La cultura del vogueo: ¿un caso de performance radical?

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El pasado 15 de noviembre se inauguró la exposición Elements of Vogue. Un caso de estudio de performance radical. La muestra, presentada originalmente en el Centro de Arte Dos de Mayo de Madrid, explora, mediante obras de arte en diversos formatos (que incluyen grabados, carteles políticos, fotografías, instalaciones, grabaciones de performances y arte efímero), distintos elementos de la cultura del ballroom. En palabras de sus curadores, el catalán Sabel Gavaldón y el gallego Manuel Segade, la exposición investiga cómo “las minorías utilizan sus cuerpos para crear formas disidentes de belleza, subjetividad y deseo”. La muestra no pretende narrar el desarrollo histórico de esta manifestación cultural, sino, más bien, exhibir piezas de artistas a los que inspiró su espíritu de resistencia.

La cultura del ballroom y del estilo de baile que la caracteriza, el voguing (o, como diríamos en español, “vogueo”), es resultado de una historia de apropiaciones, reapropiaciones y recontraapropiaciones, una historia de desclasamiento y enclasamiento, y, en ocasiones, de resistencia y de protesta. Según explica el historiador George Chauncey, todo empezó en las primeras décadas del siglo XX como una imitación –en parte parodia y en parte homenaje– de los bailes de debutantes, en los que la alta sociedad neoyorquina presentaba a sus hijas en sociedad.

((George Chauncey, Gay New York. Gender, urban culture, and the making of the gay male world, 1890-1940, Nueva York, Basic Books, 1994.
 
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 Gradualmente, y en una forma no muy distinta a lo ocurrido con nuestras fiestas de quince años, la práctica fue pasando de moda entre las clases altas, pero fue adoptada (y adaptada) por sectores subalternos. Fue durante el llamado “Renacimiento de Harlem”, en las décadas de 1920 y 1930, cuando la comunidad afrodescendiente de Nueva York se apropió definitivamente de la cultura del ballroom y de muchos de sus elementos, para entonces ya considerados intolerablemente cursis por los mismos grupos que los habían creado. Incluso la expresión coming out (que suele traducirse como “salir del clóset”) tiene su origen en las fiestas en las que se presentaba a las señoritas en edad de merecer ante los ojos de la sociedad y de sus potenciales maridos.

Sin embargo, había algunas diferencias cruciales. La más llamativa era, quizá, el sexo y el perfil social de sus protagonistas: en vez de tratarse de señoritas de buenas familias, eran muchachos negros –y, más adelante, también latinos– que, agitando enormes abanicos de plumas y portando collares de perlas cada vez más largos y faldas cada vez más cortas, llenaban las pistas de baile, para deleite o escándalo de los espectadores. Esta época es evocada en la exposición por un par de fotografías de James Van Der Zee, en las que aparecen algunas de las primeras drag queens afroamericanas. Crear la ilusión de pertenecer al otro sexo (el femenino), pero también a otra clase (la burguesía) y a otra raza (la blanca) fue, desde el comienzo, uno de los elementos centrales de los bailes. La imitación de las prácticas de la cultura dominante en clave de parodia, como explica el antropólogo James Scott, ha sido siempre una forma de resistencia de los grupos subalternos.

((James Scott, Los dominados y el arte de la resistencia, Ciudad de México, Era, 2000.
 
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Los participantes de estos extraordinarios eventos sociales –que, ya entonces, atraían a turistas y curiosos de todas partes del mundo– pertenecían a los sectores más vulnerables de la sociedad urbana. Trabajaban como obreros en las fábricas, como estibadores en el puerto o, más comúnmente, ejercían el trabajo sexual, con todo el estigma y el riesgo que este oficio implica. Sus vidas eran difíciles, peligrosas y, casi siempre, cortas. En muchos casos, sus flagrantes transgresiones a las normas de género les cerraban las puertas de cualquier ocupación “decente” y les valían ser expulsados de la casa familiar desde edades muy tempranas. Quizá fuera esta circunstancia de extrema vulnerabilidad lo que creó la necesidad de formar casas o houses, verdaderas familias sustitutas (a menudo más amorosas que las de origen) que, desde entonces y hasta el día de hoy, satisfacen las necesidades materiales y emocionales de sus miembros.

Pero no se trataba solo de una parodia de la cultura heteropatriarcal: los miembros del mundo del ballroom se negaron a conformarse con ser cuerpos fuertes, viriles, productivos para el sistema y proveedores para sus familias. Asumieron, en cambio, un papel que la sociedad les había negado, el de objetos de deseo. Esta inversión de los roles de género tuvo siempre un carácter estético y lúdico, pero no por ello menos revolucionario, menos radical. Y tampoco menos peligroso.

