Urbanidad y salud de los enfermos

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El Manual de urbanidad y buenas maneras de don Manuel Antonio Carreño es muy conocido, pero de lejos y mal: basta abrir los ojos para ver la tosquedad, abrumadora rudeza y ordinariez, la increíble grosería de los modos que hoy prevalecen, para advertir que si muy pocos han leído el libro, menos aún, tal vez nadie, observa en estos días sus reglas de civilidad y etiqueta. Y sin embargo, es preciso admitir que Carreño siempre tiene razón. Para probarlo, examinemos un capítulo, el de la urbanidad en las visitas a enfermos.

“Nunca debemos ser más prudentes y delicados que cuando visitemos la casa de un enfermo, sobre todo en casos de gravedad”, prescribe Carreño. Así es, en efecto, pero ¿cómo proceder?, ¿a qué reglas habremos de atenernos? Ante todo “conduzcámonos de manera que bajo ningún respecto nos haga molestos; y no vayamos a aumentar la aflicción de los dolientes manifestando temores y alarmas, o con noticias y observaciones que les haga concebir la idea de un resultado funesto”. Ambas reglas quebrantó una tal doña Gonza, de quien solo se conoce su barbarie en materia de buenas maneras. Gonza se presentó vociferante en casa de un enfermo e inmediatamente pidió a sus familiares un complicado té de clavo, manzanilla y canela, para después ponerse a llorar y exclamar casi a gritos: “¡Qué desgracia tan espantosa! ¿Para cuándo se espera el desenlace?”

Pero, prosigamos. “Una vez introducidos en el aposento de un enfermo, permaneceremos a su lado tan solo por el tiempo que nos indique la prudencia, según la naturaleza de su enfermedad y el estado en el que se encuentra”. Doña Gonza, con el pretexto de visitar a una prima suya aquejada por males propios de la mujer, se quedó a vivir con ella un larguísimo mes en que se mostró enérgica y mandona. Es de urbanidad, también, que “no le manifestemos al enfermo que lo encontramos grave ni de mal semblante, ni le reprochemos los excesos o imprudencias que hayan podido acarrearle sus dolencias”. La Gonza, culpagéneta natural, tenía la firme convicción de que todas las enfermedades eran psicosomáticas. Su frase “esto más que una enfermedad es un castigo”, que soltaba cada vez que podía, se hizo conocida. Tenía además la Gonza una manera especialmente artera de quedarse mirando al enfermo y decirle muy seria, moviendo de un lado a otro la cabeza como quien niega: “ya ves, tarde o temprano tenía que sucederte”. Tampoco, sigue diciendo Carreño, “le indicaremos que otras personas han sufrido su misma enfermedad si no es para decirle que se restablecieron pronta y fácilmente, ni menos le daremos noticias de la reciente muerte de ninguna persona; ni le hablaremos, en fin, sobre asuntos tristes o desagradables de ninguna especie”. Contravenir esta regla era una de las especialidades de Gonza: sentencias como “y con lo caro que están ahora los entierros”, “de eso se quedó ciego don Ruperto”, el recitado de recientes partidas de defunción, de las más espeluznantes páginas de la nota roja o la denuncia de las ineptitudes y los errores de los médicos eran inevitables en su visita. Sigamos: “es sobremanera imprudente y vulgar el dar a los enfermos consejos que no nos piden, indicarles medicamentos, reprobar el plan curativo a que estén sometidos, y hablarles desventajosamente de los facultativos que los asisten”. Dicen que la Gonza, que en su juventud había seguido algunos cursos de enfermería, era la crítica más severa que se haya conocido de todo régimen curativo: sus discursos terminaban siempre con la frase ritual “te están matando”. Era también muy diestra en ciertos comentarios laterales, como “ese medicamento es muy eficaz, qué duda cabe, lo malo es que destroza los riñones”. Estas actividades eran no nada más “sobremanera inciviles y groseras”, sino a veces se escapaban del capítulo de las buenas maneras para bordear el de la delincuencia. Se sabe de un agonizante que en un supremo y asombroso esfuerzo alcanzó a escribir sus últimas palabras: “cúlpese de mi muerte a la maldita Gonza”. Para completar el cuadro es preciso recordar que doña Gonza se presentaba en sus visitas siempre acompañada de un enorme perro, el Folo, que era feroz.

Creo que de esta manera, tan sencilla, queda demostrada la sensatez y prudencia de las “reglas de civilidad y etiqueta” que deben observarse en las distintas situaciones sociales” que en buena hora redactó, “para uso de la juventud de uno y otros sexos”, don Manuel Antonio Carreño. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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