Luego de que un hombre disparara contra estudiantes en una escuela pública de Río de Janeiro un diario mexicano informaba: “El asesino de los 12 niños en Río era musulmán y tenía Sida”. ¿Cuál era la relevancia noticiosa de que el criminal ejerciera fe en los versos del Corán o sufriera una enfermedad del sistema inmunológico? Objetivamente, ninguna.
En las horas posteriores al atentado en Oslo, en el que murieron ocho personas, y el tiroteo en la isla Utøya, donde otras 69 perdieron la vida, las primeras conjeturas apuntaban sobre los sospechosos de siempre: los “terroristas islámicos”. Sorpresa, Anders Behring Breivik, el principal detenido y hasta ahora el único inculpado por los ataques, es un hombre noruego de inspiración ultraderechista que odia el Islam y el pluralismo cultural de Europa.
Las presunciones acerca del factor religioso en los hechos noticiosos fallan porque usualmente se montan sobre los prejuicios o la ignorancia de redactores y editores. En los días posteriores a los atentados del 11 de septiembre de 2001 el repertorio de términos utilizados por numerosos periodistas se limitaba a la repetición de integrismo, fundamentalismo y extremismo como sinónimos que solían ir acompañados de los adjetivos musulmán o islámico. En el Islam, tal como los medios parecíamos entenderlo, la violencia era un elemento de identidad.
El noruego Breivik es luterano, pero nadie habla de “terrorismo cristiano”, seguramente porque ni la Iglesia Luterana ni sus fieles tienen que ver con los actos criminales de una sola persona o un grupo de personas. De tal manera, tampoco existe el terrorismo islámico; en todo caso, existen los actos terroristas de grupos extremistas islámicos.
No se trata de higienizar los reportes periodísticos, como sugiere Julián Schvindlerman. Se trata, como él mismo lo advierte, de prudencia, “de no etiquetar a la totalidad del Islam como una religión de terror. En no caer en el simplismo de difamar a toda una civilización de catorce siglos de vida y mil trescientos millones de devotos que residen en más de cincuenta países musulmanes”.
No es un asunto menor la manera en que los periodistas y los medios nos referimos a la diversidad religiosa.
Por décadas, en México se han publicado abundantes declaraciones de jerarcas católicos que hablan del avance de las sectas—el cual atribuyen a la pobre formación católica de sus miembros— y que censuran sus métodos de evangelización.
La cuestión es que infinidad de reporteros, editores y locutores de medios escritos y electrónicos han normalizado ese lenguaje de exclusión e incorporado el denuesto de la práctica religiosa a su práctica profesional. Calificar de secta a un grupo social conlleva una responsabilidad ética importante; no se puede descargar pertinentemente sin un marco analítico correcto, ni repitiendo acríticamente los epítetos y nombres que otros dicen sin entender realmente de lo que se habla.
Varios autores coinciden en que el término secta es empleado frecuentemente en un sentido peyorativo, atribuido arbitraria e injustamente como deshonra a agrupaciones que intentan crecer en los que una iglesia más antigua, dominante o privilegiada piensa que son sus dominios.
¿Cuál es el criterio que usan los medios mexicanos cuando echan en el mismo saco de las sectas a protestantes históricos, pentecostales, adventistas, mormones o Testigos de Jehová? El mismo que la jerarquía católica: son perniciosos y crean divisionismo en las comunidades, porque se niegan a participar en actividades políticas o fiestas tradicionales relacionadas con el santoral católico.
Este prejuicio ha sido alimentado incluso por medios, como el semanario Proceso, cuyos periodistas y colaboradores demonizaron en su momento el proselitismo de grupos evangélicos en comunidades indígenas y de alta marginación en Oaxaca, Guerrero y Chiapas, bajo el argumento de que se trataba de instrumentos de penetración y manipulación al servicio del imperialismo, que buscaban la desmovilización política de los pueblos indios y apropiarse de sus recursos naturales (el indio “pierde su personalidad, muda su religión y adquiere una que seguramente no le conviene. La maldad de los endilgadores llega a enseñarles a leer la Biblia y a aconsejarles que no canten el Himno Nacional”).
Más de 16 por ciento de la población del país no es católica, mientras que casi 8.5 millones se confiesan evangélicos y protestantes. Cuando Proceso afirma en un reportaje que Casa sobre la Roca es una secta que infiltró al gobierno de Felipe Calderón, nunca se aclara el sentido de la afirmación; simplemente se asume que si colabora con el gobierno federal, seguramente es en un grupo de actividades cuestionables.
El mismo trato intolerante y diferenciado se prodiga a los integrantes de otros grupos. Cinco personas implicadas en el supuesto tráfico de menores en Casitas del Sur, eran miembros de la Iglesia Cristiana Restaurada. El hecho fue suficiente para que la asociación religiosa fuera tratada como secta por la prensa y para que la Secretaría de Gobernación le retirara el registro, criminalizando a la comunidad de creyentes.
El hecho fundamental es el distinto rasero. Para las diócesis y congregaciones religiosas católicas en las que obispos han consentido y justificado el abuso de menores o las aportaciones económicas del narcotráfico no ha habido un solo extrañamiento público de la Secretaría de Gobernación. No se juzga a la religión mayoritaria por el número de reclusos que llenan los penales y que dicen ser católicos o guadalupanos porque la filiación religiosa suele ser considerada irrelevante. Son los prejuicios y la carga moral que los términos les imponen a las personas, los que introducen el sesgo y los que alimentan la desconfianza y el miedo por el Islam, por los cristianos no católicos.
(Fuente de la imagen)
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).