Ese estado mental, o anímico, para ser más exacto, en que se experimenta una sensación generalizada de júbilo, placer y excitación, debe ser de los momentos más anhelados y buscados por individuos, parejas y grupos humanos, en sus diversas manifestaciones. La euforia es adrenalina y desborde, confianza y optimismo, esperanza y proyección, mucha proyección. La temporalidad se funde en un mismo relato, en un mismo sueño, logrando que el peso del pasado se difumine, el presente se haga más soportable y el futuro parezca en verdad posible.
En Chile, las primeras horas posteriores al plebiscito de 2020 son éxtasis puro para una inmensa mayoría. Con una participación del 51% del padrón electoral, el 78.2% ha aprobado iniciar el proceso para elaborar una nueva Constitución Política a través de una Convención Constitucional, cuyos integrantes serán electos en su totalidad en abril de 2021. Será la primera vez en nuestra historia republicana que una Carta Magna sea redactada en esta forma, incorporando, además un hecho muy significativo: la constituyente será paritaria, es decir, por ley, la mitad de sus miembros serán mujeres.
A partir de mayo del próximo año y durante los siguientes doce meses, 155 chilenas y chilenos tendrán la enorme tarea de interpretar la diversidad de ideas, aspiraciones, identidades y nociones de sociedad y Estado que tiene este país de casi veinte millones de habitantes. Se tratará, qué duda cabe, del cambio de un ciclo no solo histórico, sino cultural.
La Capitanía más pobre de las colonias españolas de América, uno de los territorios del planeta más diverso en climas y paisajes, con tremendos desastres naturales, aislado geográficamente, profundamente conservador y provinciano, se las ingenió, a partir de la Guerra Civil de 1891 y durante buena parte del siglo XX, para buscar su lugar en la historia en forma democrática. Pese a los turbulentos años veinte y treinta del siglo pasado, Chile transitó desde una sociedad de carácter rural a una predominantemente urbana. Al tiempo que la clase media se fue formando, las ideas progresistas de características socialcristianas y socialistas fueron encontrando un eco cada vez mayor. El gobierno de Eduardo Frei Montalva (de 1965 a 1970) intentó acoger las crecientes demandas sociales y políticas de su tiempo, pero la ciudadanía quería cambios profundos y, sobre todo, más veloces.
Fue así como, a través, de “la vía chilena al socialismo”, Salvador Allende, con el apoyo inicial de los parlamentarios demócrata cristianos, llegó al poder en 1970. El resto de la historia es conocida. La Guerra Fría, la improvisación y los profundos errores económicos y políticos del gobierno de la Unidad Popular, además de la falta de apoyo de la Unión Soviética al proyecto allendista, junto con la conspiración de la C.I.A, el temor del centro-derecha a la “cubanización” del país y el sabotaje de lado a lado a la institucionalidad democrática, devinieron en 17 años de dictadura.
Al amparo de la Constitución de 1980, elaborada entre cuatro paredes durante el gobierno de Augusto Pinochet y ratificada en un plebiscito a todas luces espurio, a partir de los años 80 Chile fue capaz, paradójicamente, de iniciar un ciclo de crecimiento económico y social sin precedentes en su historia. Con la llegada de la democracia en 1989, año con año todos los indicadores económicos y sociales fueron mejorando en forma abrumadora. Para muchos, el modelo chileno se transformó en el faro del desarrollo latinoamericano.
Pero el “milagro chileno” tenía un trasfondo complejo: el progreso descrito descuidó gravemente la educación cívica, la institucionalidad y la probidad pública y privada. El uso de información privilegiada, las colusiones de las industrias farmacéuticas, avícola y hasta la del papel higiénico; los falsos exonerados políticos por la dictadura, los casos de abuso de la Iglesia Católica; los intereses usureros de la industria del retail, la corrupción en los carabineros (la policía uniformada) y el ejército, en conjunto con la cada vez mayor desigualdad social, fueron socavando gravemente la confianza pública, poniendo fin a una de las características claves de la idiosincrasia de la sociedad chilena: la probidad y la austeridad.
La noción de país “pobre pero honrado” era un motivo de orgullo en el imaginario chileno. Por otra parte, la banalización de la política y el financiamiento ilegal de los partidos de izquierda y derecha por parte del empresariado fueron el corolario final del proceso de descomposición ética de la clase dirigente. Finalmente, el mediocre crecimiento económico durante el segundo mandato de Michelle Bachelet y la improvisación permanente para enfrentar los inevitables “dolores de crecimiento” de nuestra democracia hicieron que, después de treinta años de promesas sostenidas de desarrollo equitativo para todos, el sueño de convertirse en el primer país desarrollado de América Latina se hiciera trizas.
Entonces despertaron el despertar y la frustración acumulados durante décadas. En octubre de 2019, buena parte de la sociedad chilena, liderada por sus jóvenes, se comportó como un adolescente entusiasta, enojado e impulsivo al mismo tiempo y decidió refundar su historia. Fue así como, en conjunto con las multitudinarias marchas, en las que millones de chilenos expresaron su descontento y esperanzas por un sistema más equitativo y digno, se dieron episodios de violencia y delincuencia extraordinarios, en medio de una anomia generalizada, tolerada por una vasta mayoría.
Así también, la ineptitud política de Sebastián Piñera, el uso arbitrario de la violencia por parte de los carabineros y casos de gravísimos abusos de derechos humanos, sumados al oportunismo de buena parte de los partidos de la oposición, tan desprestigiados como la coalición de gobierno, crearon un clima enrarecido que puso en severo riesgo a la democracia chilena.
En ese marco, la noche del 15 de noviembre gobierno y oposición llegaron al acuerdo de convocar a un plebiscito para construir una nueva Constitución, dejando en pausa técnica el sinnúmero de demandas sociales que la mayoría de la ciudadanía venia exigiendo y, de paso, poniendo el peso de la solución de esos problemas en una nueva Carta Magna. Es decir, una vez más, Chile administró bien sus problemas, pero postergó las soluciones de fondo.
Con todo, hoy inicia un cambio de ciclo anímico, y pasada la algarabía inicial de estas horas, como siempre, la realidad irá haciendo aterrizar las expectativas y los chilenos veremos, con muy probable asombro, la magnitud del desafío que se votó este 25 de octubre: la redacción de un nuevo trato, de un nuevo pacto social, que se deberá escribir en medio de la pandemia, con constituyentes en la mira de las redes sociales, con una campaña presidencial adelantada, una enorme deuda pública y una profunda precariedad económica y cívica de nuestra ciudadanía. Pasada la euforia de la mayoría, el miedo de muchos otros y la incredulidad de tantos, ¿tendremos la paciencia y la templanza para dialogar y construir un modelo de país para el siglo XXI y dejar atrás la lógica del siglo XX al hacerlo? ¿O todo esto no será más que la vieja retórica de Lampedusa, “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”?
Lo que está claro es que hoy el péndulo de la historia en Chile, como en el resto del mundo, obedece a nuevos códigos sociopolíticos. La era de la tecnología y la inmediatez, la de la ausencia de utopías y liderazgos que aglutinen y conduzcan a los procesos sociales, obligan a fórmulas distintas para afrontar nuestro tiempo. Es la hora de la creatividad.
es psicólogo, lingüista y artista visual. Sus libros más recientes son La revolución del malestar (2020) y En defensa del optimismo (2021). Es vicepresidente de Amarillos por Chile.