La lucha por los derechos civiles de las minorías raciales y, sobre todo, el movimiento de liberación homosexual que empezó en Estados Unidos a finales de los años sesenta sacaron a la cultura del ballroom de la clandestinidad en la que la había sumido el “pánico moral” de las décadas anteriores, propiciando una segunda época de oro. Fue entonces cuando se fundaron algunas de las casas más legendarias, como House of LaBeija (1972), House of Xtravaganza (1982) y House of Ninja (1982). En esta época, el ideal de feminidad que inspiraba los atuendos y las poses de los participantes –siempre con una mezcla de admiración y burla– fue el de la top model que ilustraba las revistas de modas. Tal fue la adoración que suscitaban estas nuevas divas (representantes de un mundo de lujo y glamur al que ellos jamás podrían tener acceso) que inspiraron un nuevo tipo de baile: el voguing, llamado así en honor de la revista Vogue, porque se compone de una secuencia de posiciones que recuerdan las poses hiperestilizadas que las modelos adoptan en sus páginas.

En la década de los ochenta, la epidemia del VIH-sida golpeó con particular virulencia a las casas de voguing, las cuales, no obstante, mostraron una extraordinaria capacidad de resistencia y creatividad. La impresionante instalación Ektachrome Archives, de Lyle Ashton Harris –que consiste en miles de fotografías sacadas del archivo personal o “álbum familiar” del autor, tomadas entre 1986 y 1996–, da cuenta del activismo de esos años.

A pesar del peligro mortal que acechaba, cada vez más de cerca, a los miembros de la comunidad (muchos de ellos trabajadores sexuales y consumidores de drogas inyectables) y del brutal estigma que sufrieron, la cultura del ballroom supo mantenerse viva. Muy viva. Muestra de ello fue la proliferación de variantes, géneros y subgéneros musicales y dancísticos que ocurrió en este periodo, como el new way o el vogue fem. Fue en esos mismos años cuando el interés de la cultura de masas por el mundo del vogueo empezó a crecer. El fenómeno capturó la imaginación del mundo en 1990, cuando Madonna lanzó la canción “Vogue”, misma que se convirtió en un éxito descomunal. Respondiendo a la creciente demanda del público (incluso del público heterosexual y de clase media), las academias de baile de varias ciudades de Estados Unidos empezaron a ofrecer clases de vogueo. Al año siguiente, se estrenó el largometraje documental Paris is burning, dirigido por Jennie Livingston, el cual expone la compleja dinámica de los concursos de voguing. La película ganó, entre otros reconocimientos, el premio del jurado del festival de Sundance.

Tanto la canción de Madonna como el documental de Livingston sirvieron para dar a la subcultura del ballroom una visibilidad internacional sin precedentes. No obstante, ambos productos han sido muy criticados, ya que sus creadores (y principales beneficiarios) no formaban parte de la comunidad que pretendían representar, no pertenecían a grupos racializados ni marginados, no eran mujeres trans, ni siquiera drag queens, y tampoco habían sufrido la discriminación, la violencia y la pobreza que han afectado, tan brutalmente y por tan largo tiempo, a los miembros de las casas de voguing. Para muchos, se trató de un caso claro de apropiación cultural. También podría verse como una resignificación más de las que han caracterizado la historia de esta manifestación cultural (y de las que la presente exposición, curada por artistas españoles y montada primero en Madrid y luego en la Ciudad de México, es otro ejemplo claro).

En años recientes, la cultura del ballroom, con su amplio repertorio de prácticas y códigos, ha alcanzado a un público aún más amplio, gracias a programas de televisión como el reality RuPaul’s Drag Race y la serie de ficción Pose. Actualmente se celebran balls con regularidad en muchas ciudades del mundo: de Tokio a París y de Berlín a Buenos Aires. Las ciudades mexicanas, por supuesto, no han sido la excepción: la primera casa de vogueo mexicana se llama The House of Machos y fue fundada por el bailarín y coreógrafo Any Funk en 2014. Más tarde, han surgido otras casas, como la House of Apocalipstick y la House of Mamis. De nuevo, el fascinante mundo del ballroom nos demuestra su capacidad de adaptación.

El título de la exposición, que caracteriza a la práctica del voguing como un “performance radical”, podría parecer un oxímoron. Mientras que la palabra performance evoca al mundo del espectáculo, de las apariencias, de lo visible y de lo superficial, el adjetivo radical implica una transformación profunda, desde la raíz. La contradicción parece reforzarse por la diferencia en los idiomas de una y otra palabra: ¿puede ser revolucionario o subversivo algo que solo puede expresarse en inglés, el lenguaje del poder global? ¿Puede ser un mecanismo de resistencia de los grupos subalternos? Como señalé antes, la historia del ballroom, tal y como aparece retratada en las obras que componen la muestra, es fundamentalmente compleja y contradictoria: desde sus orígenes estuvo marcada por apropiaciones de prácticas ajenas, por traducciones de códigos, por transgresiones y por cambios de sentido (a menudo, en efecto, radicales). Es por ello que, en mi opinión, el título de la exposición resulta muy acertado, a pesar de su contradicción inherente. O, más bien, precisamente por ella.

Apropiadamente, la exposición fue inaugurada con un baile –el Purple Mini Ball– celebrado en las instalaciones del museo, en el que los miembros de las distintas casas de voguing de la Ciudad de México desfilaron, voguearon, compitieron y se perrearon unas a otras (hablar en femenino es la regla en el ballroom de habla hispana) en la mejor tradición del ballroom neoyorquino. ~

 

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es doctor en historia por El Colegio de México y autor del libro La República de la Música. Ópera, política
y sociedad en el México del siglo XIX (Bonilla Artigas Editores, 2018).


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