Han pasado casi diez años desde que se estrenó la primera parte de The Lord of the Rings y hace unos meses, Peter Jackson, el famoso director neozelandés, regresó al set de la Tierra Media para dirigir las dos cintas que compondrán The Hobbit, la precuela de su trilogía. En este texto, dividido en cuatro entradas, Daniel Krauze analiza la carrera de Jackson, los temas recurrentes en su filmografía, el mensaje detrás de sus cintas y sus fallas y aciertos como director.
Steven Spielberg, Robert Zemeckis, Ron Howard, Ridley Scott: los grandes cirqueros de Hollywood, para quienes el cine significa espectáculo. A diez años de The Lord of the Rings, sería difícil encontrar a alguien que no incluyera a Peter Jackson dentro de esa lista de titanes de la taquilla. La única diferencia entre los primeros cuatro y el director neozelandés es, aparentemente, su longevidad dentro de la industria. Todos han ganado Óscares, todos han dirigido cintas multimillonarias y todos son, hasta la fecha, capaces de levantar el proyecto que quieran con solo tronar los dedos.
Hollywood es una industria sin memoria. Un nuevo actor sorprende en una cinta taquillera, su rostro comienza a salir en marquesinas y portadas de revistas, y parece como si siempre hubiera estado ahí. Lo mismo ocurre con los directores. Hablamos de Peter Jackson, y parece como si habláramos de alguien que ha estado en la cima durante décadas. Olvidamos lo insólita que resultó la noticia de su contratación para filmar la trilogía de Tolkien; olvidamos que antes de eso el neozelandés era conocido por cintas ultra-gore, un drama más bien boutique y un estrepitoso fracaso en la taquilla. El éxito de Peter Jackson –o, al menos, el respeto que se le tiene en la industria– proviene del hecho insoslayable de que, en 1999, cuando New Line aprobó el proyecto de The Lord of the Rings, el director de Bad Taste era el candidato más improbable para dirigir una saga de ese calibre, sin precedentes en los grandes estudios. Que lo haya logrado, que la trilogía haya sido el éxito que fue, marcó un paso inesperado en una carrera que era, de por sí, sui géneris. Y basta con ver las primeras cintas de Jackson para entender qué tan extraña fue la decisión de New Line.
Las carreras de los directores –sobre todo las carreras de aquellos cineastas que no filman guiones que ellos mismos escriben– suelen ser desiguales. Porque dependen de material ajeno, porque rara vez parten de pulsiones íntimas, es difícil hallar temas recurrentes en la filmografía de Robert Zemeckis, Ron Howard y, en menor medida, de Steven Spielberg. Dentro de esta lista, sin embargo, Jackson es una anomalía. Desde Bad Taste, el neozelandés ha coescrito todas sus películas, convirtiéndose, de facto, en lo que los críticos esnobs llaman auteur. No obstante, a primera vista, ninguna característica –ni en tono ni en trama– de The Lord of the Rings está presente en sus anteriores cintas. Pensemos en aquella trilogía y en cómo podríamos describirla. Tal y como fue dirigida por Jackson, la obra de Tolkien es una historia contada en tres partes que se toma muy en serio, consciente de los aspectos románticos y heroicos de los libros, donde la comedia aparece a cuentagotas. Es, en suma, un filme de nueve horas con el ceño fruncido. Cualquiera pensaría que las seis anteriores cintas de Jackson darían atisbos de ese director que, con absoluta seriedad, decidió filmar los adorados libros de Tolkien. Por lo menos en la superficie, la realidad no podría estar más lejos de eso.
