Los años del Gato

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Tantos años después, el caso único de Cat Stevens –nacido en 1948 y bautizado Steven Demetre Georgiou, londinense hijo de padre griego y madre sueca, dueños de un restaurante cercano a Picadilly Circus– sigue siendo tan curioso como un gato que no muere. Artista que en un primer momento –a finales de los sesenta– triunfa como ídolo teen-angelical con hits propios con recargados arreglos orquestales como las muy Kinks “Mathew & son” y “Granny” y “Grandsons”, la muy pegadiza “Here comes my baby” (hit para The Tremeloes), el standart instantáneo “The first cut is the deepest” (P. P. Arnold y Rod Stewart lo agradecen), “I love my dog” (donde entona eso de “Amo a mi perro tanto como a ti / Pero tú puedes desaparecer mientras que mi perro siempre estará allí”) y la psicótica y hoy impensable por políticamente muy pero muy incorrecta y posible himno para la nra “I’m gonna get me a gun”. De pronto, una tuberculosis lo acerca a los bordes de la muerte y lo deja ko y hospitalizado por un año. Y, para cuando regresa, Cat Stevens es vegetariano, meditabundo trascendental y cuenta con unas cuarenta canciones formidables escritas durante su convalecencia. Canciones que –entre abril de 1970 y marzo de 1971– graba en no uno ni dos sino tres álbumes que lo convierten en estrella mundial de ventas millonarias y producto perfecto. Productiva perfección que no rebaja ni una nota la incuestionable calidad de Mona Bone Jakon (título que invoca al alias con el que el cantautor se refiere/canta a su propio pene), Tea for the tillerman y Teaser and the firecat. Allí, hits/plegarias incombustibles y tan frescos hoy como el primer día: “Lady D’Arbanville”, “Trouble”, “Wild world”, “Hard headed woman”, “Father and son” (que en verdad es lo que quedó del proyecto frustrado de un musical sobre la Revolución Soviética), “Peace train”, “The wind”, “How can I tell you”, “Morning has broken”, “If I laugh”… Todos y cada uno de ellos con una voz que no parece tener edad y un look de impecable hippie-dandy sexy-simpático donde convivían lo mejor de Carnaby Street y lo mejor de Laurel Canyon (Carly Simon es novia por un rato y le dedica dos adoradoras canciones tituladas “Anticipation” y “Legend in your own time”; Cat Stevens devuelve la atención con “Sweet Scarlet”).

Sí: Cat Stevens era más transparente que Bob Dylan (y –¿nada es casual?– por entonces Dylan presenta su muy catstevensiano en sonido y humor y ánimo New morning); menos torturado que Leonard Cohen, tan melodioso como Simon and Garfunkel (el soundtrack a base de sus canciones del cult-film de la genial Harold y Maude de Hal Ashby es un poco el hermano gemelo del de Paul y Art para El graduado); menos malicioso que Randy Newman (aunque ahí esté esa feroz/mordaz “Pop star”); sin los traumas de James Taylor o Jackson Browne; mucho más moderado que Elton John; e igual de delicado que su compañero de sello Nick Drake pero con mucha mejor suerte. Sus versos eran sencillos y fáciles de memorizar; su existencialismo tenía el punto justo de angst (“But I might die tonight”); sus penas de amor resultaban comprensibles y compartibles y respetuosas para con sus musas a menudo extraviadas (“Sad Lisa”); su imaginería más impresionista y silvestre que química y psicodélica (“Into white”); su pacifismo ecologista manifestado con el punto exacto de protesta sin excesos antisistémicos (“Where do the children play?” –su “Blowin’ in the wind” también preguntando sin respuesta– podría pasar hoy mismo como compuesta a medida para Greta Thunberg & Co.); su nomadismo epifánico (“Miles from nowhere”) no llamaba nunca a la experimentación alucinógena sino (en “On the road to find out”) casi ordenaba un “saca a patadas el pecado del diablo y ahora coge un buen libro”; y su espiritualidad no entraba en conflicto con dogmas mayoritarios ni iba más allá de los pasajeros efectos provocados por la lectura de Herman Hesse o Carlos Castaneda. Y Chris “Island Records” Blackwell fue muy feliz y al día de hoy insiste en que Tea for the Tillerman es el mejor disco jamás editado por su discográfica, muy por encima de los de Bob Marley y U2 y Tom Waits entre otros isleños suyos.

Y Cat Stevens era y es inapelable y universalmente amable: no hay nadie que no quiera a Cat.

Y Tea for the Tillerman –colado y bebido por primera vez el 23 de noviembre de 1970 y al que poco y nada cuesta calificar de perfecto– ya había sido reeditado en 2008 en formato doble y deluxe-edition con demos y tomas en directo y nostalgic liner notes. Ahora –mientras da los toques finales a sus memorias– ha sido vuelto a grabar por su autor para festejar el medio siglo de edad del álbum. Así, Cat Stevens ha vuelto a sus once tracks para revisarlos –a algunos radicalmente, a otros respetándolos– y lo hace, también, revisándose a sí mismo. A aquel que en 1975 casi se ahoga en Malibú y –mientras se hunde y flota– prometió dedicar su vida a Dios (y hace casting de deidades y se impone el Corán). A ese que continuó lo genial con lo apenas excelente y, a finales de los setenta, se desilusionó con todo (“No me interesa la McMusic para oír masticando hamburguesas”) y hace desaparecer a Cat Stevens para que aparezca Yusuf Islam, quien se dedica a sus cosas: a grabar numerosos álbumes de música devocional/infantil de circulación limitada y hasta a sacar uñas y mostrar colmillos aprobando la fetua contra Salman Rushdie por blasfemo (declaraciones que luego matizaría/negaría), donar buena parte de sus abundantes royalties a obras benéficas, a ser considerado terrorista en potencia por Estados Unidos (negándosele la entrada) y a ser depositario del premio Man of Peace otorgado por el mismo comité del Nobel.

