En su lecho de muerte, Gertrude Stein preguntó: “¿Cuál es la respuesta?” Nadie contestó. Entonces sonrió y dijo: “En ese caso, ¿cuál es la pregunta?” Donald Sutherland, Gertrude Stein. A biography of her work
Tengo curiosidad sobre la curiosidad.
Una de las primeras frases que aprendemos de niños es “¿por qué?”. En parte porque queremos saber algo sobre este misterioso mundo en el que hemos entrado involuntariamente, en parte porque queremos entender cómo funcionan las cosas en este mundo, y en parte porque sentimos la necesidad ancestral de relacionarnos con otros habitantes de este mundo, apenas dejamos atrás nuestros primeros balbuceos y arrullos empezamos a preguntar “¿por qué?”.1 Y nunca dejamos de hacerlo. Descubrimos muy pronto que la curiosidad pocas veces es recompensada con respuestas significativas y satisfactorias, sino más bien con un deseo cada vez mayor de formular nuevas preguntas, y con el placer de dialogar con otros. Como todos los inquisidores saben, las afirmaciones tienden a aislar; las preguntas unen. La curiosidad es un medio para declarar nuestra pertenencia al género humano.
Tal vez toda curiosidad puede resumirse en la famosa pregunta de Michel de Montaigne que sais-je?, “¿qué sé yo?”,2 que aparece en el segundo volumen de sus Ensayos. Refiriéndose a los filósofos escépticos, Montaigne señaló que eran incapaces de expresar sus ideas en ningún idioma, ya que, según dice, “necesitarían uno nuevo, puesto que nuestro lenguaje se compone de proposiciones afirmativas, las cuales van contra la esencia misma de sus doctrinas”. Luego añade: “Tal estado de espíritu debería enunciarse interrogativamente de una manera más segura, diciendo ‘¿qué sé?’, que es mi acostumbrada divisa.” La fuente de esa pregunta es, por supuesto, la socrática “conócete a ti mismo”,3 pero con Montaigne deja de ser una afirmación existencialista de la necesidad de saber quiénes somos para convertirse en un estado continuo de cuestionamiento del territorio por el que nuestra mente avanza (o ya ha avanzado) y del terreno inexplorado que tenemos delante. En el campo del pensamiento de Montaigne, las proposiciones afirmativas del lenguaje giran sobre sí mismas y se convierten en preguntas.
La amistad que tengo con Montaigne se remonta a mi adolescencia, y para mí sus Ensayos han sido desde entonces una especie de autobiografía, ya que siempre encuentro en sus comentarios mis propias preocupaciones y experiencias, volcadas en una prosa brillante. Con sus preguntas acerca de temas convencionales (las obligaciones de la amistad, los límites de la educación, el placer del campo) y su exploración de otros temas extraordinarios (la naturaleza de los caníbales, la identidad de los seres monstruosos, el uso de los pulgares), Montaigne traza el mapa de mi propia curiosidad, dándole la forma de una constelación ubicada en épocas diferentes y en muchos lugares. “Los libros –confiesa– me sirvieron más de ejercicio que de instrucción.”4 Ese ha sido, precisamente, mi caso. Reflexionando sobre los hábitos de lectura de Montaigne, por ejemplo, se me ocurrió que sería posible hacer comentarios sobre su que sais-je? siguiendo su propio método de tomar prestadas ideas de su biblioteca (él se comparaba con una abeja que extraía polen para elaborar su propia miel)5 y proyectarlas hacia el futuro, hacia mi propia época.
Como él mismo habría admitido de buen grado, en el siglo XVI indagar sobre lo que conocemos no era una novedad. Preguntarse sobre el acto de preguntar tenía raíces mucho más antiguas. “¿De dónde viene la sabiduría”, pregunta Job, desolado. “¿Y cuál es el lugar de la inteligencia?”6 Ampliando el rango de esa pregunta, Montaigne observó que “el juicio es un instrumento necesario en el examen de toda clase de asuntos; por eso yo lo ejercito en toda ocasión en estos Ensayos. Si se trata de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo en ella mi discernimiento, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo encuentro demasiado profundo para mi estatura, me detengo en la orilla”.7 Este modesto método es, para mí, maravillosamente tranquilizador.
Según la teoría de Darwin, la imaginación humana es un instrumento de supervivencia. Para aprender mejor sobre el mundo y, por lo tanto, para estar mejor preparado ante sus escollos y peligros, el homo sapiens desarrolló la capacidad de reconstruir la realidad externa en la mente y concebir situaciones a las que podría enfrentarse antes de que sucedieran.8 Cuando tomamos conciencia de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, podemos construir cartografías mentales de esos territorios y explorarlos de infinitas maneras, y luego elegir la mejor y la más eficaz. Montaigne habría estado de acuerdo: imaginamos para existir, y sentimos curiosidad para alimentar nuestro deseo imaginativo.
