La poesía de Ramón López Velarde no es menos importante que el muralismo mexicano, del cual es antecedente. La resonancia nacional (y nacionalista) ha sido amplia en ambos casos. Pero la resonancia internacional ha sido muy distinta. Es cierto que Neruda celebró sus poemas y Beckett (por encargo de Octavio Paz) tradujo algunos al inglés; que Borges y Bioy Casares se sabían de memoria “La suave Patria”. Pero las personas cultas del mundo occidental saben del muralismo mexicano, no de López Velarde.
Quizá porque los muralistas vivieron más, pasaron largas temporadas en París o Nueva York, viajaron por el mundo y (algunos) fueron destacados militantes de la Internacional Comunista; mientras que López Velarde murió a los 33 años, nunca salió del país y militó en el bando equivocado: el Partido Católico Nacional. Tal vez porque, como dijo Darío de Bloy, Hello y Barbey (en Los raros): “La fama no prefiere a los católicos.”
Su fama en México no está asociada al catolicismo, sino al nacionalismo, especialmente el nacionalismo revolucionario, que hasta hace poco fue la doctrina oficial de los gobiernos mexicanos. Asociación equívoca, pero no arbitraria, que se produjo el año de su muerte (1921), poco antes de que apareciera “La suave Patria”, el poema que fue su consagración.
El nacionalismo de López Velarde era el de la nación creyente, perseguida por la Revolución francesa en Europa y por las leyes de Reforma en México. Un nacionalismo de estirpe romántica que afirma los valores locales y tradicionales frente a la imposición violenta del progreso desde la capital.
Tanto en Europa como en México, la cultura católica, destronada como cultura oficial, se repliega a la provincia: su Arca de Noé mientras pasa el diluvio. Hasta que la paloma vuelve bajo el liderazgo de León XIII, cuyo largo papado (1878-1903) transforma la afirmación defensiva en apertura al mundo moderno, bajo la consigna Nova et vetera: unir lo nuevo con lo viejo. Esto causó una efervescencia vanguardista en los medios católicos, de efectos muy notables en la creatividad social y cultural, a fines del siglo XIX y principios del XX.
Los católicos mexicanos de vanguardia crearon cajas populares y cooperativas, fundaron una multitud de periódicos locales, criticaron el régimen de Porfirio Díaz y participaron en la Revolución mexicana. El mismísimo Madero los invitó a sumar fuerzas: “La unión de ustedes [el Partido Católico Nacional] con nosotros [el Partido Antirreeleccionista] aumentará la fuerza y el prestigio de ambos partidos, que, aunque de diferente nombre, tienen exactamente las mismas aspiraciones y principios” (transcripción de Jean Meyer en su prólogo a Eduardo J. Correa, El Partido Católico Nacional y sus directores, FCE, 1991).
López Velarde fue secretario de la Academia Latina León XIII (como seminarista) a los quince años. A los veintidós (como pasante de derecho) fue secretario del Centro Antirreeleccionista de San Luis Potosí, fundado por Madero. Y finalmente (como poeta), pasó del Arca de Noé: los temas pastoriles de la Arcadia provinciana, que los árcades (obispos, sacerdotes y laicos) celebraban con rigurosas formas neoclásicas, a la mala conciencia originalísima, que exalta los valores tradicionales de manera muy poco tradicional.
La militancia política de López Velarde y muchos otros mexicanos tuvo a la vista ejemplos belgas. En 1884, el Partido Católico belga llegó al poder y lo mantuvo por treinta años. En la Universidad Católica de Lovaina, con el apoyo de León XIII, estuvo el foco universitario del catolicismo renovado. En Bélgica, frente a París (como en Irlanda frente a Londres, como en México frente a Madrid), la reivindicación católica se integró con la nacional y literaria. La provincia periférica se enfrentó a la metrópoli y respondía afirmativamente a la cuestión: ¿Existe una literatura belga (irlandesa, mexicana) o es simplemente una literatura francesa (inglesa, española) escrita en Bélgica (Irlanda, México)?
Fue precisamente una revista católica, La Jeune Belgique (1881-1897), iniciada por estudiantes de Lovaina, la que llevó las letras belgas a una conciencia literaria emancipada. Destacaron Verhaeren, Rodenbach y, sobre todo, Maeterlinck, que puso a Bélgica en el mapa literario mundial con su Premio Nobel de 1911. Los tres fueron leídos por López Velarde, y por la Europa insatisfecha con el positivismo, que buscaba una renovación espiritual.
La afinidad del nacionalismo belga con el nacionalismo revolucionario de los gobiernos mexicanos, aunque eran jacobinos (si bien críticos de la dictadura positivista), fue obvia para José Vasconcelos. Como rector de la Universidad Nacional (para la cual inventó el lema “Por mi raza hablará el Espíritu”) y luego secretario de Educación Pública (1921-1924), reclutó a López Velarde y a los muralistas. Estos “comenzaron con asuntos derivados de la iconografía tradicional cristiana”, según el testimonio de José Clemente Orozco (Autobiografía). Hasta el extremo chusco, señalado por Octavio Paz, del mural de la Escuela Nacional Preparatoria retocado por Siqueiros: pintó una hoz para tapar la cruz que había pintado antes.
