Vietnam: miradas de la guerra

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Nick Ut es autor de la que tal vez sea la imagen más icónica de la guerra de Vietnam. Muestra a una niña que corre sobre una carretera, desnuda porque el napalm, la gelatina inflamable tan usada en aquel conflicto, le quemó la ropa. Lleva los brazos extendidos y la boca abierta en llanto porque sigue quemándole la piel. Desde la primera plana del New York Times, “El terror de la guerra”, como se titula la foto, alimentó la indignación y el hartazgo ante una guerra que ya duraba siete años y que se había cebado con seres indefensos como Kim Phuc, que es el nombre de la niña. Fue retomada en distintos medios y recibió el premio Pulitzer. Ut, quien es hasta la fecha corresponsal de Associated Press, se hizo fotógrafo a los catorce años, en 1965, luego de que su hermano Huynh Thanh My, quien antes que él fue fotógrafo y estuvo afiliado a la misma agencia, muriera en medio de un combate en el delta del Mekong.

El Museo de los Vestigios de la Guerra de Vietnam es uno de los destinos predilectos de quienes visitan ciudad Ho Chi Minh, que en 1975, hace cuarenta años, dejó de llamarse Saigón. El museo fue abierto en septiembre de ese año, apenas cuatro meses después de la conclusión de la guerra, como la Casa de Exhibición de los Crímenes de Estados Unidos y sus Títeres. El actual nombre, adoptado en 1995, da fe de la normalización de las relaciones entre ambos países. Lo que se entiende por vestigio ahí abarca una amplia gama de objetos: armas, aviones, tanques y helicópteros que portan las insignias del ejército estadounidense, fotografías que denuncian la brutalidad de sus soldados; montículos de bombas no detonadas, dioramas que muestran las condiciones en que vivían los prisioneros de guerra capturados por las tropas sudvietnamitas. Una sala está dedicada especialmente a los horrores causados por los defoliantes químicos, con todo y algunos fetos nacidos con deformidades y conservados en formol.

El museo también aloja una exposición llamada Réquiem, que reúne el trabajo de 135 fotoperiodistas de once países que murieron en acción entre 1954 y 1975 en Vietnam, Laos y Camboya. La exposición partió de un libro de 1997: Requiem: By the photographers who died in Vietnam and Indochina fue editado por Horst Faas y Tim Page, quienes en su momento también cubrieron la conflagración. Se presentó en varias ciudades del mundo antes de aterrizar de manera temporal en el Museo de los Vestigios en 2000; más tarde fue incorporada de manera permanente a la colección.

En Réquiem se ponen en juego dos visiones distintas sobre la guerra y sobre el sentido de la fotografía de guerra. Está, por un lado, la de la prensa occidental. Los corresponsales que llegaban a Vietnam de manera voluntaria, en misiones de algunas semanas que podían abandonar si lo deseaban. Iban en busca de imágenes crudas, tomadas bajo “la creencia de que el acceso libre y abierto a la violencia significa que la información es neutral, balanceada y veraz”, citando a la antropóloga Christina Schwenkel.

Estos fotoperiodistas actuaban conforme a la máxima periodística de la objetividad: capturar una placa era su forma de intervenir en el conflicto. Nick Ut, por ejemplo, fotografió a Kim Phuc antes de socorrerla, extinguiendo el napalm ardiente y llevándola al hospital. Es afortunado que lo haya hecho, qué duda cabe, y también es significativo que la placa que pasó a la historia sea la que muestra a Phuc cuando corre en busca de ayuda, y no algunas de las que se tomaron instantes más tarde, cuando ya era socorrida.

Los fotógrafos que cubrieron la guerra desde el lado norvietnamita tenían un propósito distinto. Dado que la guerra ocurría en su propio país, sus coberturas se extendían durante meses o años. Eran considerados “soldados culturales de la Revolución”, no testigos imparciales de la misma. Les interesaba destacar los avances militares de su facción y denunciar las atrocidades cometidas por el enemigo, y también mostrar “las virtudes, esperanzas, esfuerzos y triunfos de la Revolución”, en palabras de Schwenkel.

Estas fotografías podrían ser fácilmente desestimadas como propaganda. En una de ellas, de Doan Cong Tinh, una soldado norvietnamita carga una caja de pertrechos con gesto decidido mientras cruza un pantano que le llega a las rodillas, en tránsito por la ruta Ho Chi Minh. En otra, varios combatientes de ese mismo bando le sonríen al objetivo tras un combate victorioso. Aun si la realidad en el campo de batalla hubiera sido otra, la prensa occidental no podía darse el lujo de hacer un retrato abiertamente optimista del día a día de la conflagración; la objetividad le exigía denunciar “el terror de la guerra”, y no los momentos de calma o las expresiones de solidaridad que también emergen en medio del caos. La visión norvietnamita, destinada a apuntalar el frente interno, debía producir un relato según el cual la victoria sobre Estados Unidos se estaba construyendo y estaba cada día más cerca de alcanzarse: debía inspirar valor, no infundir miedo.

En la placa que enlista a los reporteros cuya obra se recoge en el libro Requiem figura el hermano muerto de Nick Ut. Como sudvietnamita que cubría la guerra para medios occidentales, en otro tiempo Huynh Thanh My habría sido desplazado a la categoría de títere del imperio por el lenguaje del régimen comunista: aquí es uno más de entre quienes murieron para dar a conocer una verdad. Requiem contrapone así diversos registros que a su vez apuntalan versiones históricas. Es un experimento en lo que Schwenkel llama la “creación trasnacional de la memoria”, que puede ser una forma sensata de reconstruir los sucesos del conflicto que unos vivieron desde la sala de su casa y otros desde túneles cavados en lo profundo de la selva. ~

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es editor digital de Letras Libres.


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