Sobre el reciente caso de los acusados por el FBI de ser agentes de un gobierno extranjero sin registro para operar en EE.UU., mucha tinta ha corrido; opinionistas a diestra y siniestra hacen mofa de una operación a todas luces fallida. Es tentador sumarse. ¿Qué mayor muestra de la anestesiante capacidad norteamericana para asimilar extranjeros que un espía sumergido en el mismo malestar suburbano que permea a la clase media? En el teatro del capitalismo financiero, ¿habrá algo más fársico que alguien que personifique involuntariamente al overachiver (posgrado en Harvard, dios mío) vuelto emprendedor fallido?
A todo ello se suman sonadas burlas sobre la ausencia de logros que supusieran un riesgo a la seguridad nacional y los blancos seleccionados, tan lejos de la Casa Blanca y el Pentágono. Sin embargo, tras la guasa generalizada siempre puede apreciarse el rumor de una risita nerviosa, aquella que evidencia nuestras propias limitaciones. Entre tanta broma, si algo queda claro es que prevalece en los medios una noción ingenua del espionaje como actividad intrigante y truculenta. También, y más serio, que en el exterior hay un reconocimiento al hecho de que el mundo de las finanzas, la academia y los think tanks posee puertas giratorias con el de la política. Sólo un consumado insider posee suficiente cinismo para negarlo.
En una sociedad abierta, las personas cruzan de un ámbito a otro con relativa facilidad, es cierto. Esa convivencia, creo, acarrea más beneficios que otra cosa. El problema, y esto es una debilidad democrática, es que en ella sean más comunes las filtraciones a los medios y que tales violaciones, además de no ser castigadas, gocen de legitimidad social cuando no todo informante es un desinteresado whistleblower.
Ahora bien, ¿una sociedad abierta no pone ella misma en entredicho la necesidad misma de espiar? Para un par de generaciones según las cuales no hay nada que las redes sociales, Google o un buen hacker sean incapaces de revelar, la respuesta es positiva. Acostumbradas al retroceso de la esfera de su privacidad y desconfiadas de cualquier proceso gubernamental, a sus ojos no hay nada que justifique la secrecía estatal. Espiar para ellos resulta anacrónico, una indeseada herencia de la Guerra Fría.
A diferencia del comercio donde los acuerdos de confidencialidad son cada vez más generalizados, hay demasiados filtros y llaves en el gobierno para que se encuentre en riesgo algún gran secreto. Y respecto a la información sensible, tendremos que acostumbrarnos a que aparezca rutinariamente en Wikileaks. No obstante, la labor de inteligencia se parece hoy día al trabajo del arqueólogo, quien a diferencia del caza tesoros no anda tras de objetos en sí sino de la información que tales objetos permitan inferir. Para ello, en el caso que nos ocupa, no hay nada tan valioso como la interacción humana.
Alguien en el Wall Street Journal mencionaba con razón que la importancia del espía radicaba en su capacidad para atar cabos y detectar debilidades. No sabemos con certidumbre cuán hábiles hubieran sido para explotarlas los diez agentes hasta hace unos días bajo custodia de las autoridades estadounidenses. La decisión de los rusos de aceptar un intercambio de espías quizá sea más un mensaje de solidaridad para el resto de sus agentes que un reconocimiento de la importancia de estos infortunados. Ellos, los que se quedan, son su prioridad. Pues las fallas humanas están allí a la espera del mejor postor para fructificar. Siempre habrá alguien víctima de su propia soberbia, resentimiento e indiscreción. O alguien incapaz de negarse a una hermosa pelirroja. Tan sencillo y complicado como eso.
– Julián Etienne
Escritor, editor y crítico de medios.