Y en 2006 –pero sin que por ello, y a diferencia del de tantos de sus colegas contemporáneos, su repertorio haya caído en el olvido– desperezarse como un gato luego de una muy larga siesta con el más que correcto An other cup (con su versión de “Don’t let me be misunderstood”), al que siguieron los encomiables Roadsinger (2009) y su muy exitosa aproximación al rnb Tell ‘em I’m gone (2014) con producción de Rick Rubin e incluyendo la autobiográfica “Editing floor blues”. Es entonces cuando Yusuf reconoce haber aprendido a evitar toda actitud extrema –las suyas incluidas– optando por una cierta moderación. Y empiezan a llegar los premios a toda su carrera y se lo incluye en el Rock and Roll Hall of Fame y en el Songwriters Hall of Fame y –en las ceremonias y en sus discursos de aceptación– el hombre parece, por fin, muy dichoso y satisfecho de ser quien fue y de quien es y de quien vuelve a ser. “No soy el mejor entre ustedes pero, mirando alrededor, tengo claro que tampoco soy el peor”, rio allí; y, entre el público, Bill Murray –cuya melancolía Cat Stevens musicalizó en la Rushmore de Wes Anderson– celebra la broma en serio. Y Ricky Gervais usa esa misteriosa coda-gospel-rezo por un día feliz que es “Tea for the Tillerman” para los títulos de su Extras. Y Coldplay y The Flaming Lips lo plagian con mayor o menor pericia. Y ni Bon Iver ni Belle and Sebastian ni Eels ni Sufjan Stevens serían quienes son de no haber seguido la sombra de su luna. Y volver a girar (su visita a Barcelona este julio se frustró por ya saben qué).

Y en 2017 lanza el milagro de The laughing apple: canciones nuevas y revisión/reescritura de canciones de su primera etapa sonando (cortesía de su productor de siempre Paul Samwell-Smith y su guitarrista de cabecera Alun Davies; la nueva versión/letra de la crepuscular pero muy luminosa “Grandsons” es una maravilla) como continuación directa de la trilogía Mona/Tillerman/Teaser. Allí, portada y cuadernillo con, de nuevo, ilustraciones de propia mano como las de entonces y un texto de presentación donde se lee que “Una tarde, el Bromista y el Gato de Fuego se colaron a través de una verja rota y se encontraron al Labrador bajo su árbol favorito. Mientras espera a que hierva el agua en su tetera, el Labrador les cuenta acerca de sus días de juventud a sus jóvenes amigos…”. Y lo más importante de todo, sobre el celofán que envuelve al cd hay un sticker donde se identifica al responsable como “Yusuf/Cat Stevens” por primera vez en treinta y nueve años.

La autocelebratoria pero merecida reencarnación en vida de Tea for the Tillerman 2 (con portada nocturna y retocada cósmicamente, el Labrador con traje de astronauta y los niños juguetones con móvil en mano y audífonos en cabeza), posiblemente no sea necesaria, pero sí es muy gratificante. Y –contra casi todo pronóstico– ha resultado ser no solo un éxito de crítica sino, además, un fenómeno de ventas devolviendo al artista a lo más alto, más alto de lo que nunca estuvo. Y confirma la grandeza del original (y reverdece su honestidad y astucia de casi manual de autoayuda), no toquetea demasiado lo intocable, pero tampoco se priva de ciertas travesuras. Así, desconcierta con una versión casi cabaret-ragtime-oriental-tango de “Wild world”; enfatiza el entonces apenas insinuado perfume sci-fi/pastoral con invasión funk/rap (Brother Ali como invitado) y nueva/vieja estrofa descartada para “Longer boats”; “On the road to find out” lo acerca a la world music à la Peter Gabriel (quien, digámoslo, tan joven y desconocido, tocaba la flauta en Mona Bone Jakon); y lleva a cabo la buena idea y truco ingenioso de combinar su voz de entonces con su voz de ahora para ese insuperable himno a la brecha generacional que es “Father and son”. Y buenas noticias: aquí Cat Stevens –basta un cambio de verbo y de tiempo– ya encontró a su mujer de cabeza dura.

Y es un auténtico placer volver a oír todo esto no como falsificación sino como variación sin jamás haber dejado de oír todo lo otro y auténtico. No es una sensación que abunde y –en lo que a mí respecta– ningún problema con que el año que viene Yusuf/Cat Stevens salga de su villa en Dubái y vuelva a entrar en estudio cercano a la campiña francesa para (re)hacer lo mismo con Teaser and the firecat.

De ser así será, seguro, otro ha-aaa-ppy day. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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