Seamus Heaney
Obra reunida
Traducción e introducción de Pura López Colomé
México, Trilce/Conaculta/UANL,
2015, 556 pp.
En una entrevista publicada en The Paris Review, Seamus Heaney hablaba del contenido político de la poesía de Auden. “¿Será demasiado elaborado decir que Auden fue un poeta cívico antes que un poeta político?” La distinción era certera. Auden habló con la voz de la calle, la voz del día. Sus poemas tienen fecha. Heaney apreciaba al hombre preocupado por su tiempo que no cayó en el alegato del panfleto o la alabanza. No podría decirse lo mismo de Heaney. Como Auden, es también un poeta con hondo valor político. Pero el sentido de su compromiso es muy distinto porque viene de otro ámbito. No es un poeta de la ciudad. Tampoco podría decirse que es, propiamente, un poeta del campo. Situado en el universo de la infancia y el territorio del mito proyecta una voz muy distinta: la de la autoridad poética.
Relación compleja la de la política y la poesía. Ya lo decía Paz: la política envenenó a los mejores hombres del siglo XX: los engañó, los humilló, los enloqueció, los envileció. ¿Cómo ha de hablar el poeta de su tiempo, de los dramas de su historia? Seamus Heaney (Derry, Irlanda del Norte, 1939-Dublín, 2013) no se desentiende de la violencia del presente, del conflicto, de la pasión que ciega y mata. Tampoco elige uno de los bandos en pugna. Su poesía es rechazo simultáneo de la indiferencia y de la idolatría. Su palabra se inserta en el presente para ofrecer sentido, para defender la belleza, para ennoblecer la lengua común, para nombrar los horrores, para iluminar esperanza. Su sentido de responsabilidad poética lo coloca en un sitio equidistante del diletantismo y la militancia. Su autoridad no se eleva por los cielos sino, por el contrario, se entierra. La suya es la autoridad del suelo, de la tierra, de la lengua. No es extraño que su colección poética más extensa lleve ese nombre: suelo abierto. Lo supo desde los poemas de Muerte de un naturalista: su pluma no es surco de tinta, es hendidura en la tierra. Escribir es cavar, escombrar, sembrar, sepultar, exhumar. Autoridad de la tierra, del suelo generoso. El abrazo que nos envolverá hasta el fin de los tiempos.
Durante los años setenta, tiempos de violencia, de quemantes disyuntivas en Irlanda del Norte, una línea de Shakespeare rondaba su cabeza. Venía del soneto 65: frente al devastador imperio del tiempo que todo lo carcome, ¿cómo podría la belleza exponer sus argumentos? ¿Cómo podría hacerlo si su energía tiene la flacidez de una flor? Tal vez la obra de Heaney es el anhelo de contestar esa pregunta: defender la belleza sin rehuir las afrentas del horror. Hacer de la poesía un testimonio de la esperanza. La poesía como energía reparadora: “la imaginación que obliga a retroceder a la opresiva realidad”.
Editorial Trilce ha reunido los seis libros que Pura López Colomé ha traducido al español a lo largo del tiempo. La edición no es solo impecable, es ingeniosa. Acoge la versión original sin engordar el volumen hasta lo inmanejable, esconde poemas en donde menos se espera. La versión de López Colomé es admirable. Sus versiones cuidan sentido y sonido. La pedregosa música de Heaney encuentra en nuestra lengua nuevos aires. El primer regalo de Heaney es, sin duda, la delicia de su sonido: guijarros que se saborean en el paladar, los labios y los dientes. En el español de Pura López Colomé, esa rocosa melodía encuentra otro instrumento.
Incertus fue el primer nombre con el que Heaney firmó sus poemas. Vacilante, indeciso sobre el sitio y el papel de la poesía. Hacer o contemplar. La isla de las estaciones es, tal vez, el libro en que el poeta confronta sus vacilaciones. Un peregrinaje hacia el tono. Los fantasmas lo acosan para exigirle lealtad. El cura, el profesor, el primo asesinado le exigen la entrega de su palabra. Otro fantasma, Joyce, lo rescata:
Su voz, remolino de las vocales de todos los ríos,
regresó a mí, aunque aún no hablaba,
una voz como de fiscal o de cantante,
astuta, narcótica, mímica, definida como de punto metálico de pluma, rápido y limpio.
