Robert Frost
Prosas
Prólogo y notas a cargo de D. Sam Abrams, traducción de Dolors Udina, Barcelona, Elba, 2011, 158 pp.
“La única disciplina para empezar es el estado de ánimo”, después se trata de comprobar “si tenemos suficiente pan para la mantequilla o suficiente mantequilla para el pan”. Casi siempre nos faltará, o nos sobrará, una de las dos cosas.
Solo disponemos de dos títulos traducidos de la obra poética de Robert Frost –uno en castellano y dos en catalán–, a pesar de estar unánimemente considerado como uno de los grandes poetas norteamericanos del siglo XX, y de haber sido elogiado sin reservas por lo mejores (W. H. Auden, Joseph Brodsky, Derek Walcott, o Seamus Heaney entre otros, de los que en cambio sí disponemos de abundantes traducciones). ¿Qué ha sucedido entonces? ¿Tendrá que ver este relativo olvido con los temas de su poesía? ¿Con la forma de su poesía? No sería de extraño, ya que fue un poeta que pensaba que “toda poesía es una reproducción de los tonos del habla real”, o para quien la definición de la poesía era la siguiente: “palabras que se han convertido en hechos”. Un poeta también que solía hablar de la emoción de las palabras, pero que pensaba que un poema se hace sobre todo con ideas. Pero dejemos de momento su poesía y vayamos a su prosa. Robert Frost, como cualquier otro escritor, en diversos momentos y circunstancias de su vida tomó notas, escribió cartas, escribió diarios, prólogos, reseñas literarias, motu proprio como se suele decir y con frecuencia también por encargo. Prosasreúne una selección de dieciocho textos de la que se ha encargado D. Sam Abrams basándose en The Collected Prose of Robert Frost (2007), obra en la que Mark S. Richardson reuniría los 76 textos en prosa que se han conservado de Frost. Textos de distinto calado e intención, todos ellos tienen un denominador común: la claridad de ideas, la franqueza, la naturalidad, la sencillez, cualidades extraliterarias hoy casi por definición, cualidades, huelga decirlo, de la buena prosa.
Cuando un poeta escribe en prosa, casi siempre lo hace mejor que el supuesto contrario, un prosista que prueba con el verso. Quizás la razón de la diferente calidad de los resultados se deba a que en el primer caso el poeta no pretende, salvo excepciones, hacer literatura, sino sencillamente explicarse o comunicar algunas ideas, propias pero también ajenas, como es aquí el caso, y en el segundo el prosista pretende siempre hacer literatura. De manera que podríamos decir que mientras el primero hace literatura sin pretenderlo, el segundo no la hace pretendiéndolo. Esto, naturalmente, no es un axioma.
Frost, como era de esperar, habla en sus textos casi siempre de poesía. De su creación, de su función, de su trascendencia o intrascendencia, del lugar, exiguo casi siempre, que ocupa en la vida de los hombres, y nos dice entre otras cosas que:
Es absurdo pensar que la única manera de saber si un poema es duradero o no es esperar a ver si dura. El lector inteligente de un buen poema puede reconocer el momento en que recibe una herida incurable de la que nunca se recuperará.
Lo que es ya una declaración de principios sobre la poesía y el arte en general. Un buen poema, un buen relato, no necesitan el inapelable juicio del tiempo para ser reconocidos, aunque sí para perdurar (y yo particularmente pienso que también en muchos casos para ser reconocidos). Claro que Frost parte de dos supuestos que no siempre se dan juntos: un lector inteligente y un buen poema. Frost compara la primera impresión de un poema con el amor. “No hace falta esperar el paso del tiempo”, dice, para reconocerlo. Y otra condición más: “Todo lo que se escribe, para que sea bueno, tiene que ser dramático.” Y añade, a modo de explicación: “No hace falta enunciarlo en la forma, pero o hay dramatismo o no es nada.” (¿Otra similitud con el amor?)
En el principio está la fascinación y al final llega el conocimiento. Para Robert Frost siempre sucede así, de nuevo tanto en un poema como en el amor. En el medio sitúa una serie de acontecimientos afortunados (si son desafortunados, adiós poema y adiós amor) que desembocan en una aclaración de la vida, no necesariamente una gran aclaración puntualiza, nos basta generalmente con algún pequeño descubrimiento. El desenlace es siempre algo imprevisto, pero predestinado. Un escritor, un poeta, no puede provocar ningún estado de ánimo en el lector si no lo experimenta él mismo al escribir. En esto consiste esencialmente la poética de Robert Frost, tan bien descrita en uno de estos textos (“La figura que surge del poema”). “Para mí, la fascinación inicial está en la sorpresa de recordar algo que yo no sabía que sabía.” Suena a Proust efectivamente. “Se produce un feliz reconocimiento de lo perdido tiempo atrás y a continuación viene el resto.” Para Robert Frost un poema “es una idea captada en el momento en que surge”, y “aprender a escribir es aprender a tener ideas”. Aboga por la disciplina de la inteligencia, por contener las emociones o encauzarlas (“es sabido que la emoción supura”) y no someterse a más crítica que a la autocrítica. Y aun así, la cosa no siempre sale bien.
La mayoría de los textos reunidos en Prosas son prólogos a antologías de poetas amigos o a las suyas propias. A Robert Frost le preocupaba tanto la composición de un poema como su comprensión por el lector, quizás porque se daba cuenta de que las dos cosas estaban íntimamente ligadas. “La madurez no es el objetivo” reza el título de uno de esos prólogos. ¿Quiere decir Frost que hay que dejarla que venga por sí sola, o quiere decir que hay que tratar de evitarla? Quiere decir las dos cosas. Y también quiere decir lo que dice: la madurez no es el objetivo, tal vez el conocimiento, tal vez el amor, o tal vez incluso la vida no tenga objetivo alguno. ~
(Madrid, 1950) es crítico literario y traductor. En 2006 publicó el libro de relatos Esto no puede acabar así (Huerga y Fierro).