¿Cuántas historias de terror de artistas o gestores que huyen de la burocracia hemos escuchado? Es legendario el escenario de quien llega de la iniciativa privada al gobierno planteando que, ahora sí, el cambio empezará y los años de crítica sistemática servirán para proponer planes, proyectos y programas que sí funcionen. Conocemos la mayoría de los finales: el infierno de la burocracia permite hasta cierto punto el cultivo y la siembra pero el florecimiento parece destinado a la utopía. “Es gobierno, las cosas son así”, me dijo alguien cuando critiqué las ocurrencias de varios proyectos o las decisiones unilaterales y sin sustento. “Nosotros no somos políticos, haremos las cosas de otra manera.” Pero, al final, no. El monstruo burocrático de las mil cabezas parece arremeter contra todas sus posibles conquistas.
Pero, ¿es verdad que ningún mecanismo burocrático que ha inventado el gobierno (instituto, consejo, secretaría) sirve para vincular a la sociedad con sus artistas, para potenciar el trabajo de los creadores, para difundir los tesoros artísticos de un país? “Tener fe en el progreso no quiere decir que se haya producido algún progreso. Eso no sería tener fe”, afirmó Kafka.
“Es imposible hacer algo desde el gobierno”, me dijo un colega al día siguiente de renunciar a la oficina en la que trabajábamos.
En el día a día, al menos en el ámbito estatal, hay ambiguas diferencias entre secretaría, consejo o instituto. Pero fuertes similitudes: pocos recursos, ocurrencias, falta de planeación. ¿Por qué recordamos a tal o cual administración entonces? Por las personas y las decisiones que estas han tomado. Y la claridad de su proyecto. O por la incoherencia desde el principio hasta el final.
Me parece que casi ningún proyecto cultural cumple esta sencilla jerarquía: Diseño, Plan Nacional, Programa Nacional y Proyectos. Las nuevas ideas de “gestión” se plantean desde lo empresarial: recursos humanos, financieros y materiales, pero se olvidan de lo importante: recursos culturales. Y lo que nunca ocurre: la comunidad dentro de la toma de decisiones. Lo que distrae siempre es la ocurrencia, esa bestia negra de ensayar una idea “novedosa”, “experimental”, “que funciona en Europa” pero que, sin analizar las condiciones de un cierto espacio y tiempo, se vuelve un retroceso costosísimo para la administración.
Una oficina de gobierno (de cualquier índole) es un microcosmos del país. Mirando afuera podemos ver adentro y viceversa. El año se reduce al informe final, números que no dicen nada y acciones a medias. ¿Es prioritario que una exposición convoque a cinco mil o a cien mil personas? ¿Es más importante un proyecto aislado de fomento a la lectura que cueste un millón de pesos y afecte a siete mil personas que un proyecto de un plan integral que invierta cincuenta mil pesos y llegue a la misma cantidad de personas? Para la balanza de estas nuevas “empresas culturales” sí. De alguna forma es menos espectacular si se instalaron los proyectos A, B y C y la continuidad sea A, B, y C. Lo ideal, para esos líderes culturales de última generación, de doctorados en el extranjero, de hambre de visibilidad, es saltarse, ¿por qué no?, al Y y Z. ¿Por qué? La razón: la inercia gubernamental, ese tedio de la vida cotidiana y pública, parece ofrecer una sorpresa ante los dictados de la ocurrencia: “esto funciona en París, se hace en Lisboa, se aplaude en Moscú”, entonces debe funcionar en México. Cuando no resulta, el soberbio funcionario público contraatacará: “es que nadie entiende el proyecto, les falta viajar, leer, entender”.
Mientras no se respete ni atienda la secuencia: Plan, Proyecto, Programa, no habrá resultados exitosos. Mientras no se tome en cuenta el factor “recurso cultural” dentro de la administración pública, las diferencias entre secretaría, consejo, instituto serán poco claras. Así que, por el momento, no debería interesarnos su nombre gubernamental.
Durante mucho tiempo estuve convencido de que la simbiosis entre artista y burócrata era el gran secreto. He visto a artistas resolver un oficio en media hora y concebir un eje rector e imagen de una escuela de escritura en minutos. Y he visto a burócratas completar sin problemas una planificación de presupuestos y lanzar ideas del “festival de la tortilla literaria” como si fueran enchiladas. Ahora no sé bien en qué momento debe introducirse lo creativo. Pienso en lo que Karla Zárate ha dicho: “Los representantes de las instituciones son los árboles a los que Kafka se refería: ‘aparentemente yacen en un suelo resbaladizo, así que se podrían desplazar con un pequeño empujón. Pero no, no se puede, pues se hallan fuertemente afianzados en el suelo. Aunque fíjate, incluso eso es aparente’. El suelo es el poder, la apariencia es su oficio.”
A mi parecer, todavía es una etapa temprana para hablar de la gestación de ese prohombre que es el “gestor cultural”, alguien con lo mejor de ambos mundos. ~