GABRIELA CANO
Mis pensadoras imprescindibles son Joan W. Scott y Judith Butler. Vuelvo a ellas una y otra vez. En Scott he descubierto una elaboración de género que me ha resultado de lo más iluminadora para desnaturalizar qué es ser y constituirse como un hombre y qué es ser y constituirse como una mujer. Ella ha seguido reflexionando sobre el género y rechaza su burocratización, pues lo entiende ante todo como una interrogante intelectual y política. La suya es una visión alejada de la “perspectiva de género” que hoy se usa mucho en el terreno de las políticas públicas –en donde sin duda es de gran utilidad para impulsar la equidad y justicia para las mujeres—pero que ha terminado siendo una fórmula que no funciona como herramienta intelectual. Scott alertaba sobre la pérdida del filo crítico y el estancamiento en que podría caer el género al institucionalizares. No quiero decir, desde luego, que desechemos el concepto de género sino que lo utilicemos manteniendo su fuerza crítica y política. Por otro lado, sigo leyendo a Butler por sus ideas sobre la performatividad del género, no como un acto teatral, sino como un acto performativo o un acto del habla. Ella me ha permitido pensar que las identidades de género y las identidades sexuales no están contenidas ni preestablecidas por el cuerpo de la persona, sino que son algo que se ejecuta. Butler ha sido clave en mis investigaciones históricas sobre personas con identidades transmasculinas como Amelio/a Robles y Carlos Balmori/Concepción Jurado. Sus historias evidencian la plasticidad y el carácter performativo del género, al tiempo que ayudan a comprender cómo opera el poder del género en la sociedad.
También he revisado con interés la obra de Paul B. Preciado y Chimamanda Ngozi Adichie, por mencionar solo a dos que se leen entre las nuevas generaciones. El libro de Preciado, Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en Playboy durante la Guerra Fría, firmado todavía por Beatriz Preciado, me pareció muy novedoso y sugerente, quizás más que sus últimas obras. La autora mexicana a la que no dejo de leer es Rosario Castellanos, sobre todo sus obras que suelen considerarse menores, pero que no por ello carecen de profundidad filosófica: las piezas periodísticas, que son muy graciosas, lo mismo que la tesis, Sobre cultura femenina (FCE, 2005). Esta obra de juventud, pese a estar inacabada, plantea preguntas de gran actualidad. Cada vez que la releo me suelto a reír. La ironía de Castellanos, la primera y una de las mejores lectoras mexicanas de Simone de Beauvoir, sigue calando hondo. Sus ensayos feministas son de gran actualidad.
Yo me formé con la crítica al androcentrismo en el pensamiento, en la cultura y, por supuesto, en la historia. Fui testigo de los primeros coloquios y talleres académicos sobre los que entonces se llamaba “estudios de la mujer” y, a través muchas lecturas, fui comprendiendo cómo esta crítica transformaba el pensamiento. Ahora, las feministas jóvenes reclaman materias con enfoque feminista en las carreras historia, geografía, literatura y tienen toda la razón en ello. Los estudios académicos de género atraviesan a las distintas ramas del conocimiento y deben incorporase a la educación universitaria desde sus primeras etapas y no reservarse a los niveles especializados. He visto que están leyendo de nuevo a Kate Millet, una de las autoras de mayor influencia en los setenta. Millet llevó a la discusión intelectual la noción de que “lo personal es político”, es decir, que el mundo privado, la vida cotidiana, la familia y el trabajo se articulan por medio de relaciones de poder que instalan múltiples desventajas y formas de discriminación hacia las mujeres. En su momento me entusiasmé con Millet, pero luego me alejé de sus análisis sobre los efectos del patriarcado en la literatura porque me resulta un concepto en exceso amplio y que no me ayuda a plantear preguntas de investigación de género en la historia para armar relatos complejos y matizados. Su relectura podría abrir las puertas a un diálogo intergeneracional. El renovado interés por ella y por Silvia Federici sugiere que las tensiones intelectuales y políticas entre el feminismo y el marxismo han adquirido una nueva vigencia. Las posturas anticapitalistas de Federici y su énfasis en transformar las condiciones de trabajo de las mujeres y el salario que reciben, sin duda, tienen una gran importancia política.
