“Lo siento mucho, mamá y papá, mi viaje al extranjero ha fracasado. Me estoy muriendo, no puedo respirar. Os quiero mucho.”
Así decía el último mensaje que envió a sus padres la joven Pham Thi Tra My, redactado un día de octubre del año pasado en las más dramáticas circunstancias: lo tecleó en su móvil y lo envió a sus padres en Ha Tinh, a 340 kilómetros al sur de Hanói, mientras se estaba muriendo de asfixia junto con otros 38 compatriotas en el interior herméticamente cerrado de un contenedor con el que habían ingresado clandestinamente en Gran Bretaña, destino final de su largo periplo desde Vietnam. Se han publicado diferentes versiones del whatsapp de Pham Thi Tra My. Algunos traducen el texto así: “Lo siento mucho, mi viaje a tierras extranjeras ha fracasado.” Según otra versión, decía: “Lo siento mucho, mi viaje a Europa ha fracasado.”
No se sabe qué error de cálculo les costó la vida a los 31 varones y ocho mujeres, ni se pone uno de buen grado a imaginar la clase de agonía colectiva e infernal espanto que pasaron los últimos minutos eternos; ese fracaso total del viaje a Europa. Ni tampoco es fácil de imaginar el temple, la serenidad de Pham Thi Tra My, la única de los 39 que burlando la inspección de los smugglers –los guías que hacen pasar ilegalmente la frontera– al principio del viaje había sabido ocultar su móvil, y al final se sobrepuso a la atmósfera de pánico y tristeza que la rodeaba y tecleó estas palabras que por lo menos harían localizables los cadáveres y que además son un prodigio de delicadeza: a la vez pueriles y un ejemplo de sublime cortesía y modestia, pues no otra cosa es pedir perdón a los padres de uno por morirse.
En cuanto al error de cálculo, la brutalidad o el dolo, y toda clase de detalles seguramente serán aclarados en el juicio que comenzó en octubre en Londres contra una treintena de miembros de la organización delictiva internacional responsable de esas 39 muertes y que quizá ya antes había llevado a través de las fronteras a miles de inmigrantes ilegales. A las órdenes del capo, conocido por sus compinches como “The bald duke” (el duque calvo), hay rumanos, franceses, británicos: en fin, una organización multinacional, como corresponde a la naturaleza de su negocio de transporte clandestino de bultos humanos, tan propio de la economía global.
También ha estado en una celda esperando a ser juzgado el chófer Maurice Robinson, un joven de aspecto saludable, con una sonrisa de malote, con algunos antecedentes penales sin importancia, que partió desde Armagh, en el norte de Irlanda, al volante de la cabina del camión y cruzó Escocia e Inglaterra hasta recoger en el puerto de Purfleet, cerca de Londres, el contenedor frigorífico con su carga humana, que había llegado en ferry desde Zeebrugge, en Bélgica, y lo condujo durante diez minutos hasta los alrededores de Grays, en Essex.
En el juicio se sabrá si fue por iniciativa propia, llevado por la curiosidad o respondiendo a una instintiva alarma, o si aquel lugar era el punto de destino del viaje, a partir del cual se devolvía la libertad al cargamento humano para que en adelante circulase a su aire, que el joven “Mo”, como le llamaban sus amigos, aparcó el camión en un rincón discreto y lateral, poco frecuentado de un polígono industrial; se apeó, abrió la portezuela del contenedor y contempló horrorizado su carga: 39 cuerpos sin vida. A su alrededor, la alienación de naves de almacenaje y tinglados desangelados característica de los polígonos industriales. Esa visión no se borra como un sueño, y ojalá Mo, que en un primer momento salió corriendo, tuviera tiempo de hacer un alto en alguno de esos coquetos pubs ingleses, para recobrar el aliento y tomarse una cerveza junto a la ventana con cortinitas, y mientras fuera sonaban las sirenas de la ambulancia y de la policía él empezaba a asimilar la idea de que aquel día había terminado no solo con la vida de su cargamento, sino con la suya, y que ahora comenzaba para él otra mucho peor.
Porque sería en ese pub donde Mo, que se declaró ante el juez de instrucción culpable de 39 homicidios involuntarios y otros delitos relacionados con el caso, sintiese o no remordimientos por su participación involuntaria en la catástrofe, comprendería que ahora es un ser con un destino: la visión del contenedor la llevará como un tatuaje en el alma. Es de suponer que si no son unos perfectos desalmados (lo cual tampoco sería raro) los demás miembros de la organización del “Duque Calvo”, sea cual sea la gravedad de su implicación en la chapuza fatal, en el desastre, también sentirán en adelante cierto peso sobre los hombros, como si la fuerza de gravedad de la Tierra hubiese aumentado de repente.
