Muchas veces he escuchado a personas asegurar con semblante de convicción que ellos nunca faltan a su palabra. “Yo, lo que digo, lo cumplo”. En cambio nunca me he topado con alguien que, hablando de sí mismo, diga que su palabra es poco de fiar. “Raras veces cumplo lo que prometo.” Según tal muestreo, nadie le quedaría mal a nadie, y sin embargo…
Hace mucho que no me piden afirmar algo bajo “palabra de honor”. En todo caso me dicen: “Firme en la línea punteada”.
Cuando era niño, me censuraban los adultos si decía “te lo juro”. Porque de cierto Jesús había declarado: “No juréis en ninguna manera; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer blanco o negro un solo cabello. Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede”.
Y aunque decir “te lo juro” era mero sinónimo de “te lo aseguro”, el juramento entrañaba una hechicería que se escapaba a mi mente infantil. Según la antigua Academia, un juramento es la “afirmación o negación que se hace llamando a Dios por testigo de su verdad, o explícitamente nombrándole o implícitamente en las criaturas en quien resplandece su bondad, poder y sabiduría”. Aquí hay una superchería que se me escapa. Nunca entendí qué significaba jurar por la madre; menos aún por la difunta madre. O eso de “lo juro por esta” y darse un beso en pulgar e índice hechos rosca. En Estados Unidos me veía jurando decir “la verdad y nada más que la verdad”, pero imposible asumir “toda la verdad”.
El buen Jesús rompía con una tradición que venía del mero patriarca: “Y dijo Abraham a un criado suyo, el más viejo de su casa, que era el que gobernaba en todo lo que tenía: Pon ahora tu mano debajo de mi muslo, y te juramentaré por Jehová, Dios de los cielos y Dios de la tierra, que no tomarás para mi hijo mujer de las hijas de los cananeos, entre los cuales yo habito; sino que irás a mi tierra y a mi parentela, y tomarás mujer para mi hijo Isaac”.
Se sabe que en aquellos días de túnicas y sin ropa interior “pon la mano debajo de mi muslo” es un eufemismo por “tócame los huevos”, de donde algunos lingüistas concluyeron con bases flojas que testimonio viene de testículo. Prefiero firmar la línea punteada.
La existencia de una “palabra de honor” no es tan antigua en nuestro idioma. Aparece en los diccionarios apenas en el siglo diecinueve.
En su registro de galicismos de 1855, Rafael María Baralt se lamenta de que se confunda “honor” con “honra” y de que la palabra “palabra” ya no se baste sola. “Antes, la palabra, era para los españoles una prenda formal y sagrada que no necesitaba calificativos”. Y si se consultaba con la Real Academia el significado de “palabra de honor” en 1914, decía “lo mismo que palabra” en la conturbada acepción de “empeño que hace uno de su fe y probidad en testimonio de la certeza de lo que refiere o asegura”.
El término, sin embargo, se arraigó por su uso militar, ahí donde el honor o la honra significan mucho. Aunque la forma regular de liberar prisioneros de guerra era el canje, a veces se les podía soltar bajo palabra de honor. Esto es, el prisionero liberado aseguraba que no volvería a tomar las armas; y más valía cumplir, pues tal como se indicaba en los manuales bélicos: “La violación de la palabra de honor se castiga, conforme al derecho de la guerra, con la pena de muerte”.
Cosa curiosa, el singular “palabra” puede ser opuesto al plural “palabras”. Caramels, bonbons et chocolats.
Schopenhauer escribió un tanto burlonamente: “En efecto, solo hay una palabra que no puede romperse: la palabra de honor, es decir, la palabra en la que se ha dicho: ¡Palabra de honor!”, comparándola con las deudas de juego, que son “deudas de honor”. Y concluye: “En todas las demás deudas se puede estafar a judíos y cristianos: eso no perjudica en absoluto el honor caballeresco”.
Un personaje de Dumas pide a su prisionero “palabra de honor de caballero”. El preso le responde que no puede dársela, pues es un campesino. Entonces el otro insiste en que le dé la palabra, ya que al fin no vale nada.
En Don Quijote queda claro que no es lo mismo la palabra de Sancho que la del caballero andante, pues el primero da palabra vacua, mientras que el segundo dice en las buenas “fuérzame la ley de caballería a cumplir mi palabra antes que mi gusto”, y ni aun derrotado cambia de parecer: “Aunque perdí la honra, no perdí ni puedo perder la virtud de cumplir mi palabra”.
Grande es la palabra que no requiere después palabrería.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.