Dos de archivos

El destino de un par de archivos históricos y significativos para la cultura del país. 
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1. Archivos agónicos

El traslado del archivo histórico de la Secretaría de Educación Pública a una bodega en Tlalnepantla es una noticia infausta. Es un archivo obviamente valioso: creado en 1980, alberga material sobre la afanosa tarea de educar al país desde el periodo de Reforma: una tarea que es la justificación final de todas nuestras viscisitudes políticas y sociales: educar ha sido la misión por excelencia del Estado mexicano desde su ingreso a la modernidad.

(No habré de referirme, por escéptica higiene mental, a la ruta que va de Ignacio Manuel Altamirano a Justo Sierra, y más tarde a Vasconcelos o a Torres Bodet, y que se las arregló para culminar en la reiterada maestra Elba Esther: en pocas genealogías mexicanas es tan legible nuestra decadencia.)  

El entredicho del archivo de la SEP es preocupante. Claro que un buen porcentaje de sus casi cien millones de documentos caben en esa categoría fúnebre que es el “archivo muerto”, tal los expedientes de la mayor parte del muy abundante personal que ha laborado para la SEP, y cuya preservación posee un valor histórico relativo.

Pero no es el caso, por ejemplo, del “Fondo de Instrucción Pública y Bellas Artes”, de los expedientes y materiales de pensadores, artistas, pedagogos y escritores cuyo paso por la SEP inventaría ese archivo en documentos relevantes no sólo para el estudio de sus particulares ideas e iniciativas, sino para la historia de las ideas en México. 

Sólo para el interés literario, en ese archivo trashumante existe documentación valiosa (que observé cuando estaba aún en la calle de la Academia) sobre inumerables protagonistas de las letras modernas que, casi invariablemente, prestaron servicios a la SEP: José Juan Tablada y Ramón López Velarde, casi todos los poetas del grupo de los “Contemporáneos” (Torres Bodet y Pellicer, los hermanos Gorostiza, Novo y Villaurrutia, Ortiz de Montellano).

Habrá, entre esas olas de papel, papeles sobre el conflicto entre Narciso Bassols y Jorge Cuesta. Existirá un expediente sobre la misión educativa que llevó a Octavio Paz a Mérida en 1937… Y hay documentos pertinentes sobre instituciones derivadas del proyecto educativo, como el INBA; colecciones hemerográficas formidables, fotografías, proyectos arquitectónicos y artísticos cuyo valor informativo es mucho más imperecedero que el papel sobre el que están impresos. 

Expurgar esas montañas de paja en pos de las agujas prodigiosas sigue siendo una tarea hercúlea, a pesar de la encomiable labor que han realizado sus encargados. Pero la dimensión de la inmensa tarea no justifica la indiferencia que se percibe en este nuevo traslado, ahora a un desierto remoto. Como siempre en México, el grito que llega al cielo cuando algo está a punto de perderse sólo es proporcional al silencio que lo rodeaba cuando estaba a salvo.

Conservar, catalogar, poreservar y estudiar ese archivo, claro está, es costoso. Podría pagarlo el dinero que, desde luego, hoy enjoya líderes sindicales, comisionados y asesores holgados, bulldogs de lujo, políticos padrotes. Podría pagarlo un presupuesto que le cerrase el grifo a la frivolidad de “palacios” legislativos, aeronaves suntuosas, premios para decorar con betún letrado pasarelas rodeadas de analfabetas… (¿Por qué ibamos a ser capaces de crear una institución que impidiese la exportación de archivos literarios a las universidades norteamericanas, como si fueran bananas con IQ, si no podemos preservar adecuadamente los archivos que ya tenemos?)

El traslado del archivo de la SEP a una bodega no deja de ser, inevitablemente, una metáfora expresiva de la desidia. Parecen secarse las fuentes primarias que deberían regar el conocimiento y la crítica de los traspapelados tiempos mexicanos. Una muestra más de cómo nuestra obsesión con el pasado acostumbra acostarse con la amnesia.

Al día siguiente de que varios historiadores criticamos el proyecto de que se habla en este artículo, el secretario de educación Dr. José Córdoba Villalobos, comunicó que lo cancelaba.