Todo, en este desdichado caso, es común y corriente: por un lado, una banda de “traficantes de seres humanos” que aprovechan la ley de la oferta y la demanda; y por otro, unos clientes procedentes de un país sumido en la pobreza, para quienes la posibilidad de pasar unos años trabajando en el extranjero y así mejorar radicalmente la calidad de su propia vida y la de sus familias merece el riesgo de emprender un viaje sin garantías y al margen de la ley.
Todo consabido, sórdido, triste y sucio… todo se arrastra por el fondo fangoso de la condición humana, pero no esa frase: “Lo siento, mi viaje a Europa ha fracasado.”
¿Qué clase de idea de uno mismo, del mundo y de la relación entre ambos, qué desesperado poeta de sí mismo hay que ser para escribir un texto así? Pasan los meses y mi admiración por Pham Thi Tra My aumenta. Yo le doy vueltas a esas palabras: “Os quiero mucho”, “Lo siento mucho, mi viaje…”. Nadie pretenda escribir nada parecido: habría que ser ella y estar dentro de aquel camión… junto con Nguyen Dinh Lurong, Nguyen Huy Phong, Vo Nhan Du, Tran Manh Hung, Tran Khanh Tho, Vo Van Linh, Nguyen Van Nhan, Bui Phan Thang, Nguyen Huy Hung, Tran Thi Tho, Bui Thi Nhung, Vo Ngoc Nam, Nguyen Dinh Tu, Nguyen Thi Van… Y otros hombres y mujeres, de edades entre 15 y 35 años, cuyos nombres y apellidos monosilábicos, tan parecidos entre sí, los vuelven más anónimos y sugieren los trinos y los brincos de una bandada de pajaritos exóticos.
Procedían de Vietnam, un país que, según va desapareciendo del paisaje humano la visión de tantos lisiados y tullidos de la guerra, se va convirtiendo en un paraíso turístico. De vez en cuando, nuestros amigos Vanessa y Charlie regresan de pasar allí las vacaciones y nos explican que se trata de un país precioso, habitado por gente atenta y servicial; la moneda es barata, al cambio con las divisas fuertes del euro y el dólar; la gastronomía es suculenta; y las playas, selvas, lagos e islas aún no explotados industrialmente son de una serena, maravillosa belleza: Vietnam, paraíso tropical: “El año que viene tenéis que venir con nosotros.”
Al mencionar la guerra, recuerdo la tarde en que escuché al novelista Bao Ninh hablar en Barcelona sobre su formidable relato autobiográfico El dolor de la guerra, como veterano de su compañía formada por 500 soldados adolescentes, de la que era el único superviviente; y pasados ya muchos años del fin de la guerra aquel combatiente tranquilo del ejército de Ho Chi Minh, que había pasado por experiencias infernales y superado dolores inefables, decía, haciendo gala de su cortesía, estar muy feliz de que escribir su libro le hubiese llevado adonde estaba, a conocer “El país de las Novelas”: así es como él y los escritores de su círculo en Hanói llaman a España, según dijo, porque desde España les llegó el Quijote.
En fin, ese círculo de escritores para los que España es el corazón del mundo es una excepción. Para la gran mayoría de los vietnamitas pobres el país de referencia, el país del anhelo, es Gran Bretaña. Los turistas británicos que visitan su país tienen más dinero, y su lengua es la lengua franca del mundo, la lengua del éxito. Últimamente conocen a los británicos un poco mejor, gracias a una variedad geriátrica y permanente del turismo: los ancianos que necesitan cuidados especiales que las familias de Londres o Liverpool envían a las residencias para la tercera edad vietnamitas. Así es como miles de ancianos británicos se encuentran de repente bajo un cielo lejano, en un clima templado, paseando por los senderos de un jardín de palmeras y nopales, cada uno apoyado en un bastón y del brazo de una enfermera o cuidadora vestida con el uniforme blanco, una mujer bajita, dulce, pulcra, que cuida de él con abnegación.