La imaginación, como una actividad creativa esencial, se desarrolla con la práctica. No a través de los éxitos, que son finales y, por lo tanto, callejones sin salida, sino a través de los fracasos, de los intentos que terminan siendo fallidos y que requieren nuevos intentos que, si las estrellas nos sonríen, llevarán a nuevos fracasos. La historia del arte y la literatura, así como la de la filosofía y la ciencia, son historias de esa clase de fracasos enriquecedores. “Fracasa. Inténtalo nuevamente. Fracasa mejor”,9 fue la conclusión de Beckett.
Pero para “fracasar mejor” debemos ser capaces de reconocer, a través de la imaginación, los errores e incongruencias. Debemos poder ver que tal y tal camino no nos lleva en la dirección deseada, o que tal combinación de palabras, colores o números no se aproxima a la visión intuida en nuestra mente. Registramos con orgullo esos momentos en los que nuestros inspirados Arquímedes gritan “¡Eureka!” en la bañera, pero estamos menos dispuestos a recordar las ocasiones mucho más numerosas en las que, como el pintor Frenhofer en el relato de Balzac, contemplan su obra maestra desconocida y dicen: “¡Nada, nada!… ¡No he creado nada!”10 Esos escasos momentos de triunfo, así como los más frecuentes de derrota, están atravesados por la gran pregunta de la imaginación: “¿Por qué?”
Los sistemas educativos de la actualidad, en su mayor medida, se niegan a reconocer la segunda parte de nuestra búsqueda. Interesadas en poco más que la eficiencia material y la ganancia económica, nuestras instituciones educativas ya no alientan el pensamiento por sí mismo y el libre ejercicio de la imaginación. Las escuelas y los colegios se han convertido en campos de entrenamiento para trabajadores especializados en lugar de foros de cuestionamiento y debate, y las academias y las universidades ya no son viveros para esos curiosos a los que Francis Bacon, en el siglo XVI, llamó “mercaderes de la luz”.11 Aprendemos a preguntar “¿cuánto costará?”, y “¿cuánto tardará?” en lugar de “¿por qué?”
“¿Por qué?” (en sus distintas variaciones) es una pregunta mucho más importante en su formulación que en las posibles respuestas. El hecho mismo de pronunciarla abre innumerables posibilidades, puede acabar con los prejuicios, resumir dudas interminables. Es posible que arrastre, en su estela, algunas respuestas tentativas, pero si la pregunta es lo bastante poderosa, ninguna de esas respuestas resultará completamente satisfactoria. Como los niños intuyen, “¿por qué?” es una pregunta que, implícitamente, ubica nuestro objetivo siempre más allá del horizonte.12
La representación visible de nuestra curiosidad –el signo de pregunta que se ubica al final de una interrogación escrita en la mayoría de los lenguajes occidentales (y al principio, en castellano), curvado sobre sí mismo en oposición al orgullo dogmático– llegó tardíamente a nuestra historia. En Europa, la puntuación convencional no se estableció hasta finales del Renacimiento cuando, en 1566, el nieto del gran impresor veneciano Aldo Manucio publicó su manual de puntuación para tipógrafos, el Interpungendi ratio. Entre los signos diseñados para concluir un párrafo, el manual incluía el punctus interrogativus medieval, definido por Manucio el Joven como una marca que señalaba una pregunta que, por convención, requería una respuesta. Uno de los primeros ejemplos de esos signos de pregunta aparece en una copia realizada en el siglo ix de un texto de Cicerón, hoy conservado en la Bibliothèque Nationale de París,13 trazado como una escalera que asciende hacia la parte superior derecha en una serpenteante línea diagonal que nace en la parte inferior izquierda. Preguntar nos eleva.
A través de nuestras diversas historias, la pregunta “¿por qué?” ha aparecido bajo muchas formas y en contextos muy diferentes. El número de preguntas posibles puede parecer demasiado grande para considerarlas individualmente en profundidad y demasiado disímiles para reunirlas de manera coherente; sin embargo, se han realizado algunos intentos de catalogar algunas de ellas, según distintos criterios. Por ejemplo, en 2010, The Guardian de Londres invitó a unos científicos y filósofos a que formularan una lista de diez preguntas que “la ciencia debe responder” (ese “debe” es demasiado autoritario). Las preguntas fueron: “¿Qué es la conciencia?”, “¿qué ocurrió antes del Big Bang?”, “¿la ciencia y la ingeniería nos devolverán nuestra individualidad?”, “¿cómo debemos lidiar con el crecimiento de la población mundial?”, “¿hay un patrón en los números primos?”, “¿podemos crear una manera científica de pensar que se aplique a todos los ámbitos?”, “¿cómo podemos asegurarnos de que la humanidad sobreviva y prospere?”, “¿es posible explicar adecuadamente el significado del espacio infinito?”, “¿podré grabar en mi cerebro como si fuera un programa de televisión?”, “¿podrá la humanidad llegar a las estrellas?” No hay una progresión evidente en estas preguntas, ninguna jerarquía lógica, ninguna prueba clara de que todas pueden ser contestadas. Se presentan como bifurcaciones de nuestro deseo de saber, analizando y hurgando creativamente en los conocimientos adquiridos. Aun así, es posible vislumbrar cierta forma en sus idas y vueltas. Si seguimos un camino necesariamente ecléctico a través de algunas de las preguntas alentadas por nuestra curiosidad, tal vez aparezca una cartografía paralela de nuestra imaginación. Lo que queremos saber y lo que podemos imaginar son el anverso y el reverso de la misma y mágica página.