Vasconcelos convirtió la muerte de López Velarde en un acontecimiento nacional. Hizo llegar “La suave Patria” a todas las escuelas en la revista El Maestro (con un tiraje de 60,000 ejemplares). Convirtió de hecho el poema en el paradigma de la cultura nacional revolucionaria. Más aún: invitó a los muralistas a que hicieran algo semejante. Hizo venir de Europa a Diego Rivera (que llegó días después de la muerte de López Velarde), y le encargó el mural del Anfiteatro Bolívar. Cuando fue a ver lo que estaba haciendo, lo regañó públicamente por pintar como si todavía estuviera en París (donde aprendió a pintar murales religiosos con el pintor católico Ángel Zárraga). Y lo conminó a visitar la provincia y abrir los ojos a la realidad nacional. El paradigma estaba claro.
En su corta vida (33 años), López Velarde tuvo mala suerte amorosa, económica y política. Pero fortuna literaria: fue reconocido por escritores de las tres generaciones que entonces convivían. En 1914 (a los veintiséis años), por José Juan Tablada (los modernistas). En 1916 (a los veintiocho), por Julio Torri (los Ateneístas). En 1921 (a los 33), por los jóvenes Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, José Gorostiza y Carlos Pellicer (los futuros Contemporáneos).
De ahí que lo reclutara Vasconcelos, y promoviera su fama política póstuma. Con el “suntuoso entierro” ordenado por el presidente Obregón y los tres días de luto en las cámaras legislativas fue canonizado en el santoral revolucionario. La Revolución lo exaltaba y se exaltaba en su muralismo poético, en su búsqueda de una nueva patria.
Sería un error pensar que lo esencial fue eso. El verdadero acontecimiento fueron sus poemas y la conmoción que causaron en la conciencia nacional. Manuel Gómez Morin atestigua esa recepción, al evocar aquellos años: “López Velarde cantaba un México que todos ignorábamos, viviendo en él.”
Se entiende perfectamente que José Luis Martínez se haya ocupado tanto de López Velarde. Todos sus estudios tienen que ver con la autoconciencia nacional. Su principal trabajo puramente histórico, sobre Hernán Cortés, ha sido un esfuerzo por superar el trauma de la conquista, que todavía deforma la conciencia mexicana. Pero, ante todo, ha sido el historiador de la emancipación literaria de México. Nadie ha leído tan completamente la literatura mexicana desde la Independencia, empezando por reunirla físicamente en su casa. Ninguna biblioteca pública o privada tiene una colección como la suya (ahora parte de la Biblioteca de México, en la Ciudadela).
Por ejemplo: se puso a leer toda la novela cristera (que nadie había leído, y que puede considerarse una prolongación de la novela de la Revolución), para añadir tres páginas, después de meses de lectura, a La literatura mexicana del siglo XX, cuya primera parte escribió.
Cuando nadie creía en la importancia de historiar la literatura del México independiente, subestimada como floja, aburrida, decimonónica, estudió sus obras, su nacionalismo y la constitución de nuestra república literaria, que ya no era, ni quería seguir siendo, un virreinato literario.
Hay cierto paralelismo en esto con los trabajos de Ángel María Garibay y Miguel León-Portilla para la literatura indígena; de Alfonso y Gabriel Méndez Plancarte para las letras novohispanas; de Vicente T. Mendoza y Margit Frenk para la canción popular. Como José Luis Martínez, dedicaron esfuerzos menéndezpelayescos a campos literarios declarados inexistentes o de poco interés, hasta que demostraron lo contrario.
Su primer trabajo sobre López Velarde apareció en El Hijo Pródigo, en el número de homenaje (39, del 15 de junio de 1946) organizado por Xavier Villaurrutia, para conmemorar los veinticinco años del fallecimiento. En 1971, presidió las conmemoraciones del medio siglo, organizadas por la Secretaría de Educación, y aportó un trabajo fundamental: la edición de las Obras, publicadas por el Fondo de Cultura Económica.
Fue el mejor homenaje posible, una revelación y un modelo editorial de lo que merecía López Velarde. Como si fuera poco, la segunda edición, publicada en 1990, superó notablemente la de 1971. Añadió un centenar de textos (sobre todo cartas encontradas por Guillermo Sheridan) y mejoró el aparato crítico.
La edición de su Obra poética para la Colección Archivos (1998) es todavía mejor. Cotejó nuevamente los textos, así como las fechas de primera publicación, lo que dio lugar a 79 retoques menores pero necesarios. El cotejo con los manuscritos que guarda la Academia Mexicana de la Lengua (entre los cuales está nada menos que un borrador de “La suave Patria”) le sirvió para hacer un análisis revelador de las correcciones que hacía el poeta, y para publicar un poema inacabado, inédito. Además, a diferencia de las ediciones anteriores, incluye una selección amplia de estudios publicados sobre la vida y la obra de López Velarde. Como curiosidad, recoge también tres traducciones de “La suave Patria”: al francés, inglés y latín.
Para redondear la edición, incluye una buena parte de la prosa literaria. Lo cual se justifica, tanto por la calidad poética de esas prosas, como por la afinidad que existe entre versos y prosas. Por ejemplo: “Novedad de la Patria”, en prosa, tiene correspondencias evidentes con “La suave Patria”. Que reverberan hasta hoy, porque la conciencia de sentirse responsables de la historia, manifiesta en esos textos admirables de López Velarde, se refleja también en los cuidados de su mejor editor. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.