El cine nació en París en 1895 cuando los hermanos Lumière proyectaron La llegada de un tren a la estación de la Ciotat. Los espectadores que vieron aquella máquina avanzando hacia ellos se asustaron y algunos salieron corriendo de la sala. No era para menos. Los parisinos estaban traumatizados, pues tan solo dos meses antes un tren de verdad se había descarrilado a sesenta kilómetros por hora rompiendo la fachada de la estación Montparnasse y cayendo en picada en la calle.
Mientras una locomotora traspasaba una pared física, un ferrocarril de celuloide impactaba la retina de los seres humanos provocando un giro copernicano en la experiencia visual de nuestra especie. Desde entonces el cine y el tren han estado misteriosamente asociados. Las afinidades entre el universo ferroviario y el cinematográfico son tan profundas que incluso los viejos proyectores parecen trenes frustrados: linternas mágicas con chimeneas de cobre, kinetoscopios repletos de ruedas interiores; tantas manivelas, bobinas, rodillos dentados, tuercas y tornillos sugieren trenes en estado embrionario. Los lentes de proyección recuerdan los faros delanteros de locomotoras y hasta se usaban carbones para producir el arco voltaico.
Enseguida las salas oscuras se inundaron de trenes, empezando con El gran robo del tren (1903), de Edwin S. Porter, cuyo título lo dice todo. En El caballo de hierro (1924), John Ford recreó la construcción del ferrocarril transcontinental. Dos años después, Buster Keaton estrenaba El maquinista de La General donde vemos al cariacontecido actor subiendo y bajando al compás del vaivén de la biela en la que está sentado.
¿Acaso un ferrocarril no evoca una tira de celuloide deslizándose en el paisaje? El cine avanza a veinticuatro vagones por segundo, como demostró Clarence Brown en Amor en venta (1931), cuando una humilde chica de pueblo (Joan Crawford) ve pasar las ventanillas de un tren de lujo, como si fueran distintos fotogramas, y, deslumbrada, empieza a soñar con salir de la pobreza. En 1923 Abel Gance recuperó este tema tan francés con La rueda, donde entre balastro, traviesas, humo y rostros tiznados asistimos a un triángulo amoroso medio incestuoso. Otro tanto hará Jean Renoir en La bestia humana (1938), en la que el maquinista está tan enamorado de su locomotora que le llama “Lola”.
“Cantemos a las locomotoras de amplio pecho que piafan por los rieles cual enormes caballos de acero embridados por largos tubos…”, exclamaba en 1909 el exaltado Filippo Marinetti. La pasión futurista por la velocidad se extendió lógicamente al cine, pues el ritmo cinematográfico tiene mucho que ver con la cadencia trepidante del tren, como demostró Dziga Vértov en su poema óptico El hombre de la cámara (1929). Esa aceleración de la vida moderna ya estaba en Metrópolis (1927), en cuya visionaria maqueta Fritz Lang incluyó vías férreas aéreas entre los rascacielos. En Amanecer (1927), Murnau nos ofrece una visión lúdica del tren: la montaña rusa.
Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951) alude a una metáfora de Tennessee Williams para expresar el trayecto humano entre el deseo y el cementerio. Buñuel, en cambio, sí explotó al máximo el escenario móvil en La ilusión viaja en tranvía (1954), donde revela el surrealismo mexicano sobre ruedas. De amores imposibles están llenos todos los andenes. Bien lo saben Anna Karénina y el inglés David Lean con su triste película Breve encuentro (1945). También hay comedia en las vías. El corto Vacaciones (1921) empieza con Chaplin viajando de polizón en un tren, y en La vuelta al mundo en ochenta días (Michael Anderson, 1956) el cowboy Cantinflas corre por los techos de los vagones esquivando las flechas de los indios.
La sensualidad de los trenes se asoma en La comezón del séptimo año (Billy Wilder, 1955) cuando el aire que sale por la rejilla de ventilación del metro le levanta la falda a Marilyn Monroe. Cuatro años después el mismo director repite ese recurso en Una Eva y dos Adanes cuando el tren lanza un chorro de vapor a las pantorrillas de la mítica rubia obligándola a saltar en el andén.
Saint-Simon pensaba que el tren inauguraba otra forma de religiosidad, porque “religión” viene de religare y la red de rieles religaba a unos países con otros. Seguramente los judíos no pensaron igual. En muchas películas vemos los vagones de Hitler transportando a cientos de miles de judíos hacia los campos de exterminio. En El tren (1964), John Frankenheimer nos muestra esos mismos vagones durante el robo de obras de arte francesas. El checo Jiří Menzel aborda la lucha ferroviaria contra los nazis en Trenes rigurosamente vigilados (1966), un tema que reaparecerá en la magistral Europa (1991), de Lars von Trier.
No caben aquí todas las cintas que convierten el tren en set. Mencionemos de pasada a Hitchcock con Alarma en el expreso (1938) y Extraños en un tren (1951), así como las novelas de Agatha Christie (Asesinato en el Orient Express) y de Graham Greene (El tren de Estambul) llevadas al cine a bordo de ferrocarriles, sin olvidar La invención de Hugo (2011), de Scorsese. En el cine infantil no podía faltar algo tan maravilloso como El Expreso Polar (2004), de Robert Zemeckis, mientras que en Dodes’ka-den (1970), Kurosawa poetiza la vida de un niño que cree ser un tren. Resumiendo: en 1895 un tren de lumière irrumpió en la caverna de Platón iluminándola para siempre con sus sombras chinescas. ~
Nació en la Habana en 1948. Narrador y ensayista. Cuando escribió su primer novela, El Comandante Veneno, Alejo Carpentier le escribió: "Es usted un novelista nato"