El clasicismo sostiene que la perfección es el mejor antídoto contra el envejecimiento de la literatura. La vanguardia, en cambio, teme sucumbir a la aceleración de la historia y cree que la fórmula para evitarlo es adelantarse al futuro. No solo niega el valor intemporal de las obras maestras: también menosprecia el afán de perdurar. Cuando un escritor solo quiere aplazar su fecha de caducidad, en vez de intentar abolirla, el rigor y la autocrítica pasan a segundo plano, desplazados por una ambición menor: ganar la carrera contra reloj donde el correcaminos siempre deja rezagado al coyote que lo persigue con la lengua de fuera. Con frecuencia, los promotores de esa competencia califican de avance lo que en realidad es un retroceso y, si sus dictados tuvieran fuerza de ley, nos condenarían a una involución aberrante.
Petronio y Apuleyo, los más antiguos precursores de la novela, escribieron relatos extensos con un buen número de cuentos interpolados en el hilo conductor de la trama. La primera versión de El asno de oro, titulada Las metamorfosis, llevaba como subtítulo “algunos cuentos en prosa milesia”, y en El Satiricón, las aventuras de Encolpio y Ascilto, los libertinos que recorren el sur de Italia en pos de un escurridizo efebo, son una especie de collar donde Petronio engarzó cuentos propios y ajenos. Todavía Cervantes se mantuvo fiel a ese modelo en la primera parte del Quijote, donde intercaló “El curioso impertinente”, un cuento magnífico, pero desvinculado del eje argumental. En la segunda parte de la novela, más confiado en el encanto de la pareja protagónica, ya no introdujo relatos ajenos a su peregrinaje. Desde entonces, la novela se ha propuesto articular los elementos heterogéneos de la existencia en busca de su engranaje secreto. La esencia del género es conciliar la variedad con la unidad, la concentración con la dispersión. Como los novelistas del siglo xix llevaron a grandes alturas el arte de ordenar el caos, algunos modistos literarios creen que la cohesión interna de la novela ya es obsoleta, y por lo tanto, el género debe rendirse a la energía centrífuga de la modernidad, aunque eso signifique un retorno a las ensaladas narrativas de los satíricos latinos. Su salto al futuro consiste en retroceder a los tiempos del Imperio romano.
Hace tiempo, en una charla informal con el editor Aurelio Major y el crítico literario Juan Antonio Masoliver Ródenas, me atreví a tachar de inconexa, deshilvanada y amorfa la voluminosa novela póstuma de Roberto Bolaño 2666, un forzado amasijo de cinco novelas inconclusas, con una vaga relación entre sí. Tan vaga que pudieron haberse publicado sueltas, como habría preferido el autor, según el epílogo de Ignacio Echevarría. Yo disfruté algunos fragmentos de esa aglomeración, les dije, pero ¿de verdad forman un cuerpo? Mis contertulios alegaron que por su estructura abierta y su capacidad de sugerir, las obras inacabadas han inaugurado una poética del riesgo, donde la aventura importa más que la perfección. Bolaño no quiso encajonarse en la novela convencional y prefirió inaugurar una nueva forma narrativa. No tan nueva, rebatí, recordando a los clásicos de la sátira latina, pero aunque fuera totalmente original, ¿esa forma mejora o empobrece la novela?
Retomo ahora mis argumentos para precisarlos mejor. Ningún ardid conceptual puede crear por arte de magia un esqueleto que solo existió en la solapa de un libro. Eludir la dificultad de componer una buena trama, o de organizar un cosmos narrativo totalizador, es una flaqueza imaginativa, no la superación de un modelo caduco. Si, en vez de señalar las fallas arquitectónicas de una novela (imputables en este caso al editor que le impuso su voluntad a un autor difunto), la crítica las presenta como aciertos sublimes, los charlatanes que no saben urdir tramas gozarán de un fuero para pergeñar experimentos del mismo jaez y proclamarse excelsos renovadores de la novela. Cuando la originalidad se obtiene por la vía del mínimo esfuerzo, sus engendros abaratan el arte de novelar. Es muy fácil juntar retales de historias y presentarlos como un organismo unido por misteriosas bisagras simbólicas. Si la contigüidad de narraciones diversas predominara sobre la coherencia de la fabulación, la novela caería en una flacidez insoportable. Paradójicamente, muchos admiradores de la novela invertebrada exigen que los libros de cuentos tengan unidad temática: es decir, demeritan la dispersión en el reino de la variedad y en cambio la aplauden en el ámbito de la novela. Yo no le pido peras al olmo. Cuando leo un conjunto de magníficas historias variopintas, como las de Etgar Keret, me importa un comino su falta de unidad. Tampoco se la reprocho a Bolaño en sus estupendos libros de cuentos. Creo, sin embargo, que la novela se vuelve un cajón de sastre cuando admite demasiados elementos heterogéneos sin poder embonarlos. La poética de lo inacabado es quizá una buena herramienta de análisis literario pero sospecho que algunos manipuladores del esnobismo la están utilizando para vender espejitos a precio de oro. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.