Vista desde mi perspectiva, la historia de Arthur Less no es tan terrible.
Mírenlo: elegantemente sentado en un sofá con forma de rosca, de mullido aspecto, en el recibidor del hotel, con traje azul y camisa blanca, y las piernas cruzadas de forma que uno de sus relucientes mocasines se suelta del talón y queda colgando. La pose de un joven. Su sombra esbelta sigue siendo la de su yo más joven, pero con casi cincuenta años recuerda a esas estatuas de bronce de los parques que —excepción hecha de una rodilla muy pulida que los escolares soban porque trae buena suerte— van decolorándose poco a poco, adquiriendo el hermoso tono de los árboles que la rodean. Eso mismo le ha ocurrido a Arthur Less, antaño rebosante de una juventud entre dorada y rosácea y hoy desvaído como el tono del sofá en que se sienta, dándose golpecitos con un dedo sobre la rodilla y mirando fijamente el reloj de pared. Una larga nariz patricia, perennemente quemada por el sol (aun en el nuboso octubre neoyorquino). Pelo rubio medio desteñido, demasiado largo por arriba y demasiado corto por abajo; el vivo retrato de su abuelo. Esos mismos ojos de un azul acuoso. Escuchen: quizá oigan su ansiedad haciendo tic, tac, tic, tac, mientras él observa fijamente el reloj de pared. El reloj de pared, por desgracia, no hace tictac. Se paró hace quince años. Arthur Less no es consciente de ello; sigue creyendo, a su edad, que quienes aceptan acompañarte a un acto literario llegan a tiempo y que los botones dan cuerda invariablemente a los relojes de pared de los recibidores de los hoteles. Él no lleva reloj de pulsera; su fe también va adelantada. Es mera coincidencia que el reloj se parase a las seis y media, casi exactamente la hora a la que deberían llevarlo al acto de esa noche. El pobre hombre no lo sabe, pero son ya casi las siete menos cuarto.
Mientras Less espera, da vueltas y vueltas por el recibidor una joven con un vestido de lana de color café, una especie de colibrí forrado de tweed, polinizando primero a un grupo de turistas y luego a otro. Asoma la cabeza entre un corro de gente sentada en sillas, hace una pregunta e, insatisfecha con la respuesta, se dirige rápidamente hacia otro grupo. Less no se fija en ella ni en su ronda. Está demasiado concentrado en el reloj averiado. La joven se acerca al encargado de la recepción y luego va al ascensor, abordando a un grupo de señoras emperifolladas que se dirigen a una velada teatral y reaccionan dando un respingo. El mocasín suelto de Less sube y baja. Si hubiese prestado atención, quizá habría escuchado la acuciante pregunta que la mujer hace a todas las personas que hay en el recibidor, salvo a él. En la pregunta reside la clave de todo lo que está ocurriendo: «Disculpe, ¿es usted la señorita Arthur?».
Reproducido con autorización de Alianza de Novelas.
(Washington D.C., 1970) es novelista.