Los hechos podrían leerse como el principio de una de esas películas de epidemias o desastres naturales. Sobre negro: 10 de diciembre, 2012 / Dublín, Irlanda. Fade in: La secretaría de salud irlandesa descubre carne de caballo disfrazada en empaques de carne de res. Hay una movilización secreta: alguien hace una llamada, alguien encarga una investigación. 7 de febrero, 2013 / Londres, Inglaterra: la compañía de alimentos Findus declara que analizó dieciocho muestras de lasaña de res y once de ellas eran de caballo total o parcialmente. 14 de febrero / París, Francia: ante un público cada vez más inquieto, el gobierno francés anuncia que À la Table Spanghero ha estado vendiendo carne de caballo etiquetada como de res. 1 de marzo / Vilna, Lituania. La presión no cede y el jefe del departamento de veterinaria y alimentación del gobierno lituano dice que en tres marcas de carne de res enlatada se ha encontrado carne de caballo… El escándalo (o pánico, si fuera película) ya es incontrolable.
El problema por supuesto es que el producto era falso: ni la lasaña era de res ni la lata contenía res. Pero, ya en corto, el escándalo y el pánico han sido desproporcionados. En febrero se hizo pública una encuesta: el 42 por ciento de los consumidores dijo que el escándalo no cambiaría sus hábitos de compra de carne. (Por suerte, en abril el número ya había ascendido a 52 por ciento.) Y es que la carne de caballo puede ser deliciosa.
“Cada vez que veo un caballo arrastrando turistas por la nieve de Central Park –escribió alguna vez el crítico culinario Jeffrey Steingarten– o parado debajo de un policía en los adoquines de Soho, empiezo a salivar.” La salivación del consumidor dependerá, claro, de la edad y del corte consumido. El caballo joven produce una carne más dulce y de color más delicado. Como en el resto de los mamíferos, conforme avanza su edad se intensifican el sabor y el color: hay más caballez en esa carne. En cortes: el cuello será bueno en estofado, la nalga en un carpaccio, la babilla –esa pieza relativamente pequeña que se encuentra entre el muslo y la pierna– en una hiperclásica carne tártara. Los mejores filetes suelen provenir del entrecot; las mejores hamburguesas, de la punta del pecho. Un digno sashimi deberá proceder de una pieza marmoleada, tal vez la zona baja del cuello del caballo: queremos sentir esa grasa deshacerse entre la lengua y el paladar. ¿Ossobuco milanese? Del geretto. ¿Caballito pibil? La falda hará sabroso papel. (Nadie se asuste: México es el segundo productor de carne de caballo en el mundo. Solo está detrás de la invencible China.)
No únicamente la carne del caballo puede ser deliciosa. Hay que explorar todo el animal. En las calles de Viena hay puestos de comida donde un buen Pferdeleberkäse –o sea: queso de hígado de caballo– metido en un pan, mojado con mostaza y acompañado de una especie de chile güero, puede atemperar la nocturna borrachera. Cuando Alain Passard era uno de los grandes cocineros del mundo y su restaurante, L’Arpège, acaso el mejor de París, el tipo solo freía sus papas en grasa de caballo, en particular la grasa alrededor de los riñones. “Las papas tienen un nada desagradable sabor equino –decía Passard–, una levedad y una cualidad crujiente que no se puede obtener de otras grasas o aceites.” Era 1996 (la cita está en la Vogue de abril de ese año); después llegó la fiebre de las vacas locas a Francia, Passard –maître rôtisseur– optó por el vegetarianismo… Etcétera.
Más bellas aún: las carnicerías especializadas. Las macellerie equine del Véneto, por ejemplo, con sus cabezas de caballo pintadas en el vidrio, la crines al vuelo como honorablemente las llevó el animal en vida… Pasando la puerta, extendidos en el mostrador, los cortes y los embutidos y allá atrás, si hay mucha suerte, las espléndidas carcasas pendientes: óleo flamenco circa 1665. Ahora yo estoy salivando. ~
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)