2012, el cataclismo y la catarsis

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2012, de Roland Emmerich

La destrucción del planeta ya no es lo que era.

Hubo un tiempo en que contemplábamos con pavor, inquietud o angustia incendios, terremotos, tsunamis, volcanes en erupción y demás catástrofes. Hoy ya no nos aterra el destino de la tierra y cada vez nos sentimos menos culpables por el daño que le provocamos. Hoy vemos los cataclismos con cinismo, como la inevitable revancha del planeta o una oportunidad de hacer tabula rasa y volver a comenzar.

2012, la nueva fantasía apocalíptica del realizador de filmes con megapresupuestos y reconocido destructor de mundos, Roland Emmerich, transgrede las fórmulas usuales de este tipo de entretenimiento con dos grandes atrevimientos: el presidente afroamericano no es Morgan Freeman sino Danny Glover y el héroe que debe enfrentar el desmoronamiento del planeta, mientras trata de salvar a su fragmentada familia no es Nicholas Cage sino John Cusack. Una vez entendidas las divergencias de este filme con el esquema dominante de la cinta de desastre (aquel que rige desde los tiempos de Deluge, de Felix Feist, 1933), podemos abordar los atisbos de intuición, originalidad y humanidad en esta obra.

Como toda obra apocalíptica 2012 trata de resumir las patologías, taras y obsesiones de la Zeitgeist en unos cuantos minutos antes de entregarse a la destrucción. En este caso, como en Deep Impact (Mimi Leder, 1998), Knowing (Alex Proyas, 2009) y la universalmente satanizada The Happening (M. Night Shyamalan, 2008) la humanidad confronta un fenómeno planetario que implica la extinción de la especie. La destrucción, supuestamente anticipada en las profecías mayas, hopis y varias más se materializa no por la alineación de los planetas sino porque una serie de intensas explosiones solares lanzan una lluvia de neutrinos que desestabilizan la corteza terrestre, que a su vez provoca que los continentes se muevan, rompan, hundan y choquen llevando a las especies terrestres a su fin en una suerte de montaña rusa apocalíptica.

Nuevamente, los líderes del mundo (bueno, no de todo el mundo, sólo del Grupo de los 8) deben elegir a una serie de personas sobresalientes (tanto por sus genes privilegiados como por sus inmensas fortunas) para sobrevivir al cataclismo a bordo de arcas acorazadas que han sido diseñadas con la esperanza de sobrevivir al cataclismo.

Para Emmerich, un veterano del género, quien en 1996 dirigió la invasión extraterrestre de Día de la independencia, el ataque de un rejuvenecido e insólitamente grácil Godzilla en 1998 y el congelamiento de Norteamérica en The Day After Tomorrow (2004), imaginar la total destrucción de la humanidad no podía ser tarea fácil, en cierta forma había que reinventar el poder telúrico para convertirlo en una narrativa irónica. Así, Emmerich comienza su cruzada desapareciendo California, cual Sodoma y Gomorra contemporánea, en un guiño necrófilo a Hollywood y a su gobernador, quien sucumbe a un terremoto mientras afirma que ya no hay nada que temer. La Capilla Sixtina se parte exactamente en la separación entre los dedos del hombre y Dios en la Creación del Hombre, de Miguel Ángel. Destruir la Casa Blanca por segunda vez (tras la espectacular y emblemática explosión con un rayo alienígena en Día de la independencia) hubiera resultado intrascendente de no ser por que lo hace lanzándole encima el portaaviones John F. Kennedy, un navío que fue retirado en 2007. El presidente al que le toca presenciar el fin de los Estados Unidos, como Obama, ha heredado un problema irresoluble cargado de dilemas morales, los cuales terminan por llevarlo a “hundirse con su barco”.

Pero si bien la compulsión de Emmerich es destruirlo todo de las maneras más sorprendentes e innovadoras posibles en dos horas 37 minutos, le resulta imposible innovar en términos del reparto de sus víctimas y sobrevivientes: ahí tenemos a Woody Harrelson en el papel de Charlie Frost, un teórico de la conspiración que hace eco de Randy Quaid, quien en Día de la independencia había sido secuestrado por extraterrestres, tenemos también a Chiwetel Ejiofor en el papel de un científico atribulado por la destrucción y atormentado por la injusticia de no haber prevenido a tiempo al mundo (y por el hecho de que los asientos para las arcas se vendieran a mil millones de euros cada uno), está el político ambicioso y sin escrúpulos y está un lujoso crucero que es volteado por una enorme ola en homenaje al Poseidón, de la aventura con que Ronald Neame revivió al género en 1972.

Cada construcción que se derrumba es un ejercicio de mecánica llevado al extremo y simulado en una fabulosa “granja de rendiciones”, una poderosa red de computadoras consagradas exclusivamente a crear animaciones digitales. Pero si bien es notable el realismo de las imágenes de la tierra abriéndose para devorar urbes completas, de monumentos, rascacielos y autopistas desplomándose y millones de seres siendo tragados por inmensos tsunamis, resulta totalmente inverosímil que el primer ministro italiano decida sacrificarse junto con su familia y pueblo mientras reza en la plaza de San Pedro, en una misa oficiada por el propio Papa, quien por alguna razón increíble y misteriosa tampoco aborda las arcas de la salvación.

En los filmes de Emmerich la muerte se presenta como algo inmenso y masivo, incapaz de provocar emociones profundas ni distraernos por más de unos segundos de la diversión. Hay una caravana de personajes caricaturescos y planos que tienen la misión de humanizar la tragedia (en particular mediante lacrimógenas despedidas telefónicas), pero esto lo hacen al evocar convenciones, no al mostrar personalidades creíbles o emociones reales. Y esto es legítimo en un contexto donde lo que realmente cuenta es que la destrucción suceda a toda velocidad y siga un patrón “lineal”, es decir que el héroe y su familia puedan escapar de ella con tan sólo acelerar. No se trata de que el mundo se desmorone entorno a ellos, sino un milisegundo detrás de ellos. En gran medida un filme como este está más cerca del juego de video que de la narrativa fílmica.

Acusar de inmoralidad o de frivolidad a un filme como este es tan absurdo como rechazar la violencia en las pinturas de Hieronymus Bosch o los grabados infernales en algunas pagodas budistas del sudeste asiático. La destrucción, el genocidio y las torturas infernales siempre nos han entretenido y fascinado. Por supuesto que resulta incómodo comparar 2012 con arte, sin embargo, este filme es una de las expresiones más puras y brillantes de lo que Hollywood hace mejor, de ese arte popular dinámico, autorreferencial, complaciente y apabullante que es el cine comercial.

El filme de desastre es una forma de catarsis masiva y 2012 cumple con su función catártica. Algunos podrían decir que representa un alivio y una ruptura con las narrativas post 9-11 y su martirologio patriotero. 2012 es un ejercicio de camp vertiginoso que juega con nuestras expectativas y trata constantemente de anticiparlas con un afilado y negrísimo sentido del humor.

– Naief Yehya

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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).


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