No veo un solo feminismo, sino muchas maneras de entenderlo. El pensamiento y la práctica política feminista no son unitarios, sino multifacéticos. El feminismo es un discurso de derechos (humanos, individuales, laborales, civiles) que se articula en diversas agendas y movilizaciones políticas. Es también un hecho histórico que transcurre en el tiempo y es susceptible de narrarse. El gran reto al escribir su historia es dar cuenta de su complejidad interna y en relación con los entornos políticos en que se ha inscrito. Las tensiones entre la teoría y la práctica del feminismo tienen que ver con las estrategias políticas que utilizan sus distintas corrientes. En los últimos tiempos, ha surgido un nuevo activismo feminista que protesta en contra de la violencia y discriminación de género, tan persistente como la desigualdad social. Este activismo feminista tiene un sello latinoamericano y ha protestado frente los límites del pragmatismo político y de la malograda institucionalización de las políticas públicas de género.
Entre las preocupaciones de las feministas de mi generación, y que aún se mantienen vigentes, puedo enumerar la autodeterminación en todos los aspectos de la vida –desde luego en la sexualidad y el cuerpo–, la posibilidad de expresar el deseo sexual y de formar relaciones homo y heterosexuales, la maternidad elegida y la despenalización del aborto, la crítica al androcentrismo en el pensamiento y la cultura, así como la denuncia y lucha en contra de la violencia sexual hacia las mujeres.
El feminismo de hoy exige avanzar la agenda incumplida del feminismo de los setenta y ochenta. Fueron las feministas de esas décadas quienes conceptualizaron por primera vez la violencia de género como un hecho social que implicaba relaciones de poder y como una forma de control sobre las mujeres. Hasta entonces se veía como una realidad quizá indeseable, pero inatacable porque correspondía al ámbito privado y familiar en el que el Estado prácticamente no tenía intervención. Las feministas de la segunda ola articularon nociones que antes no existían: el acoso y el hostigamiento sexual en el trabajo y en la calle, la violación en el matrimonio y, por supuesto, el feminicidio. Con esos conceptos se transformó la percepción social de la violencia hacia las mujeres como una conducta inaceptable. Su tipificación como delito fue uno de los mayores logros del feminismo que, sin embargo, se ha mostrado insuficiente. Las exclusiones, estereotipos, prejuicios y violencia no solo han persistido sin que en algunos ámbitos se han agudizado: puede pensarse incluso que hay un contragolpe antifeminista que busca atacar los logros del feminismo. Son reacciones muy potentes, como propone la eliminación del delito de feminicidio. Lo que estamos descubriendo es que la institucionalización de los cambios que buscó el feminismo ha sido insuficiente y, paradójicamente, ha revitalizado las desventajas que enfrentan las mujeres. Es en esa coyuntura donde notamos la intensidad del activismo feminista de la actualidad. ~
GISELA KOZAK ROVERO
En 1989, mientras fui asistente de investigación de Márgara Russotto en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Caracas, Venezuela), leí a Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, Betty Friedan, Gayle Rubin y Lidia Falcón, así como a las críticas de la literatura femenina latinoamericana Lucía Guerra, Francine Masiello, Nelly Richard, Jean Franco, Helena Araujo, Mary Louise Pratt y Marta Traba. La perspectiva de género atravesó desde entonces mi vida como escritora, docente e investigadora latinoamericana pues esas lecturas me hicieron sensible a las más diversas formas que asume la discriminación en la sociedad, cultura y literatura. No faltaron en mi formación las teóricas y críticas literarias Biruté Ciplijauskaité, Hélène Cixous, Luce Irigaray, Susan Gubar, Sandra Gilbert, Adrianne Rich, Elaine Showalter, Patrocinio P. Schweickart, Julia Kristeva y Toril Moi. Las distinciones entre literatura femenina, feminista o, simplemente, escrita por mujeres constituían un acalorado debate. Kristeva, Cisoux e Irigaray proponían una estética disruptiva que cuestionara el dominio patriarcal en la literatura, en todas sus convenciones y modelos. Como narradora y ensayista este debate no hizo mella en mi trabajo. Pero como crítica literaria preferí la claridad expositiva de las anglosajonas y latinoamericanas, más interesadas en la sociedad y en la cultura, que la vía tomada por las francesas, orientada por el psicoanálisis.