           Es de celebrarse. Y de esperarse que el archivo de la SEP reciba más atención y cuidados, modernización y selección…

 

2. Un archivo que no emigró

Celebro que María Luisa Capella y los hijos de Tomás Segovia hayan entregado el archivo del gran poeta, narrador, crítico, traductor y profesor a El Colegio de México. Celebro también que, al recibirlo, esa institución –que hospedó los trabajos de Tomás durante años– se comprometa a preservarlo en el buen estado de salud que requiere para recibir a sus futuros visitantes.  

Archivo riquísimo el de Tomás: contiene sus manuscritos, diarios, cuadernos de trabajo, fotografías y, desde luego, su correspondencia con Luis Cernuda, Alejandro Rossi, Raymundo Lida, Ramón Xirau, Antonio Alatorre, Seamus Heaney, Julio Cortázar, Tzvetan Todorov, Jacques Lacan y, desde luego, Octavio Paz (cuyas Cartas a Tomás Segovia ya se publicaron aunque, lamentable e incomprensiblemente, sin las respuestas de su interlocutor: una “respondencia” amputada de su esencial prefijo). Las cartas del gran poeta amoroso y erótico a las mujeres que amó antes que a la luminosa María Luisa, la legendaria Michelle Alban y la narradora Inés Arredondo, madres de sus hijos, forman también parte del legado.

Será un archivo que, además de documentar y apuntalar los trabajos y los días de Tomás, tendrá relevancia para el estudio de la “generación de medio siglo”, ese inventario de talento descomunal representado por el grupo de escritores y artistas activo durante la segunda mitad del pasado siglo y cuya mera enumeración agotaría el espacio de esta columna y la vecina: escritores, artistas y pensadores que abrieron México al mundo, crearon revistas y suplementos, hicieron cine y teatro, crearon barrios, engendraron hablas, sostuvieron polémicas enriquecedoras y formaron una abundante descendencia.

 La actitud de la familia Segovia es extraordinaria, también, pues es casi inédita entre los herederos de archivos literarios de valía en México. Lo habitual, entre nosotros, es enviarlos a instituciones foráneas que poseen los recursos para adquirirlos y resguardarlos. Esto es algo que, desde luego, se entiende: a estas alturas de nuestra historia cultural, no hemos sido capaces en México de crear una institución que compita con las extranjeras –bien financiadas y muy eficientes– a la hora de atraer el interés de los escritores o sus herederos, ofrecerles orden y seguridad ni, obviamente, un pago justo que, para muchas familias, es imperativo. 

¡Qué vergüenza que la rapacidad o el fetichismo (o las dos cosas) de “investigadores” sin escrúpulos, que literalmente saquearon a las familias de varios escritores, haya colaborado tanto a justificar y entender la decisión de exportar los archivos!  

Existen, aquí y allá, en diversas instituciones mexicanas, algunos archivos de mérito (que, por cierto, ya deberían coordinarse y unificar criterios) que en nada pueden competir contra los recursos y la seguridad –así como la notable eficiencia en sus servicios– que ofrece –por citar un caso emblemático– la Biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton. Su “Manuscripts Division” guarda, por ejemplo, los archivos de Miguel Ángel Asturias, José Bianco, Reinaldo Arenas, Cabrera Infante, Cortázar, Donoso y Vargas Llosa. Entre los archivos mexicanos están, entre otros, los de Carlos Fuentes –que se lo vendió en 1995– y más recientemente los de Monterroso, García Ponce, Elena Garro, Margo Glantz, Ibargüengoitia, Leñero, Pitol y Rossi.

Un país moderno aprecia en sus escritores a los cartógrafos únicos e irrepetibles de los infinitos modos de ser, de hablar, de pensar y de sentir que crean y registran los escritores. Cuidar sus legados y propiciar su consulta los agrega a la discusión pública: se enriquece el conocimiento tanto de los escritores como de su país. A veces lo hacen el Estado, como el suizo o el francés; a veces las universidades, como en Estados Unidos; o bien fundaciones e institutos que juntan patrocinio estatal y subvención privada, como en España. En México no hacemos nada. Preferimos los homenajes eternos y la creación de premios literarios con bolsas fantásticas exprimidas del erario.

Leo en la dádiva que ha hecho la familia Segovia y en la respuesta de El Colegio de México un nuevo llamado a crear una institución capaz de detener esta diáspora penosa de memoria.

Quizá todavía no sea tarde. 

 

  

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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