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Entre la reivindicación y el caos

¿Tendrán éxito las nuevas manifestaciones de protesta ciudadana o terminarán fracasadas como la Primavera Árabe de 2011?
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La ira ha ocupado las calles en Chile, Líbano, Hong Kong, Irak, Cataluña, Haití, Estados Unidos, Ucrania, Francia, Japón, Ecuador, Bolivia, México, Indonesia, Países Bajos, Perú, Siria e Israel.

Se protesta contra la desigualdad, la corrupción, el cambio climático, la falta de libertad política, la inoperancia del sistema económico, la injusticia de las leyes, la ineficacia gubernamental, el fraude electoral, la inacción policial o la acción policial extrema.

Frente a este archipiélago de adversidades cabría preguntarnos si hay en estas protestas elementos en común.

La respuesta es un claro sí. Ninguna de estas protestas tiene líderes visibles. Antes, los principios de un movimiento social se establecían en reuniones de las que emanaban proclamas firmadas por los dirigentes.

Hoy, la comunicación entre los rebeldes de Hong Kong, los chalecos amarillos de Francia, el “tsunami democrático” de Cataluña o la rebelión social chilena se hace a través de las redes sociales. La ubicuidad de estas permite que los mensajes, consignas y estrategias, así como la movilidad de los rebeldes y la localización precisa de la presencia policiaca fluyan rápidamente. La ocupación del aeropuerto de Barcelona, por ejemplo, fue una táctica que los catalanes independentistas le copiaron a los manifestantes de Hong Kong.

En defensa del derecho a manifestarse en la calle habría que argumentar que la inmensa mayoría de la gente participa en las protestas de manera pacífica y ejerciendo un derecho ciudadano indiscutible. Pero también es cierto que hay anarquistas que aprovechan la legitimidad de la protesta para cometer actos vandálicos inexcusables y que en muchos casos, la reacción de las autoridades es extrema e injustificable.

Por otro lado, es obvio que cada una de estas revueltas tiene diferencias específicas. En Hong Kong, una controvertida y confusamente redactada ley de extradición a China detonó el problema que pronto se convirtió en una batalla por preservar su autonomía semidemocrática. Hoy la frase del actor Bruce Lee, “no adoptes una forma, sé como el agua”, fija la táctica de lucha.

En Líbano, la ciudadanía se ha levantado harta de la corrupción gubernamental y del sectarismo en el gobierno que permite que cuatro grupos religiosos se repartan el poder.

En México, la protesta es como un tianguis en el que un grupo de poder, un sindicato por ejemplo, se planta en un lugar estratégico para desquiciar el libre tráfico de personas y vehículos hasta que el gobierno populista actual cede a todas sus demandas, exigiendo a cambio su adhesión política al partido en el gobierno.

En Chile el asunto es más complicado. Lo que empezó con un insignificante aumento a los boletos del metro se convirtió en un pandemónium por las desbocadas declaraciones del presidente y sus ministros y por la dureza con la que se reprimió a los manifestantes.  

El problema central, sin embargo, es que el descabezado movimiento popular ha elaborado un pliego de demandas interminable e imposible: aumento a las pensiones, condonación de la deuda de los estudiantes y acceso gratuito a la universidad y para coronar la demanda: un cambio radical al sistema económico que durante décadas había sido considerado el ejemplo para América Latina por su crecimiento continuado, su estabilidad política y su habilidad para convivir en paz después de la feroz dictadura de Pinochet.

El dilema actual para los gobiernos es cómo resolver la crispación en cada caso. Para los manifestantes, se trata de evitar que suceda lo que pasó con la Primavera Árabe, donde el entusiasmo inicial fue debilitándose ante la fuerza del Estado y el rechazo de la mayoría de la gente que, frente al caos, prefirió preservar el status quo.

 

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Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.


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