueblo español, igualado, siquiera mediante una ficción jurídica, en dignidad y derechos.

El liberalismo alumbra así a la nación moderna sobre el principio de igualdad, y por eso sus héroes cuelgan aún hoy de las paredes de la sede de la soberanía nacional.

De aquella eclosión liberal de Cádiz y del nuevo sujeto político que encumbra se derivan otras consecuencias permanentes para la política doméstica. Por ejemplo, la división en circunscripciones electorales se remonta a aquel tiempo, en el que no solo floreció el espíritu de las leyes, sino que vio también elevarse de categoría el lenguaje (qué alegría más alta, vivir en las preposiciones): puesto que la soberanía se declaraba nacional, los diputados electos no pertenecían a un distrito electoral, no eran “de” un territorio, sino que resultaban designados “por” un territorio para representar en las Cortes al conjunto del pueblo español.

Es una distinción que se hace muy pertinente recordar en periodos de campaña electoral, cuando se alude con tanta frecuencia al argumento biológico (dónde ha nacido el candidato) para bendecir o invalidar su designación por una circunscripción. Así es cómo yo me descubrí con gran sorpresa, cobarde como soy, paracaidista en Burgos.

El escrutinio biológico es un vestigio antiliberal de nuestra política, sin duda influenciado por la presencia de partidos nacionalistas, pero no es el único. Hace unos días, el líder del PP vasco, Alfonso Alonso, realizó unas declaraciones en las que reivindicaba la franquicia territorial de su partido como una “versión foralista del Partido Popular”, poniendo un “pero” a la defensa de la “inclusión del País Vasco dentro de España”: “con arreglo a los derechos históricos que tenemos”. Cabe deducir que los populares vascos tornarían por tanto independentistas si una reforma constitucional pusiera fin a la foralidad de aquella comunidad.

No sorprende que el PP, al cabo un partido conservador, haga alarde de una figura jurídica arcaizante que rompe la igualdad entre ciudadanos para celebrar el privilegio de la diferencia. No sorprende en lo normativo ni en lo estratégico, pues llevan décadas transaccionando poder por cupo con los nacionalistas vascos. Pero se agradecería, al menos, que no tuvieran el atrevimiento de enraizar sus prebendas constitucionales en ninguna tradición liberal. Cabe, desde luego, esgrimir la defensa del régimen foral desde el punto de vista de los intereses económicos vascos, sin duda muy legítimos, pero nunca desde las coordenadas liberales que proclaman la igualdad.

Pero Alonso se deja embelesar por la cuestión diferencial y el “acento propio”, trazando una frontera etnosimbólica “al sur del Ebro”, donde “la situación puede ser distinta”. En esto su discurso no es muy diferente del que hacen en Euskadi los representantes socialistas, y aquí sí resulta ya más preocupante el tono, habida cuenta de que el PSOE se reivindica como un partido a favor de la igualdad. El secretario general del PSE en Guipúzcoa se ha despachado así esta semana: “La realidad de Navarra y Euskadi no es la de Andalucía, Valencia o Castilla La Mancha. Muchas veces estas cosas de Miranda hacia abajo no se entienden”. Es una afirmación antiliberal que podría suscribir cualquier representante de un partido nacionalista, de esos que en el País Vasco o en Cataluña nos tienen acostumbrados a referencias a una realidad incognoscible para los no elegidos: “No podéis entenderlo porque no sois de aquí”.

La condena del paracaidista es siempre esa, no entender nada, pero al sur del Ebro, junto a este meandro amable que describe el río Arlanza, la realidad se anuncia brutal y mansa, desprovista de cualquier drama: liberalismo, qué empresa ingrata la tuya.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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