Juan Bonilla
Prohibido entrar sin pantalones
Barcelona, Seix Barral, 2013, 328 pp.
“No se puede saltar de un corazón.” Por eso, el autor de este verso, el escritor y artista vanguardista Vladímir Maiakovski (1893-1930), disparó a bocajarro contra ese músculo, motor del futuro, con una Browning cuando quiso apearse del mundo: la poesía, igual que el corazón, es canto, respiración, sístole y diástole. Era por la mañana cuando su última amante salió de su habitación comunal, en el pasaje Lubianski de Moscú, refugio donde por las noches “escondía su tañido en algo blando, femenino”, y la mujer oyó a su espalda la detonación del arma con la que, doce años antes, en el rodaje de No nací para el dinero, Maiakovski había simulado su suicidio. Dejó una nota con versos robados a su último poema, aquel en el que anunciaba que había llegado “la hora perfecta para que uno se levante y les hable a los siglos”. Se sentía, escribió a Pasternak, un “pigmeo ante el futuro”, desengañado por la deriva de Rusia, “esa manera de estar en el mundo”, irreconocible detrás de sus nuevas siglas. Él, que siendo menor de edad ya había sido preso político en la cárcel de Krestí, que había defendido a mamporros sus versos por los bares de Moscú, San Petersburgo o donde se terciara, abofeteando el gusto del público, exigiendo arrojar por la borda a Pushkin o Tolstói, como si fuera el emperador Qin Shi Huang de Borges, pretendiendo que, con él, el contador de la Historia se pusiera a cero. También había recorrido Rusia y el mundo para cantar (no solo contar) con voz de diácono el experimento soviético, compuesto tres mil versos en honor a Lenin, celebrado el amor con el descaro de un hooligan de cabeza rapada, moldeado los versos a martillazos contra rima y métrica o creado a la musa más irreverente y depredadora de las letras rusas, Lili Brik. Sí, personificó todas las esperanzas y aspiraciones puestas en la revolución de 1917. Pero, en 1930, hasta su barca, estancada en la rutina “sorda, anciana, impasible, inmune”, dejó de soplar aquel viento imaginario que prometía hacer borrón y cuenta nueva. Ese viento que hoy –mucho después de que Stalin restituyera el nombre de Maiakovski en el Pravda– ondula la americana de la imponente escultura que el visitante de la capital rusa encuentra a la salida de la estación de metro que lleva su nombre. Según Pasternak, el abrazo post mórtem del “hombre de acero” fue una segunda muerte para Maiakovski. También Ehrenburg, en sus memorias, señaló la ironía de que un apasionado demoledor de mitos hubiera sido elevado a la categoría de leyenda en tan poco tiempo.
El escritor Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) relata la ascensión y caída del poeta, guionista y artista gráfico revolucionario en su última novela, Prohibido entrar sin pantalones, título que alude a un cartel publicitario que Maiakavoski leyó en México D.F., demostración de que los versos tenían que saltar de los libros a los carteles, y viceversa: las paredes eran los nuevos lienzos y las calles, los pinceles. Tomando como punto de partida el momento en que Maiakovski deviene poeta –el artista David Burliuk, su “verdadero profesor”, ejerce de mecenas y le asigna cincuenta kopeks al día para que se dedique a escribir, y la relación entre ambos será el germen del movimiento futurista–, Bonilla escapa del detallismo que requiere una biografía al uso –esto es, la escritura desde la objetividad de los datos–, para penetrar en el género del retrato, con toda la libertad que conlleva. No tanto porque introduzca elementos de ficción, que no lo hace, como por dejar entreabierta la puerta a la fascinación y a la personalidad del retratista. Bonilla se sitúa en el tablero como un observador omnívoro que envuelve a todos los personajes. Su mirada panóptica sobre la ascensión del estalinismo a través del “poeta nacional” es el sustento de esta novela, contagiada de los tiempos trepidantes que le tocó vivir al poeta ruso: