Fragilidad y sospecha del otro

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Vivir hoy empieza a ser algo problemático, tan problemático como lo ha sido siempre. Pero cada época tiene sus problemas, y la inteligencia de Manuel Cruz reside en la capacidad de detectar lo propio de cada momento histórico. En El virus del miedo, el filósofo y político, ensayista reconocido, articulista y columnista, ofrece una visión del mundo que vivimos apegada a los hechos y a la psicología. Si la tentación de los filósofos suele ser buscar refugio en las ideas, Manuel Cruz se protege de ella acudiendo a la historicidad del hombre.

Naturaleza e historia componen el mundo que vivimos, porque la vida es precisamente esa relación que establecemos con el mundo a partir del tiempo que vivimos y de la naturaleza que somos. El miedo, en este sentido, es algo muy natural. Hobbes no fue el primero en decirlo, aunque quizás sí el primero en convertirlo en premisa de la lógica política. El miedo siempre ha sido una fuente de preocupación política. Los muros, los templos, las cavernas, los sepulcros y las estrellas han sido los primeros límites de lo humano, las pieles que dieron forma y cobijo a la vulnerabilidad, y cauce y expresión al conocimiento de lo misterioso.

El miedo es algo muy humano, eternamente humano, y por esa misma razón también es histórico. Siempre hemos tenido miedo, y siempre lo tendremos, pero nunca será el mismo, ni por lo mismo. “Cada época –afirma Cruz– tiene su propio miedo”, y detectar la diferencia de matiz es lo que nos permite “determinar la diferencia entre épocas”. Este método de observación de la realidad es el que me fascinó cuando leí La flecha sin blanco de la historia, del mismo autor, y el que me parece que marca la diferencia entre escuelas, tendencias y posiciones ante la vida. Se puede poner el acento en las permanencias o en los cambios, se puede subrayar la esencia o el accidente y, ante épocas de cambio, podemos dejarnos llevar por los acontecimientos o anclarnos en lo que permanece. Ninguna de las dos opciones, absolutizadas, parece una solución sólida para vivir sin miedo el cambio.

Cruz tiene la virtud de no dejarse fascinar por los cantos de sirena universales que siempre me han parecido una excusa para no medirse con lo viviente particular. Lo concreto no es la excusa, o el atajo, para llegar a lo universal. En lo concreto y particular no solo se muestra un aspecto de lo universal, sino que nace una novedad, una originalidad radical que antes no estaba. Por esta razón, cuando Cruz señala lo nuevo y propio de nuestra época, cuando destaca un matiz de nuestros miedos que antes no estaba, lo que está haciendo es penetrar en el misterio de la historia, desvelándonos no solo lo que está mal, sino señalando el único paso posible entre las montañas que dividen las épocas. Al autor le preocupa el futuro que tenemos ante nosotros, y no solo el tiempo cronológico que tenemos delante. El tiempo por venir debe estar dotado de un significado que nos permita actuar en el mundo que compartimos. Entiendo que esta es su preocupación, y este sería el corazón de mi elogio a un filósofo que piensa en la vida que quiere ser vivida y compartida, y no solo en los conceptos que quieren ser pensados. No separa lo uno de lo otro, sino todo lo contrario, busca palabras que expliquen y constituyen la experiencia común: que hagan del mundo una realidad comprensible, que nos permitan “componernos alguna idea de él”.

Pensar el matiz histórico es pensar el acontecimiento que renueva el presente y nos dirige hacia un futuro con sentido. ¿En qué consiste entonces ese matiz presente? Según Cruz, estamos ante una forma de miedo, un miedo que dice mucho de nosotros, de nuestra cultura, de nuestra esperanza y, evidentemente, de nuestras futuras formas políticas. Es un miedo que nació con el siglo y que dejó en nosotros la impronta de la vulnerabilidad. La posibilidad de que el corazón financiero del Imperio fuese atacado sin resistencia cambió el ánimo triunfalista de los años 80 y 90, y devolvió con energía renovada la pregunta por la lucha civilizatoria, pero no nos dimos cuenta inmediatamente de que quizás la imagen especular del choque de civilizaciones nos llegase en forma de derrota. La vulnerabilidad, los entornos VUCA, la adaptabilidad en el mundo laboral y social, la condena sin reparos al confort, y las fortalezas y debilidades, pasaron a formar parte de la jerga de la psicología laboral. Este fue el primer rasgo del miedo de nuestro siglo, pero no el único, ni el más original.

El miedo siempre ha generado esta sensación de fragilidad y de sospecha frente a otro, frente al enemigo. Aquel miedo que dio lugar a las políticas que combatieron el mal de los demás ha dado paso al miedo de nuestro siglo, al miedo de todos hacia todos. “Es un miedo del que nadie está a salvo”, y que vive en un mundo que se ha convertido en un gran hospital, según la feliz expresión de Cruz. Todos estamos amenazados porque todos somos una amenaza para los demás. No solo nos protegemos del enemigo, sino que somos conscientes de que el mal habita en nosotros. Los antiguos muros de la ciudad son ahora nuestras pieles. No nos podemos tocar, abrazar ni besar, y no solo por miedo a ser sitiados y conquistados, sino porque no queremos ser parte del problema, porque nos sabemos parte del mal que queremos combatir. “Ya no hay un afuera al que escapar”, no hay fronteras geográficas que delimiten a los nuestros, ni uniformes que nos distingan del enemigo. Lo tenemos dentro, somos nosotros, formamos parte de ello.

Las circunstancias de la pandemia generan un miedo difuso, han impregnado al mundo de ese ambiente plomizo que provoca la enfermedad, en el que el límite entre el aplauso y la cacerolada era muy difuso, tanto como la tierra de nadie entre las trincheras de la Gran Guerra. Demasiados espacios muertos en un presente difuso como para no caer postrados en un letargo. El miedo podría haber degenerado en furia, todos lo temimos, pero no está siendo así. Lo que está aflorando es un cansancio existencial, un reproche hacia los miedos de los demás, y una exigencia de pautas morales no siempre compartidas por todos, que son el vivo reflejo del hastío del mundo. No hemos salido ni mejores, ni peores, pero sí más hastiados. “Estamos confinados, sí, pero en el mundo. Y de la misma manera que, tras un verano obligadas a pasar demasiadas horas sin separarse, muchas parejas piden el divorcio en cuanto regresan de vacaciones, así también los hay que, de ser posible, se divorciarían del mundo”. Vivir en el miedo es difícil, y por eso buscamos refugio. Cuando sentimos que no hay refugio porque el problema ha traspasado el último umbral de nuestro refugio, nuestro propio cuerpo, entonces la situación se hace insostenible.

El miedo muta en cansancio del alma, en apatía y retirada del mundo. En retirada culpable. El mundo es un lugar de confinamiento, el cuerpo no conoce los espacios naturales donde abrigarse y el presente, señala Cruz, es también vida confinada. Vivimos confinados en el presente porque el pasado nos atrapa y el futuro desaparece. El miedo de otras épocas a un enemigo, a un peligro objetivo o a un imprevisto exterior, se ha convertido en la nuestra en una angustia “insidiosa y cruel”: “vivimos con el alma ocupada por una angustia culpable”.

 

El virus del miedo, Manuel Cruz. 

La caja books, 2021, 195 pp.

 

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Es profesor de Filosofía del derecho y política y ensayista.


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