La asamblea general de la Unión Astronómica Internacional, por mayoría de votos, decidió en 2006 que Plutón no es un planeta. Así se resolvió una controversia que llevaba años. Lo más notable de todo fue el método: la verdad científica establecida por votación.
Pero no fue eso lo que atrajo los reflectores de la prensa, sino la destitución. Plutón dejó de ser el noveno planeta del sistema solar y quedó reducido al objeto 134340, si bien apellidado Plutón. Quedó clasificado como planeta enano, al igual que Ceres, antes considerado un asteroide. Plutón bajó de categoría y Ceres subió.
No todos los astrónomos quedaron contentos, y hubo lamentaciones. La disputa recuerda la caricatura que tenemos de la Edad Media.
Una de tantas y tontas formas de ignorar los avances del saber medieval consiste en suponer que fue palabrería (aunque San Alberto Magno tuvo un laboratorio, y aisló por primera vez el arsénico). Se supone que, por eso, Descartes rompió con la escolástica (aunque, según su biógrafo Stephen Gaukroger, cuando se mudó a Holanda llevaba en su equipaje una Suma de Santo Tomás de Aquino y poco más). En El enfermo imaginario, Molière ridiculizó la ciencia reducida a dar nombres en latín y explicaciones circulares: ¿Cuál es la causa de que el opio hace dormir? Es que tiene una virtus dormitiva.
Y, sin embargo, nombrar (distinguir, clasificar) es una forma de saber. Fue exaltada en el Génesis: Después de que Dios creó “todos los animales terrestres y todas las aves del cielo, se los llevó a Adán para ver qué nombre les ponía, porque todo ser viviente debería llevar el nombre que Adán le pusiera” (versión de Agustín Magaña).
En todas las tribus, los sabios han investigado algo fundamental: qué es comestible y qué no. La investigación, seguramente, fue dejando mártires de la ciencia experimental por el camino del saber. Las palabras mismas sabio, sapiens, saber, están relacionadas con sabor (José Ortega y Gasset, Origen y epílogo de la filosofía). Por ejemplo: los hanunóo del sur de Filipinas distinguen y nombran de memoria 1,625 vegetales, saben cuáles 500 o 600 son comestibles y han descubierto 406 de uso medicinal (Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje). A pesar de lo cual, se supone que la ciencia experimental nació en el siglo XVII.
El saber tribal fue precedido por un saber que distingue sin nombrar. Los animales saben qué comer. Es de suponerse que desarrollaron mecanismos sensoriales formados evolutivamente, también a costa de investigadores muertos por el camino: descartados por la selección natural.
Clasificar es la primera forma de saber. Consiste en observar, comparar, agrupar, encontrar elementos comunes, crear un modelo que integre los elementos comunes y volver a las cosas comparables para ver cuáles sí y cuáles no encajan en la clasificación.
El modelo puede ser mental o estar objetivado, ya sea positivamente en una descripción o negativamente en un molde. Los moldes se prestan a clasificaciones mecánicas: si la pieza entra o no, si da el peso estipulado, si tiene efecto en un sensor, si casa con alguno de los registros de un banco de datos, si se pone azul en contacto con tal líquido. Los sabuesos pueden ser entrenados hasta formarles un molde mental que les permita clasificar lo que huele o no a lo que se busca.
Las descripciones requieren un intérprete que compare la realidad con el modelo verbal, esquemático, matemático, visual, de bulto (maquetas, prototipos), audible, oliente, gustable, palpable. La interpretación requiere entrenamiento. No cualquiera es capaz de interpretar una radiografía, catar un vino, afinar un piano, dar el punto a un platillo, usar un mapa o leer inteligentemente.
Los modelos mentales son subjetivos, en cuanto pertenecen al mundo interno que Karl Popper llamó M2, pero están “objetivados” de algún modo en las redes neuronales. Pueden ser positivos (recrear la imagen que se vio, y hasta crear imágenes de cosas nunca vistas) o negativos (limitarse a rechazar lo que no encaja, por ejemplo: sentir que un cuadro atribuido a tal pintor no parece de él, antes de saber por qué).
La sabiduría nació en todas las culturas, y la astronomía también. Pero la filosofía nació únicamente en la cultura griega, y una sola vez: de ahí fue pasando a las generaciones siguientes y a las otras culturas (dice Ortega y Gasset en el mismo libro). Esta singularidad se ha atribuido a la lengua griega, porque “la estructura lingüística del griego predisponía la noción de ser a una vocación filosófica” (Émile Benveniste, Problemas de lingüística general). Los griegos descubrieron la clasificación suprema: la que no clasifica, porque todo encaja ahí. Todo es.
Parménides, al descubrir esta categoría suprema, descubrió una cuestión mayúscula: ¿Encaja ahí también lo que no es? ¿Qué es lo que no es? ¿Cómo puede ser, si no es? No pudo resolverla, y (un poco a la manera de los astrónomos del siglo XXI) tomó una decisión (aunque no democrática, sino dictada por la diosa tutora): No trates de saberlo. Aleja tu “pensamiento de este camino de investigación” (versión de Néstor Luis Cordero, Siendo, se es: La tesis de Parménides).
Más de un siglo después, Platón presenta una solución en su diálogo El sofista. Lo-que-no-es sí es, pero en otra parte: en la discusión. Puede aclararse en los términos de Popper: El no-ser no existe en el mundo natural de las rocas, el mar, los bosques y los pájaros (M1), pero existe en el mundo cultural de las palabras, los conceptos, los modelos, las interpretaciones, los hexámetros de Parménides, la arquitectura, la cocina (M3). Tanto el ser como el no-ser son (en M3); y el que ambos sean (temas discutibles) no es imposible ni contradictorio, como temía Parménides, porque no forman parte de M1.
Plutón existe en M1, pero su nombre, su descripción y sus clasificaciones no existen en M1, sino en M3. El arsénico aislado no existió en M1 hasta 1250, cuando lo obtuvo San Alberto Magno. El germanio, vecino del arsénico en la tabla periódica de los elementos (M3), fue clasificado ahí por Mendeléyev en 1869, antes de saber siquiera si existía en M1 (la predicción se confirmó en 1886). Las aves del cielo no existían en M3 hasta que Adán las bautizó. Su creación verbal (clasificatoria) continuó la Creación.
Muchas clasificaciones son ociosas y aburridas: no añaden nada al saber. Pero hay clasificaciones útiles: creadoras de claridad, porque añaden distingos significativos, como la admirable clasificación popperiana de toda la realidad en tres paquetes.
La ciencia moderna está construida sobre la tradición clasificatoria que viene de los primeros sabios. Depende de ese análisis, ahora desdeñado, porque no necesita matemáticas, telescopios ni aparatos de laboratorio. Y porque el sentido común parece elemental, aunque puede ser más científico que la ciencia aparatosa.
Apólogo medieval, en un laboratorio moderno:
–Llevo años de buscar un solvente universal. ¿Te imaginas el mercado que tendría un líquido capaz de disolver cualquier cosa?
–Puedes ahorrarte la investigación. Tal líquido, por definición, no se puede comercializar, ni envasar, ni obtener en el laboratorio: disolvería cualquier recipiente. ¿Dónde lo pondrías?
La ciencia moderna no deja atrás el saber prehistórico, ni los debates medievales: los necesita.
(Letras Libres, octubre 2012)
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.