Nueva Zelandia y Skull Island

Un análisis de King Kong, la cinta más personal -y excesiva- de Peter Jackson.
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Es prácticamente imposible toparse con una entrevista a Jackson en la web y no recibir la siguiente información: el joven Peter decidió ser cineasta cuando era niño, después de ver la primera versión de King Kong en su casa. La fascinación resultó pertinaz. Desde antes de que Bob Shaye y New Line Cinema le dieran luz verde a su proyecto de The Lord of the Rings, Jackson preparaba un segundo remake del mono más famoso del séptimo arte (el primero es de 1976, estelarizado por Jeff Bridges y Jessica Lange). Cuando ese proyecto se derrumbó, Jackson decidió entregarse de lleno a la trilogía de Tolkien, pero Kong es su primera obsesión, su cinta soñada.

Después del éxito arrollador de The Lord of the Rings, Jackson podría haberse apropiado de cualquier franquicia, cualquier cinta que quisiera. En su primera entrevista con Charlie Rose declaró que, después del estreno de The Return of the King, se dedicaría de lleno a dramas íntimos como Heavenly Creatures, pero la figura mítica de su infancia, y la posibilidad de volver a llevarla a la pantalla grande, fueron imposibles de sacudir. Armado con un presupuesto colosal y con el cheque más abultado en la historia del cine, Jackson concatenó la posproducción de The Lord of the Rings con la preproducción de King Kong.

Quizás porque Kong contiene un elemento biográfico crucial, el remake de Jackson es, por mucho, la cinta que habla más de él: de sus deficiencias y excesos, de sus inquietudes y aciertos. King Kong es una película que se siente mucho más personal que todas las que le precedieron, y es palpable la mano de un director que está demasiado enamorado de su material como para cortarlo, editarlo o comprimirlo. El resultado es un filme de casi tres horas, dividido limpiamente en tres actos (Nueva York y el barco; la isla; Nueva York de nuevo), que es, al mismo tiempo, la obra de un creador con demasiado dinero y poder en los bolsillos, y de un artista que genuinamente cree en el impacto emocional de la historia que ha decidido volver a contar.

La primera King Kong es un clásico del cine en blanco y negro, un hito en la historia de los efectos especiales y, hasta la fecha, una cinta particularmente entretenida (a pesar de sus innegables connotaciones racistas). Merian C. Cooper creó una de las primeras auténticas obras de fantasía en el séptimo arte, llevando al espectador a una isla olvidada por el tiempo y la evolución, en la que aún habitan dinosaurios y criaturas monstruosas. Más allá de eso, King Kong juega con simbolismos interesantes: la similitud entre las serpientes que atacan a Kong y el tren elevado que el gran gorila destroza en Nueva York, por ejemplo. Pero es una cinta que explora con tibieza el argumento de su premisa: la irrupción del ser humano en un ecosistema puro, la confusión de una bestia primitiva perdida en una jungla urbana y, sobre todo, la crueldad innata del ser humano. Jackson toma todos esos elementos –latentes en la cinta de Cooper– y los ensancha. Su primer –e inteligente– paso es abordar a Kong como un personaje de carne y hueso. ¿Cómo vive?, ¿cuál es su situación dentro de la isla?, ¿qué edad tiene?, ¿cuál es su personalidad? El mayor logro de la cinta es que, tal y como es interpretado por Andy Serkis (el genio detrás de Gollum, que pasó meses conviviendo con gorilas para este papel), Kong es un auténtico personaje tridimensional: el último de su especie, un macho alfa con el rostro curtido por decenas de batallas, asediado por la inclemencia de su propio hábitat y que, de manera conmovedora, duerme a escasos metros de donde yacen los restos de su familia. Sin embargo, Jackson no se detuvo ahí. Con ayuda de Richard Taylor y el personal de Weta, el neozelandés inventó una historia entera para Skull Island, intentando darle verosimilitud a un lugar que no tendría cabida en el mundo real. La mitología de la isla está descrita en todos los libros que detallan la producción de King Kong: una suerte de Atlántida del Pacífico sur que fue colonizada por una avanzadísima civilización. Cuando llega Carl Denham con su equipo de filmación, solo quedan ruinas de lo que estos primeros colonos construyeron: la muralla que mantiene a Kong dentro del perímetro interior, las inmensas cabezas de roca que se asoman desde el fondo del mar y uno que otro templo, perdido en la inmensidad de la jungla. La explicación que da Taylor para la desaparición de esta raza en el libro The Making of King Kong es que, en algún siglo anterior al xx, parte de la muralla se derrumbó, dándole entrada inmediata a las decenas de criaturas monstruosas que habitaban del otro lado. Aparentemente, la propia isla había comenzado a desaparecer, víctima de numerosas actividades sísmicas. Cien años antes de la llegada de Denham, Skull Island vuelve a ser colonizada por los aborígenes que vemos en pantalla: un grupo de sabiduría limitada, con conocimientos rudimentarios de caza y supervivencia. Son ellos los que dan inicio al rito de ofrecerle una chica al gran gorila. Mientras tanto, la isla sigue desapareciendo y empujando a todos sus habitantes a vivir cada vez más cerca unos de otros. Es esto, según la historia oficial, lo que empuja a la especie de Kong al borde de la extinción: la cercanía con los despiadados dinosaurios y alimañas. Si quitamos el factor del hundimiento de Skull Island, la historia de la isla se asemeja, en cierta medida, a la historia de Nueva Zelandia: un país que fue primero colonizado por los maoríes y, siglos después, por los europeos. Y tal y como la historia ficticia de Skull Island desprecia a los segundos inquilinos, pero admira a los primeros, Nueva Zelandia es, quizás más que ningún otro país en el mundo, una nación orgullosa de su pasado nativo. A pesar de que los maoríes solo conforman poco más del diez por ciento de la población, los idiomas oficiales del país son el inglés y el maorí, y –aunque prácticamente no hay un solo maorí que no hable inglés– todos los letreros y señalamientos en Nueva Zelandia están en los dos idiomas. El museo principal de Wellington se llama Te Papa (“La Tierra”) y el nombre oficial del país es Nueva Zelandia/Aotearoa (“La larga nube blanca”, su nombre en maorí). Por otra parte, la llegada del ser humano en Skull Island y la consecuente destrucción de gigantescas especies es, también, un elemento de la mitología neozelandesa. Antes de la llegada de los maoríes, ambas islas habían sido hogar de un proceso evolutivo llamado island gigantism en el que diversas especies, aisladas del mundo exterior, crecen hasta alcanzar proporciones descomunales. Este fue el caso del águila de Haast y la moa: dos aves que, de existir ahora, serían las más grandes del planeta. Ambas fueron exterminadas por los seres humanos, tal y como Kong, finalmente, muere por culpa de nosotros. Inclusive hay una escena, que no aparece en el corte final de la cinta, en la que Denham y su equipo matan, sin querer, a un ave bípeda y prehistórica, similar a una moa.