Tener ingresado a un pariente que no puede valerse por sí mismo en una residencia en Vietnam no solo es más barato que mantenerlo en una residencia europea, sino que también es un buen motivo para darse un par de veces al año una vuelta por Asia, cosa que a los británicos, desde los prósperos tiempos coloniales de la “diplomacia de las cañoneras”, siempre les ha atraído. Todo son ventajas.
Claro que la pandemia ha cancelado los vuelos, suspendido las visitas internacionales, y en las ajardinadas residencias vietnamitas para la tercera edad, en cada ondulante sendero, un anciano británico detiene de repente su paso lento y siente que ha olvidado algo, que echa en falta algo, o a alguien, algo difuso, algo vago, no logra recordar exactamente qué. Y la enfermera espera a su lado, pacientemente, a que vuelva a ponerse en marcha.
Esa modestia típica, o acaso tópicamente asiática, es difícil de asimilar, y de comprender, para una emocionalidad occidental, sobre todo para la nuestra, tan declaradamente sentimental, extrovertida y autocompasiva. Esa modestia es, claro está, un constructo cultural, aunque parezca un enigma de naturaleza trascendente. Y alcanza niveles alucinantes, sobrenaturales, en Pham Thi Tra My, cuando en las más horrorosas circunstancias escribe: “Lo siento, mi viaje ha fracasado.” Saber que era una joven maravillosa, generosa y buena, a la que todos querían, no me ha extrañado nada.
El tono de esta frase y su enunciado de un fenómeno secundario del que Pham se responsabiliza y que vela, que tapa la realidad aunque alude a ella, me recuerda la escena final de la película Feliz Navidad, mister Lawrence: el grito con el que el sargento Hara, condenado a muerte por crímenes de guerra, reclama aún la atención del coronel Lawrence, cuando este se retiraba ya de la mazmorra adonde había ido a hacer un rato de compañía, la víspera del fusilamiento: habían compartido muchas experiencias y habían llegado a entenderse el uno al otro un poco, solo un poco, en un campo de prisioneros en Java; entonces el japonés era un carcelero y el británico uno de los maltratados cautivos, pero ahora las tornas han cambiado.
“¡Mister Lawrence!”, grita Hara. Y cuando el coronel se vuelve, exclama, en ese tono stacatto, agresivo, de su idioma, pero con una inocente media sonrisa que vela su pena y su desesperación: “¡Feliz Navidad, mister Lawrence!” Fin.
Mientras escribía estos párrafos, he sabido del curioso detalle de que en la visera del parabrisas, donde otros camioneros se hacen grabar, a modo de firma, de nombre o lema, cosas como “Voy con Dios”, “Los dos cuñados”, o “J. L. García – Mudanzas”, en la del camión de Mo Robinson decía: “The ultimate dream”, o sea “El sueño definitivo” o “El sueño final”.
Sin duda, “The ultimate dream” aludía a la fantasía de prosperidad del dueño, que creía verla más cerca de cumplimiento gracias a su camión rutilante y los transportes que con él haría. Los acontecimientos le han asignado a esas palabras otro sentido, un involuntario sarcasmo macabro que liga la desventura de Pham Thi Tra My y sus 38 compañeros con una obra maestra del cineasta Lars von Trier, Europa.
Plagada de maravillas y de exageraciones insoportables, Europa cuenta la odisea de Leo, un chico norteamericano fascinado por Europa, enrolado como revisor en una compañía de ferrocarriles, y al que su amada convence de que ponga una bomba en su tren. La bomba estalla, el tren se precipita a un río, y Leo intenta sin éxito escapar de la ratonera en que él mismo se ha atrapado. Mientras el agua va llenando su vagón y él trata en vano de abrir una ventanilla, suena la voz en off de Max von Sydow, grave, serena, bien modulada, solemne, hipnótica, imponente, que dice: “Cuando haya contado hasta diez te despertarás en Europa.” Y mientras Leo se va quedando sin respiración, perdiendo fuerzas y tomando conciencia de su muerte, la hipnótica voz repite:
“Cuando cuente a diez, estarás en Europa. Digo: uno. Y mientras tú concentras tu atención completamente en mi voz, lentamente empezarás a relajarte. […] En el seis, quiero que vayas más profundo. Digo: seis. Y todo tu cuerpo está relajado y empieza a hundirse. Siete –vas más profundo y profundo y profundo. Cuando cuente diez, estarás en Europa. Estás ahí en el diez. Digo: Diez.”
Y después de una pausa: “Deseas despertar para liberarte de la imagen de Europa. Pero no es posible.” ~