De pronto golpeó un cesto de basura
con el bastón, diciendo: “Tu obligación
no queda anulada por un rito cualquiera:
lo que te corresponde debe hacerse a solas,
así que reanímate. Lo principal es escribir
con un placer profundo. Cultiva un anhelo de trabajo
que imagine su puerto como tus manos de noche,
soñando el sol en la peca de algún pecho.
Has ayunado, estás aturdido, eres peligroso.
He aquí el punto de partida. Y no seas tan solemne
que otros se cubran con sayal y con cenizas.
Déjate ir, suelta amarras, olvida.
Has escuchado suficiente. Ahora emite tu propia nota.”
La lealtad a la poesía no llama a ninguna traición. Como Brodsky, Miłosz y Herbert entendió que la poesía debía alejarse tanto del fanatismo como de la indiferencia. Imposible negar el presente común. Política y poesía son para él, a final de cuentas, dos afanes de la cohesión.
“La comunidad a la que pertenezco –dijo en una entrevista– es católica y nacionalista. Creo que la fuerza de un poeta es hoy, y espero que mañana lo siga siendo, mantener la eficacia de su propio mythos, su propia coloratura cultural y política, más que servir a una estrategia momentánea de sus líderes, de su organización paramilitar o de su propia entidad liberal. Creo que la poesía y la política son, de modos distintos, una articulación, un ordenamiento, una voluntad de darle forma a virtudes rudimentarias, prejuicios, cosmovisiones.”
En el oído del poeta, en su voz se afirma un lenguaje, es decir, un nosotros. No es extraño que muchos ensayos suyos toquen directamente este sentido de responsabilidad, ese llamado moral. El gobierno de la lengua se titula uno de ellos. Diálogo entre lo imaginario y lo palpable, viaje de los huesos a los espíritus, travesía de lo mítico a lo doméstico, su poesía cultiva una esperanza. A pesar de los horrores, confía, con Simone Weil y Václav Havel, en que algo tiene sentido. Fascinación por los utensilios, las herramientas, los muebles, los trastos, ese vínculo íntimo del cuerpo con las cosas y el tiempo. Inquietud por los huesos, los fantasmas, los muertos. Una pluma que escarba y desentierra lo nutricio y lo macabro: la papa y los cráneos. En “El diván” recuerda una vieja silla que acuna generaciones. No es pieza intocable. Cualquier cosa, dice, podrá imaginarse de nuevo. Ahí está el servicio de la poesía. Dar ojos nuevos, dar forma fresca a lo heredado. La autoridad de la poesía no radica en su mando ni en su obediencia sino, como diría Miłosz, en su encanto. Hay milagros en el arte, como lo hay en el cactus que susurra lluvia:
Voltea el palo de lluvia y lo que pasa
Es una música que nunca imaginaste
En los oídos. En un tallo de cactus,
Aguacero, embestida a la esclusa, derrame,
Resaca. Y como si el agua tocara la gaita
Te quedas quieto: lo mueves otro poco
Y un diminuendo corre por todas las escalas
Como una coladera que dejara de gotear. Y viene
De nuevo, un salpicar de gotas desde las hojas frescas;
Luego, perlas sutiles sobre pasto y margaritas;
Luego briznas esplendorosas, casi alientos de aire.
Voltéalo para el otro lado. Lo que pasa
No sufre merma por haber pasado ya
Una, dos, diez, mil veces antes.
¿Qué más da si toda la música que rezuma
Es caída de arena o semillas secas por un cactus?
Eres el hombre rico que entra al cielo
Por el oído de una gota de lluvia. Oye, óyela de nuevo.
El ideal de su poesía fue “ser fuente de verdad y a la vez vehículo de la armonía”. Un artefacto humildemente poderoso, capaz, dijo en Estocolmo, de persuadirnos de la bondad, a pesar de las muchas evidencias del mal. La imagen descubierta, el ritmo que envuelve, el maridaje de los sonidos, la insólita asociación de las palabras es ya una “protesta contra la necesidad”. En su versión de La cura en Troya puede leerse esta confianza en el milagro:
Los hombres sufren
Se torturan los unos a los otros,
Se lastiman, se endurecen.
No habrá poema, drama o canción
Que remedie la injusticia
Sufrida o cometida.
[…]
La historia dice: pierde la esperanza
En este lado de la tumba.
Pero, de pronto, una vez en la vida,
La ola tanto tiempo esperada
De la justicia puede levantarse,
y lograr que la esperanza y la historia rimen. ~
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).