El hallazgo de 72 migrantes centroamericanos, ocurrido el 25 de agosto de 2010 en un rancho del municipio de San Fernando, Tamaulipas (a mitad del camino entre Ciudad Victoria y Matamoros), fue prioridad en la agenda de los medios nacionales; sin embargo, en muchos de los diarios locales la nota no llegó a portada. El 5 de noviembre se vivió una jornada violenta de más de ocho horas de enfrentamiento entre el Ejército, la Marina y pistoleros del cártel del Golfo que terminaron con la muerte de Ezequiel Cárdenas Guillén y cuatro miembros de su escolta personal en Matamoros. De nuevo, la nota apenas si alcanzó alguna mención en las primeras planas locales a la mañana siguiente.
A partir de algunos testimonios recogidos en Nuevo Laredo hace algún tiempo, Ciro Gómez Leyva declaró muerto el periodismo en esa ciudad. A poco más de un año de escribir esas líneas, tuvo que reconocer que en otros lugares del estado pasaba lo mismo, luego que dos reporteros de Milenio a los que él mismo asignó para viajar fueron secuestrados, y obligados a salir bajo amenazas de Reynosa. Un reporte de Alfredo Corchado, enviado de The Dallas Morning News completó el panorama y mostró que aquel incidente se insertaba en un contexto mucho más grande, pues en apenas 14 días otros seis periodistas habían corrido igual o peor suerte en aquella ciudad fronteriza.
Algo pasó en Tamaulipas en aquellos días que el periodista Jorge Luis Sierra definió como “el ensayo de silenciamiento de medios más grande en la historia de México”. La lección nos salió barata; dos reporteros asustados pero a salvo en el Distrito Federal nos permitieron corroborar —como lo advierten los relatores especiales para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos y de las Naciones Unidas— que en nuestro país hay comunidades totalmente silenciadas por el efecto paralizante que genera el clima de violencia e impunidad, que la violencia contra los periodistas y comunicadores tiene un efecto multiplicador que impacta y genera autocensura.
Cifras de organizaciones como Artículo 19, Cencos y el Cepet coinciden en que los ataques contra periodistas en Tamaulipas no llegan ni a la mitad de las denunciadas en Chihuahua en los últimos dos años1 .
En esta última entidad, El Diario de Ciudad Juárez ha admitido públicamente que los grupos de narcotraficantes que se pelean el control de aquella ciudad se han convertido en las autoridades de facto, a tal grado que el pasado mes de septiembre, tras el asesinato de uno de su fotógrafos, dedicó su editorial a los narcos locales a los cuales preguntó, en un intento desesperado por obtener una tregua, “¿Qué quieren de nosotros?”.
Si el periodismo ha logrado abrirse paso en una ciudad violenta como Juárez, mientras en otras como Matamoros, Laredo, Tampico o Reynosa no ha encontrado el camino, se debe —así me lo explica un reportero de Ciudad Victoria— a la complicidad que existe entre autoridades y narcotraficantes, y al control absoluto que ejercen estos últimos sobre la información en Tamaulipas.
Ahí, no se puede cubrir nada a menos que ellos (Los Zetas) lo autoricen; directamente o por medio de reporteros de policía a quienes pagan, dictan órdenes de información, esquelas y aun notas de sociales (el periodista me muestra una fotografía de una fiesta infantil y una hoja de libreta con un pie de foto escrito a mano con los nombres de los familiares de un jefe de plaza: “el show estubo a cargo del sr Margarito Esparza. Tabien hubo un bonito grupo musical de esta capital asi como tambien un karaoke, esto se llebo acabo en una bonita alberca”).
A los periodistas que no cumplen con las órdenes —aquí coincide con Jorge Luis Sierra—, se les secuestra, se les cuelga de las muñecas y se les somete a una tabliza: una brutal golpiza con una tabla de madera en la espalda baja y las nalgas, que les impide ponerse de pie por meses. El último dato es aún más revelador: el sueldo promedio de un reportero en Ciudad Victoria es de 2 mil 600 pesos mensuales antes de impuestos; los más experimentados, dice mi entrevistado, alcanzan los 4 mil 600 pesos, también por honorarios.
Formado en Ciudad Juárez, José Pérez-Espino, editor del semanario Día Siete, explica que en aquella ciudad el proceso ha sido diferente. Sostiene que hay reporteros y directivos con mejores ingresos que los de algunos diarios del Distrito Federal, además de que existe un interés permanente por mejorar sus prácticas periodísticas y buscar actualización profesional.
Desde inicios de los noventa, se crearon unidades de investigación, lo que permitió a las nuevas generaciones desarrollar estándares éticos y tener una perspectiva diferente. Las fuentes oficiales se volvieron secundarias, así que por vocación e interés personal, muchos periodistas han optado por ejercer un periodismo social, a partir de las normas del periodismo de investigación. Para él, la experiencia acumulada se refleja en la cobertura de temas relacionados con la violencia criminal: los medios y reporteros no se asumen como agentes del Ministerio Público y no señalan a nadie como delincuente. Narran lo que sucede.
En Tamaulipas se refugian buenos periodistas que tienen que cuidar su integridad escribiendo notas sin firma para sus medios; sin embargo, en la región florecen también los diarios digitales entre cuyas funciones está la de hacer prevalecer la versión de uno de los grupos delincuenciales en disputa y señalar a esos periodistas. El objetivo, me dice el corresponsal de un medio de presencia nacional, es intimidar a otros reporteros para eliminar la competencia, asustándolos y poder manipular y cobrar por información publicada o por el silencio, según sea el caso.
El periodismo no está muerto en el noreste: está buscando cauces, piensan algunos; es solo que mientras los encuentra, el silencio es de alto valor.
[1] Entre 2009 y 2010, Artículo19 y Cencos registraron 42 agresiones a periodistas en Chihuahua, contra 17 en Tamaulipas. En el mismo periodo, el Cepet documentó 32 ataques contra informadores en Chihuahua y 15 en Tamaulipas.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).