Los paralelos son producto del remake de Jackson. La cinta de Cooper no habla en ningún momento del pasado de los aborígenes que aparecen en la isla. Lo cierto es que King Kong (2005) es una cinta que habla sobre un grupo de seres humanos transgresores, que invaden la naturaleza prístina de la isla, matando todo lo que ven sin importarles qué es (a menos de que se trate de Kong, al que raptan, desvirtúan y presentan como trofeo en una sala de teatro en Nueva York). Salvo en el caso de Ann Darrow, la tripulación del Venture, y Denham específicamente, continúan con el rol que Saruman jugó en The Lord of the Rings: la modernidad que intenta embridar y asfixiar a la naturaleza, hasta que le sale el tiro por la culata. Esta vez, sin embargo, es Kong –y no Denham– el que se desploma a su muerte desde la punta de una torre, como Saruman. En la fantasía, nos dice Jackson, el autor se puede dar el lujo de castigar al villano; en el Nueva York de los treinta, el inocente es el que muere, fotografiado por decenas de lentes voraces, cumpliendo su destino ineluctable en una jungla de concreto que, tal y como aparece en la cinta, guarda similitudes con Skull Island (basta ver el amanecer desde el Empire State Building y el atardecer desde la guarida de Kong; la muerte inminente a manos de esos gigantescos murciélagos rata y los aviones que terminan acabando con su vida).

 

 

 

King Kong podría haber sido la obra maestra de Jackson. Es, sin duda, su filme más íntimo y más conmovedor, pero a la mezcla final le sobran ingredientes. A diferencia de cómo ocurrió en The Lord of the Rings, aquí Jackson no embrida su instinto gore, su proclividad hacia el exceso. La estampida de los brontosaurios es, por desde donde se le mire, una exageración: el equivalente jurásico a aquella secuencia en Braindead donde Lionel mata a cuarenta zombis con una podadora. En vez de tener muertos vivientes, aquí Jackson organiza una avalancha de dinosaurios cayendo unos encima de otros, como una gelatina de grasa prehistórica. No hay secuencia en la isla que no sufra de algún exceso: cuando el equipo de Denham cae al abismo, no es sólo un tipo de insecto gigante quien ataca a la tripulación sino veinte o treinta de ellos (el mejor es el gusano dentado que se come a Lumpy, una imagen que viene de The Frighteners); Kong no pelea con uno, ni con dos, sino con tres tiranosaurios al mismo tiempo; a Ann se le suben más bichos al cuerpo que a Kate Capshaw en Indiana Jones and the Temple of Doom. Y eso solo si hablamos de las criaturas y los monstruos. La primera parte –en Nueva York y en el Venture, rumbo a la isla– dura una hora que bien podría haberse reducido a treinta minutos (¿de verdad necesitábamos saber la historia de cada uno de los personajes del barco?) y hay quienes se quejan de que el último trecho de la cinta, de vuelta en Nueva York, contiene instantes que son de una cursilería imperdonable (Kong patinando en hielo, por ejemplo).

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