Bad Taste forma parte de esas películas a las que la frase “es tan mala que es buena” les queda como anillo al dedo. Protagonizada, dirigida, escrita y editada por Jackson, Bad Taste cuenta la historia de un grupo de alienígenas que invade un pequeño pueblo en Nueva Zelandia con la intención de raptar seres humanos, despedazarlos y, más adelante, vender su carne a una especie de McDonald’s intergaláctico (la película fue filmada en Pukerua Bay, donde nació Jackson). Los héroes de la cinta son un grupo de investigadores paranormales que debe acabar con la amenaza extraterrestre. El título (Mal gusto), no es gratuito. A lo largo de sus casi dos horas de duración, la ópera prima del joven neozelandés nos muestra a un alienígena regurgitando litros de un líquido verdoso que después beberán sus compinches; un hombre atravesando a un extraterrestre con una sierra eléctrica desde la cabeza, a través de todo el cuerpo, hasta salir expulsado por el ano; un nido de gaviotas hecho puré por un hombre en caída libre; una oveja explotando en mil pedazos; y decenas de decapitaciones, balaceras y cuerpos descuartizados. Después de estrenarse en Cannes, la cinta se vendió a decenas de países, convirtiendo a Jackson en una suerte de enfant terrible del género. Desde entonces, como deja patente el "detrás de cámaras" de Bad Taste, lo que llamaba la atención no era el producto sino el creador: un chico de Nueva Zelandia, un país prácticamente aislado del resto del mundo, de 27 años, autodidacta, que no solo dirigía, actuaba y escribía sino que era responsable de todos los rudimentarios efectos especiales de su cinta. Como explica el documental, Jackson no sólo diseñó y (literalmente) cocinó las máscaras de sus alienígenas: armó dollies para su cámara, inventó una especie de baratísimo steadicam y, para la secuencia final, en la que una nave espacial despega, construyó tres diferentes –y exactas– réplicas de una mansión neozelandesa. Durante todo el documental Jackson es la estrella, apareciendo en cámara para explicar paso a paso su filmación con una mezcla de extraña autoridad y un espíritu lúdico propio de un niño de diez años.
Si la primera cinta de Jackson es una cruza entre lo más burdo de George A. Romero y el humor descarado de The Evil Dead de Sam Raimi, su segunda película es una obra insólita que solo puede describirse como una mezcla de Noises Off de Michael Frayn, los Muppets en modo grand guignol y una mala telenovela. Para ser precisos, Meet the Feebles cuenta la historia tras bambalinas de un grupo de marionetas encargadas de montar un show de variedades para la televisión. Hay una vaca (Daisy) que es una especie de Norma Desmond en Sunset Boulevard: una estrella cuya carrera va en declive. Su productor, del que está enamorada, es Bletch, una morsa promiscua y narcotraficante. El resto del reparto incluye a un conejo con sida, a un roedor que en sus ratos libres graba películas snuff con ayuda del elenco, a una mosca que trabaja de manera clandestina para un periódico amarillista, a una lagartija drogadicta veterana de Vietnam y a una gata que está dispuesta a todo por robarle el papel principal a Daisy. La cinta culmina en una orgía de sangre y peluches destazados, digna de Inglourious Basterds.
A pesar de que Meet the Feebles marca la primera vez que Jackson colaboró con Fran Walsh, su pareja y coguionista habitual, la trama de su segunda cinta es tan descuidada como la de Bad Taste. Jackson parece estar más interesado en los momentos grotescos y humorísticos, en la logística detrás de sus múltiples marionetas, que en la historia misma. Meet the Feebles explora las capacidades del cine para crear personajes ficticios que parezcan medianamente verosímiles, y es, en ese sentido, el primer eslabón que llevaría a la creación de Gollum. El resto de la cinta resulta indiscutiblemente elemental: el lenguaje cinematográfico es pobre y la edición perezosa.
Tanto Bad Taste como Meet the Feebles parecen creadas por un director que no quiere –o no intenta– ver más allá de las dos islas que componen su país. Ambas, por ejemplo, tienen chistes incomprensibles para quien no haya vivido en Nueva Zelandia o, por lo menos, visitado aquel lejano país. Al principio de Bad Taste vemos a Derek (interpretado por Jackson) platicar por walkie-talkie con un colega suyo sobre la posibilidad de que los alienígenas invadan alguna gran ciudad neozelandesa. “Pueden invadir Christchurch, Wellington… ¡Auckland!”, exclama Derek, para después añadir: “Bueno, quizás no estaría mal que invadieran Auckland.” La relación entre Wellington, la capital (en la que nació Jackson), y Auckland, la urbe más poblada del país, es difícil; los wellingtonians se burlan frecuentemente de los aucklanders. Esto, por supuesto, es un matiz propiamente neozelandés que le resultará incomprensible a la gran mayoría de espectadores del resto del mundo. Algo similar sucede en Meet the Feebles. Durante una de las filmaciones snuff, el roedor muestra a la cámara otros títulos que ha grabado. Uno de ellos se llama They Bone People, una alteración pornográfica del nombre de una de las mejores novelas neozelandesas del siglo pasado: The Bone People, escrita por Keri Hulme y ganadora del Booker Prize en 1985.
Desde entonces, Jackson se perfilaba como un autor que, filmando historias absurdas o no, jamás olvidaría sus raíces neozelandesas.