Los virus del padre Kircher

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Venero al jesuita alemán Athanasius Kircher (1602-1680) pues lo mismo fue el autor del divino Oedipus aegyptiacus, teórico del obelisco, matemático hermético, pionero de la geología, sagaz lingüista, arquitecto imposible, cosmólogo delirante, teólogo audaz, vulcanólogo cabalista, hermeneuta visionario, musicólogo vanguardista… Una de las inteligencias más voraces y productivas que en el mundo han sido, si no es que la más.

Y de viejo arraigo en México pues tanto don Carlos de Sigüenza y Góngora como sor Juana Inés de la Cruz (que lo llamaban Atanasio Kirchero) lo estudiaron a fondo y lo amaban, toda vez que les abrió ventanas por las que podían “asomarse a las especulaciones más osadas y a los descubrimientos de la nueva ciencia sin peligro de ser acusados de herejía”, como explica Octavio Paz, quien aventura que sin su magisterio difícilmente habría abarcado la monja “los fenómenos naturales”.

Lo leí y estudié un poco en algún libro para apreciar el peso de su pensamiento en la transmisión del culto de la naturaleza como Magna Mater, sincretismo delicioso en el que operan lo mismo el neoplatonismo isíaco que la tradición iluminista de las correspondencias y el culto a la Gran Diosa, sabidurías que llegan vivas a nuestros días gracias al gran romanticismo, la teosofía inteligente o el socialismo fourieriano.

Solo ahora me he enterado de que Kircher –quien sobrevivió a las horrendas plagas italianas de 1656– fue también el primer cerebro moderno en proponer que las epidemias estaban relacionadas con los corpúsculos microbianos que miró, primero que nadie, en su rústico microscopio (también era óptico), y no solo eso, sino el pionero en calcular que los “virulentos hálitos” viajan por el aire y causan los contagios, forma nefasta de la panspermia, cuyas “semillas universales” alumbran, cuando son fastas, la vida fértil.

Todo lo que pensó sobre el tema fue a dar a un libro cuyo título es también su resumen elocuente: Scrutinium physico-medicum contagiosae luis, quae dicitur pestis, quo origo, caussae, signa, prognostica pestis nec non insolentes malignantis naturae effectus, qui statis temporibus, coelestium influxuum virtute & efficacia tum in elementis tum in epidemiis hominum animantiumq; morbis elucescunt, una cum appropriatis remediorum antidotis etc., que entre sabios se abrevia Scrutinium pestis, apareció en 1658 y puede leerse íntegro en línea en su edición original.

Al final del tomo, incluyó Kircher una chronologia pestium que registra todas las pestes habidas en la historia, desde la primera, en Aegypto, en el año 827 post diluvium, cuando Dios dispuso la muerte por peste de los primogénitos egipcios, hasta la última en su tiempo, la de 1656 en Roma y Nápoles, que el jesuita sobrevivió aterrado. No la incluye en la lista, pero menciona los contagiosi morbi folis indigenis de la remota América (p. 229).

Con su microscopio, Kircher miró (en sus propias palabras) “una progenie inmensa de lombrices diminutas, algunas con cuernos, con alas otras y unas más con muchas patas”. Y, en tanto que ese mundo putrefactus pulula en los vegetales, calculó que lo comían los animales que luego, comidos a su vez por los humanos, cerraban el ciclo y… ¡putrefactio transmita!

Además, razonó que esos corpúsculos “viajan por el aliento, son adherentes, se pegan a la ropa y a las manos y los poros mismos, desencadenan epidemias”. Y anticipó que un objeto infectado genera semina “sin vida, pero latentes, que reviven en el miasma del aire”, donde flotan hasta encontrar un huésped para transformarse en activo “gusano invisible”.

El asunto, claro, es complejo y amerita un repaso lento y largo. Me parece una buena introducción el ensayo de Martha Baldwin, “Reverie in time of plague” que recoge Paula Findlen en Athanasius Kircher. The last man who knew everything (Routledge, 2004), libro en el que también colaboró el llorado Stephen Jay Gould. Más emocionante aún es A study of the life and works of Athanasius Kircher, ‘germanus incredibilis’ de John Edward Fletcher (Brill, 2011).

Sin ser medicus (de lo que se ufana, pues poca estima les tenía), Kircher concluyó sumariamente que aún no había antidotis ni tratamiento, pero tendría que haberlo un día, pues para su idea platónica del equilibrio era imposible que la madre Naturaleza permitiese un daño sin su respectivo remedio, que habría que encontrar. Mientras tanto, “dado que no hay tratamiento terapéutico eficaz, lo mejor que podemos hacer es un esfuerzo profiláctico”, concluyó Kircher.

Hace casi cuatro siglos… ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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