Mi camino en cuanto a escritora que ejerce la docencia y diversas formas de escritura –como la académica, la narrativa y la ensayística– se definió por el encuentro con las plumas de Clarice Lispector, María Luisa Bombal, Marta Brunet, Luisa Valenzuela, Sylvia Molloy, Rosario Castellanos y Elena Poniatowska. Finalmente me interesé por el feminismo lésbico, en particular por el trabajo crítico de Molloy. Pero la conciencia feminista, es decir, el caer en cuenta de los riesgos, dilemas y discriminaciones que implica ser mujer, llegó en la adolescencia con tres novelas: La mujer rota, de Simone de Beauvoir; Ifigenia. Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba, de Teresa de la Parra; y Carta a un niño que nunca nació, de Oriana Fallaci. La novela es el género por excelencia del despertar feminista para las escritoras.
Tengo serias diferencias con las políticas identitarias que han sustituido al individuo por el sujeto. En este sentido creo haber perdido contacto con parte de las nuevas generaciones académicas feministas, sobre todo con las que no reconocen la estirpe occidental del feminismo ni los logros de la economía de mercado, a la que confunden con el neoliberalismo. Me interesan figuras controversiales: Ayaan Hirsi Ali, la somalí a la que le quitaron la nacionalidad holandesa, o la catalana de origen marroquí Najat el Hachmi, que pone en evidencia la existencia de un antirracismo machista. Por último, no tengo afinidad con Judith Butler ni con Donna Haraway, pero respeto a Rita Segato, con todas las diferencias teóricas y políticas que nos separan. Me parece que mis afinidades con las más jóvenes están en el terreno de la literatura: Rita Indiana, Chimamanda Ngozi Adichie, Mariana Enriquez, María Fernanda Ampuero, Fernanda Melchor, Mónica Ojeda y María Gainza.
Las feministas de generaciones anteriores han sido mis maestras al transmitirme sus propias visiones sobre el feminismo, además de enseñarme los grandes clásicos como El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, entre tantos otros. Martha Nussbaum con Las mujeres y el desarrollo humano: el enfoque de las capacidades y Celia Amorós con su visión del feminismo ligado a la ilustración son dos grandes referencias en mi vida actual. Soy una feminista ilustrada de estirpe liberal con la atención puesta en la diversidad cultural. En México he leído con mucha atención Etica y feminismo, de Graciela Hierro, pues la agencia feminista parte de una decisión que implica valores preferibles a otros. Respeto también la incidencia pública del trabajo de Marta Lamas y destaco su libro Acoso ¿denuncia legítima o victimización?
