Naturaleza conflictiva

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Juan Luis Arsuaga y Manuel Martín-Loeches

El sello indeleble. Pasado, presente y futuro del ser humano.

Barcelona, Debate, 423 pp.

Hay alguna aseveración en la obra de Charles Darwin, que recoge una vieja percepción platónica que el cristianismo, con algunas excepciones, ahondó con denuedo, y que consiste en la visión del mundo animal y de la naturaleza como pertenecientes a una condición baja. La cita de Darwin que abre esta obra del paleontólogo Juan Luis Arsuaga y del psicobiólogo Manuel Martín-Loeches lo dice con claridad: a pesar de las maravillas de la condición humana, “el Hombre lleva aún en su estructura corporal el sello indeleble de su bajo origen”. Sabido es, sin embargo, que el gran naturalista inglés reverenciaba la complejidad de lo más simple, adoraba el mundo animal y afirmó en numerosas ocasiones que, salvo por la dimensión moral, el hombre no era superior a los animales. La frase misma es contradictoria al indicar un “aún”, cuando sabemos por su propia obra que el ser humano nunca podrá desprenderse de ese “sello”, que forma parte de su posibilidad como existente. En el mundo oriental, hinduista y budista, esta percepción ha sido distinta: formamos parte de un todo, de un karma universal. El problema no es tanto el hecho de nuestra animalidad como el del condicionamiento: nada en nuestra condición es en sí mismo sino una cadena, una red (samsara) que imposibilita, salvo para el iluminado, la liberación.

El sello indeleble. Pasado, presente y futuro del ser humano es un buen estudio de divulgación, amplio y preciso, que aúna la paleontología antropológica, la psicología y la neurociencia, todo bajo el signo, crítico, del evolucionismo: la importancia de los fósiles (que apenas llegó a conocer Darwin) y la materia oscura, sin cuyo conocimiento mucho de lo que somos nos sería inaccesible. Pero las partes blandas no fosilizan, y mucho de ese pasado nos es totalmente oscuro, salvo por lo que hay de él (vestigios) aún vivo en nosotros. Si sabemos que llevamos en nuestros genes una porción de los neandertales (tan cercanos temporal y biológicamente a nosotros) es porque se ha podido analizar su genoma. La genética ha posibilitado en los últimos sesenta años un avance inmenso en el conocimiento de la historia de la vida así como de sus leyes. Y gracias a la genética de las poblaciones, entre otros procedimientos, sabemos de manera indiscutible que no somos neandertales sino el Homo sapiens que salió (no todos) de África hace unos cien mil años. Este conocimiento se lo debemos a la genética y las computadoras. No entraré en el repaso de la historia de cómo llevó a cabo Darwin su descubrimiento de la ley de la evolución por selección natural, su lectura inspirada de Malthus, y de la nueva geología cuando viajaba como naturalista en el Beagle, porque, además de que forma parte de cualquier estudio sobre el científico inglés, nuestros autores lo cuentan con la competencia de ser las disciplinas a las que se dedican, con los logros que todos conocemos. Cualquier lector con un mínimo de preparación podrá acceder en este libro a un conocimiento vasto y contrastado.

La obra está articulada a partir de los atributos humanos que pueden definir y hacer comprensible nuestra evolución e identidad: las características de nuestra especiación, reducción del diformismo sexual, bipedestación, miembros superiores atípicos, capacidades mentales extraordinarias, teoría de la mente, complejidad de las emociones sociales, creatividad, capacidad lingüística muy compleja aliada a las características de la cultura (aprendizaje social, archivo y transmisión), peculiares patrones de parentesco, etcétera. En todo ello hay algo que los autores no dudan en concebir como “el resultado de nuestra propia domesticación inconsciente”. Algunos filósofos del siglo XX han hablado de los centros educacionales como espacios de domesticación, y podríamos abundar en que desde Platón ha habido una voluntad filosófica en acentuar la ascesis en beneficio del conocimiento puro. Es evidente que somos animales domésticos, y expertos en domesticar, como muy bien supo Darwin, que aprendió mucha biología de esta disciplina.

Creo que es importante algo que se desprende de toda la obra, y es que por muy particulares y complejas que resulten algunas de las características que nos definen como humanos, siempre se puede encontrar una base biológica, evolutiva, una analogía con otros animales. No es que la base sea el fundamento, ni que nos explique, pero es importante, y a veces decisivo el hecho de que hay unos orígenes de los que se ha partido. De hecho podemos reducir la complejidad emocional (según Robert Plutchik) a alegría-tristeza, confianza-disgusto, miedo-ira y sorpresa-anticipación, o partir de ellas hasta alcanzar la rica articulación de nuestro comportamiento. Nuestros genes nos sitúan en una especie biológica, pero nuestra dignidad no está en ellos, piensan Arsuaga y Martín-Loeches, una idea que comparten con otros científicos y pensadores.

Son muchos los datos que nos permiten hablar, desde esta perspectiva, de algunos universales morales, como los del lenguaje, algo en lo que han incidido varios naturalistas recientemente. De hecho aceptamos, en el comportamiento cotidiano, que algo es bueno o malo antes de que podamos pensarlo, y esto es debido a la actividad neuronal de las emociones, que nos provoca, de manera inconsciente, sentirnos bien o mal ante determinas situaciones. Al fin y al cabo, parece aceptable pensar que la sociedad ha hecho al hombre, como ha hecho al individuo. Una sociedad que otorga reconocimiento, que facilita o dificulta el disfrute de las emociones y promociona más que el conocimiento, el logro. Hay algo importante en esto que nos sugieren ambos científicos: que el cerebro está más preparado para competir y ganar (y por lo tanto, adecuarnos) que para comprender. ¿Nuestras emociones buscan la respuesta adecuada más que la verdad? Quizás por eso buscamos, contra toda evidencia, un propósito discernible en la vida, algo que estaría más cerca, creo, de la emocionalidad que del conocimiento racional. Buscamos la felicidad, una emoción que solo se halla en una sociedad más libre, justa, equitativa y con conciencia empática del mundo biológico al que pertenecemos.

Hay un dato curioso, no exento de humor, y es que la hormona oxitocina, que propicia el contacto positivo con los demás en los roles afectivos (y la fidelidad, como afirman otros estudiosos, al menos en los topillos de la pradera) y que aumenta notoriamente durante el coito, tiene como efecto secundario el deterioro de la memoria. Además, como siempre se ha sabido de manera intuitiva, y Ortega y Gasset expresó con cierta chulería filosófica, el amor pasional, mientras dura, desactiva algunas zonas de nuestra corteza cerebral relacionadas con los juicios racionales y objetivos… Ay, lo bueno nos hace olvidar e ignorar. Estamos heridos por el conocimiento. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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