impregnado del ímpetu maiakovskiano, los brochazos del autor español llevan la mezcla de pigmentos del otro escritor retratado con los suyos propios. Da la sensación de que Bonilla ha utilizado los versos del ruso (y, en menor medida, su correspondencia) como hilo con el que tejer su prosa. De hecho, los cuarenta capítulos de Prohibido entrar sin pantalones, si bien siguen un desarrollo cronológico, parecen trabados como en un poemario o libro de relatos: una idea transversal, una pulsión común, los atraviesa, a pesar de una aparente independencia. Y lo que con ello consigue Juan Bonilla no es tanto, dejando el símil pictórico, ver a Maiakovski como hacer escuchar su voz, la que se apaga después de estar veinte años en el epicentro de una nueva forma de entender el arte. Solo en contados momentos tanto entusiasmo narrativo puede hacer que decaiga la atención del lector, como cuando llega al extremo de explicar con demasiada profusión de detalles los argumentos de las películas en las que Maiakovski participó como actor, guionista, o ambas cosas. Salvo estos meandros que vienen a subrayar el interés del poeta por la nueva forma de llegar a las masas, Bonilla consigue seducir al lector, esté o no familiarizado con un periodo histórico complejo (cuando no caótico), tanto en lo político como en lo artístico.
En cuanto a lo que es propiamente la figura del poeta, Bonilla logra acercarse a los dos Maiakovski: uno, el solitario, enamoradizo y obsesivo, que produjo los poemas más desvergonzados y apocalípticos; el otro, el de las odas patrióticas. La suma era una madeja de sentimientos contradictorios, alguien que, volviendo a Ehrenburg, “no reparaba en los laureles sino que buscaba siempre las espinas”. Cuando el primero empezó a ser atacado, el segundo quedó cojo, sin alma. No era fácil tampoco orientarse en la psicología del matrimonio Brik, algo de lo que Bonilla sale airoso. La pareja fue una influencia tan buena como nefasta para Maiakovski. Como amante consentido por el marido para celebrar el nuevo amor antiburgués, Maiakovski compuso para la promiscua Lili Brik los poemas de amor más célebres y desvergonzados, pero su musa lo encadenó a una relación masoquista (hablando de pantalones): lo vigilaba celosamente, se inmiscuía para que sus aventuras se quedaran solo en eso y, si era necesario, se acostaba hasta con sus traductores. Muerto Maiakovski, expurgó toda la documentación personal que difuminara su papel estelar de musa. El marido, Ósip Brik, teórico y crítico formalista, supo extraer literariamente lo mejor de Maiakovski y publicitar su obra pero, en contrapartida, lo persuadió para que tomase decisiones deshonrosas, como dar la espalda a los escritores perseguidos e incluso señalarlos. Con todo, los Brik, para Maiakovski, fueron su familia-trío, atípica e imperfecta, como todas las familias, al fin y al cabo.
Más allá del interés genuino por Maiakovski, Bonilla no pierde la ocasión para reflejar dilemas de todo creador en general y de esa época en particular: los efectos colaterales de abrazar el poder, el compromiso entre llegar a un público masivo y mantener la complejidad y la personalidad que nutren el arte, las bambalinas de los círculos literarios proclives a las envidias, la colisión de la vida privada y la pública o el trance de pasar de azote de los clásicos a ser el apestado de los que empujan por detrás. Prohibido entrar sin pantalones, escrito con un incombustible dispendio de imágenes, sabe transitar por todas habitaciones principales del edificio Maiakovski, con una ágil arquitectura de voces. El poeta había escrito en La flauta de vértebras que sería mucho mejor para él, llegado el caso, “poner el punto final de mi vida con una bala”. Verso premonitorio, fue justamente así como zanjó la cuestión. ~
(Barcelona, 1976) es traductora y fotógrafa. Entre los autores que ha traducido al español se encuentran Vasili Grossman, Lev Tolstói, Yevgueni Zamiatin y Borís Pasternak