Para mi generación ha sido clave señalar las diferencias reales y medibles entre el trato a los hombres y a las mujeres. La discriminación de la mujer sigue siendo tremenda entre los sectores más pobres del mundo en cuanto a acceso a la educación, a servicios de salud y al mundo laboral, así como a tener capacidad para decidir sobre su propio cuerpo. Las democracias liberales, como bien lo indica el Índice de desarrollo humano relativo al género de la onu, han logrado mejores estándares para las mujeres, pero todavía persisten desigualdades y discriminaciones. Quienes contamos con acceso a la profesionalización y gozamos de visibilidad y respeto a nuestro trabajo nos lo hemos ganado haciendo el doble –y si se es lesbiana, el triple– que los varones. Por fortuna ha habido avances al respecto. Veo con gran entusiasmo la permanente exposición mediática y académica de los logros y luchas de las mujeres en todos los campos. Las nuevas generaciones han creado un ambiente feminista público. Lo llamo feminismo “pop” sin ninguna connotación negativa, al contrario. Pienso, por ejemplo, en el efecto que causaron el #MeToo y el performance “Un violador en tu camino”. Desde luego, la otra gran preocupación de mi generación, además de la visibilidad y la pobreza, ha sido en torno al feminismo interseccional, es decir, al que atraviesa la clase, raza, género y orientación sexual. ~
KARINE TINAT
Yo me formé en Francia y después del doctorado tuve la oportunidad de conocer a Françoise Héritier, quien me invitó a formar parte de su seminario sobre cuerpo y afectos en el Laboratorio de Antropología Social del Collège de France. La lectura de toda su obra y la colaboración con ella dejaron una huella indeleble en mi práctica etnográfica y en mi pensamiento feminista. Algunos años más tarde me fue confiada la Cátedra Simone de Beauvoir en El Colegio de México y leí toda su obra. Estas lecturas son las que más han influido en mi formación como estudiosa del género. Luego, por supuesto, vinieron otras más actuales y más centradas en los debates actuales. Las lecturas nos impactan siempre y tienen un eco en nuestra vida personal. Sobre todo aquellas que abogan por la deconstrucción de las jerarquías que siguen imperando entre hombres y mujeres. Ponemos en tela de juicio nuestras configuraciones de género en la familia y en la vida cotidiana porque, una vez que te pones los lentes de género para ser más consciente de las desigualdades, difícilmente las puedes dejar de lado.
Me parece que existen muchas diferencias y coincidencias entre la teoría y la práctica del feminismo. Una diferencia que noto es que hay un abismo entre la teoría queer que aboga por la eliminación de toda dicotomía entre lo masculino y lo femenino y la práctica feminista que nos enfrenta casi siempre al patriarcado, a las representaciones y a los roles tradicionales de género. Pero como coincidencia identifico que siempre luchamos teóricamente y de manera empírica contra el determinismo y el esencialismo. No nacemos mujer, hombre, trans, queer, intersexual, humano, nos hacemos. Siempre hay que disolver las jerarquías sociales, genéricas, sea como sea.
Las feministas de mi generación estamos en la lucha contra las violencias de género, el feminicidio, el sexismo ordinario. Nos preocupa mucho el futuro de nuestras sucesoras, de nuestras hijas (en un sentido amplio). Me da gusto ver cómo muchas jóvenes –feministas y no feministas– se están sublevando con fuerza contra los sistemas que siempre nos han mantenido en posiciones inferiores, vulnerables y desprotegidas. Mi preocupación y compromiso como académica feminista es generar pensamiento alrededor del cuerpo, la identidad de género, la alimentación y la violencia en todas sus facetas, incluyendo la que uno se aplica a sí mismo por razones de género, así como reflexionar sobre lo nefasto de ciertas configuraciones familiares y genéricas. ~
AMNERIS CHAPARRO
Las lecturas que más han influido en mi trabajo son aquellas que me hacen ver los matices de los temas, que me hacen entender que una problemática no es blanca o negra, sino que recorre un conjunto enorme de colores. Estas abarcan desde clásicos del feminismo del siglo XX hasta textos más contemporáneos. Uno de los libros que más significado tiene para mí por la manera en que defiende que las mujeres construyamos cosas para nosotras es Un cuarto propio, de Virginia Woolf. Algunas pensadoras que no puedo dejar de mencionar son Simone de Beauvoir, Sherry Ortner, Judith Butler, Martha Nussbaum, Anne Phillips y Estela Serret. Todas ellas son autoras que despiertan inquietudes sobre cómo funciona el mundo, nunca dan respuestas absolutas pero sí nos permiten entender el carácter estructural de planteamientos individuales, como la desigualdad que las mujeres experimentamos día a día. Para mí estas lecturas son un gran espejo del mundo.