Una de las experiencias compartidas por la mayoría de los lectores es el descubrimiento, tarde o temprano, de un libro que permite como ningún otro una exploración de uno mismo y del mundo, que parece ser inagotable y que, al mismo tiempo, enfoca la mente en los detalles más minúsculos, de una manera íntima y singular. Para algunos lectores, ese libro puede ser un clásico reconocido, como las obras de Shakespeare o Proust, por ejemplo; para otros, es un texto menos conocido o que concita un reconocimiento menos generalizado, pero que por razones inexplicables o secretas resuena en ese lector con un eco profundo. En mi caso, a lo largo de mi vida, ese libro único ha ido cambiando; durante muchos años fueron los Ensayos de Montaigne o Alicia en el País de las Maravillas, las Ficciones de Borges o el Quijote, Las mil y una noches o La montaña mágica. Ahora, no lejos de la proverbial “edad avanzada”, ese libro que para mí lo abarca todo es la Divina comedia de Dante. ~
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Traducción de Eduardo Hojman.
Adelanto de Curiosidad. Una historia natural,
que Almadía pondrá en circulación este mes.
1 “Los infantes hablan, en parte, para restablecer las experiencias del ‘estar con’ […] o para restablecer el ‘orden personal’.” Daniel N. Stern, The interpersonal world of the infant: A view from psychoanalysis and developmental psychology, Nueva York, Harper Collins, 1985, p. 171.
2 “Apología de Raimundo Sabunde”, ii, 12. Para las citas en español de Montaigne se ha consultado: Michel de Montaigne, Ensayos de Montaigne, seguidos de todas sus cartas conocidas hasta el día; traducidos por primera vez en castellano con la versión de todas las citas griegas y latinas que contiene el texto, notas explicativas del traductor y entresacadas de los principales comentadores, una introducción y un índice alfabético por Constantino Román y Salamero, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2003. (Nota del traductor.)
3 Según Pausanias (siglo ii), los dichos “Conócete a ti mismo” y “Nada es demasiado” estaban inscritos en la fachada del templo de Delfos y dedicados a Apolo. Guide to Greece 1. Central Greece, traducción e introducción de Peter Levi, Harmondsworth, Penguin Books, 1979. Libro x, 24, p. 466. Hay seis diálogos platónicos en los que se analiza el dicho de Delfos, Cármides (1640), Protágoras (343b), Fedro (229e), Filebo (48c), Leyes (11, 923a) y Alcibíades (124a, 129a y 132c) en The collected dialogues of Plato, edición de Edith Hamilton y Huntigton Cairns, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1973.
4 “De la fisonomía”, iii, 12.
5 “De la educación de los hijos a la señora Diana de Foix, condesa de Gurson”, i, 25.
6 Job, 28: 20. El libro de Job no proporciona respuestas, pero presenta una serie de “preguntas verdaderas” que son, según Northrop Frye, “etapas en la formulación de preguntas mejores; las respuestas nos birlan el derecho de hacerlo”. Northrop Frye, The great code: The Bible and literature, edición de Alvin A. Lee, vol. 19 en Collected works, Toronto, Búfalo y Londres, University of Toronto Press, 2006, p. 217.
7 “De Demócrito y Heráclito”, i, 50.
8 Richard Dawkins, El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta, Barcelona, Salvat, 2014.
9 Samuel Beckett, Worstward ho, Londres, John Calder, 1983, p. 46.
10 Honoré de Balzac, La obra maestra desconocida, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, 2011.
11 Francis Bacon, La nueva Atlántida, Madrid, Akal, 2006.
12 Poner una pregunta en palabras crea una distancia con nuestra propia experiencia y nos permite explorarla verbalmente. “El lenguaje abre un espacio entre la experiencia interpersonal vivida y la representada”, dice Daniel N. Stern en The interpersonal world of the infant.
13 ms lat. 6332, Bibliothèque Nationale, París, reproducido en M. B. Parkes, Pause and effect. An introduction to the history of punctuation in the West, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 1993, pp. 32-33.