Usualmente se piensa que hay una brecha entre la teoría y la práctica. Pero yo no lo veo así. En esta cuestión siempre pongo como referencia el trabajo de Celia Amorós, quien dice que conceptualizar es politizar. El pensamiento feminista se nutre de planteamientos teóricos, que a la vez implican un posicionamiento político, porque el feminismo involucra herramientas de pensamiento tanto teóricas como prácticas para reinterpretar el mundo, para dar cuenta de los mecanismos con los que se reproduce la subordinación, para hacer una crítica de las desigualdades que existen, para desvelarlas, para desnaturalizarlas. La teoría y la práctica del feminismo van de la mano, con sus fallas y con sus aciertos. Hacer feminismo es hacer teoría y hacer práctica política a la vez. Es una falsa dicotomía pensar que hay unas académicas feministas que solo se dedican a ver los conceptos de manera abstracta y que en la calle están las activistas que hacen la política real. El espíritu mismo del feminismo es teoría y práctica.
Me llama la atención que aunque ahora hablamos de feminismos, es decir, reconocemos que hay una pluralidad de experiencias y posturas, muchas veces antagónicas entre ellas, sigue existiendo un proyecto central que está presente desde el feminismo ilustrado: la humanización. Esta idea radical de que las mujeres son seres humanos no solo recupera los ecos de los movimientos de los sesenta, sino que también tiene mucho que ver con el feminismo en sus inicios en el siglo xviii. El feminismo nos recuerda que las mujeres necesitan ser tratadas con las mismas condiciones que los demás seres humanos, que necesitan tener los mismos derechos y las mismas oportunidades. Yo creo que ese espíritu ha atravesado los distintos feminismos, a pesar de que cada uno está enfocado en preocupaciones diferentes, como la raza, el sistema económico, la violencia. Sin embargo, lo que tienen en común todos ellos es este proyecto de humanización. Una puede pensar “es tan obvio que las mujeres somos seres humanos”, sí, en términos objetivos, pero en términos del imaginario social las mujeres seguimos enfrentando situaciones donde no nos tratan como tales. No me refiero solo a la desigualdad laboral o a las diversas formas de acoso u hostigamiento, sino a flagelos como la violencia feminicida, que es la culminación de la deshumanización. Como plantea Anne Phillips en The politics of the human, la idea de la humanidad no es una idea que se da, sino que se conquista todo el tiempo. Las mujeres hemos luchado constantemente por reconocernos y que se nos reconozca como seres humanos.
Formo parte de una generación de feministas tan diversa como sus preocupaciones. Me parece que la violencia es una de las preocupaciones centrales porque estamos ante un fenómeno que ha ido creciendo de manera estrepitosa. Aunque tenemos muchas leyes y un discurso muy articulado sobre por qué sucede la violencia de género, aún seguimos padeciéndola. La violencia supone una cadena de violaciones a los derechos fundamentales de las mujeres. También considero que una parte de esta generación de feministas está muy preocupada por la precarización económica. El neoliberalismo ha generado fábricas de personas precarizadas y estas en su mayoría son mujeres, quienes históricamente han sido invisibilizadas y explotadas como fuerza de trabajo. En consecuencia, tenemos un problema de feminización de la pobreza. Considero entonces que la violencia y la precarización económica son las dos preocupaciones centrales del feminismo de mi generación. ~
es doctora en historia por la UNAM, profesora investigadora de El Colegio de México y especialista en historia de género y de la diversidad sexual. En 2019 el Colmex publicará su Historia mínima del feminismo.