Aspecto de la exposición "Sembrar la duda: Indicios sobre las representaciones indígenas en Colombia". Foto: Oscar Monsalve / Banrepcultural.

La diferencia es tendencia

Las discusiones más álgidas en el mundo del arte se centran en juzgar si las representaciones de la exclusión son adecuadas. Por suerte, muchas obras trascienden estos restringidos marcos discursivos.
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Vivimos en un momento político en que se le exige al arte ser la imagen de la justicia y al cuerpo del artista la redención de las opresiones. El cuerpo del artista queer, mujer, indígena, negro o migrante se convierte en la bandera de la institución museística y de la crítica del arte, en la prueba viva de que las complicadas teorías que respaldan el ejercicio curatorial y crítico pueden traducirse en una intervención social. El mundo del arte respondería de este modo a las demandas de reconocimiento y representación de los excluidos: el cuerpo equivale a la materialidad de la vida y señala la vulnerabilidad de la pobreza y la exclusión.

En los últimos años, las discusiones más álgidas se centran en juzgar si son adecuadas o no las representaciones artísticas de la exclusión que el artista propone, en una exigencia de pureza que sorprende hasta el vértigo. La expresa solicitud de solvencia ideológica no es nueva: en los casos más extremos, los fundamentalismos religiosos y los totalitarismos políticos han contemplado al arte como una forma de pedagogía con un mensaje unívoco que sirve a los intereses en juego. No obstante, creíamos que la institución artística contemporánea gozaba de una conciencia de la variedad y de la contradicción en el mundo del arte, más allá de la presencia del Estado y las exigencias del mercado.

Ante la interrogación sobre la validez del canon como razón de ser de los museos, se ha impuesto una hegemonía visible en los grandes certámenes artísticos. La competencia parece más de lugares comunes que de obras: el artista es un oprimido, es su cuerpo diferente y está obligado a reivindicar esas opresiones. Su búsqueda implica hacer a su público consciente de sus privilegios y obliga a la solidaridad con su sufrimiento porque denuncia las violencias del presente.

Un acabado ejemplo de esta tendencia ideológica dentro del mundo del arte es la Bienal de Venecia 2024. La inauguración de este año trajo el anuncio de una aparente victoria cuyo entusiasmo rápidamente devino en sospecha. El diario El País tituló el pasado 19 de abril: “Una celebración ‘del inmigrante, el extranjero, el «queer» y el indígena’: todos los excluidos toman el poder en la Bienal de Venecia”. En la nota se celebra el encuentro de arte internacional como la reivindicación de identidades marginales, una necesaria respuesta a la imperiosa decolonización y una invitación a observar lo ignorado durante los 130 años en los que se ha organizado este evento artístico.

Por primera vez en la historia, la curaduría de la Bienal estuvo a cargo de un latinoamericano: el brasileño Adriano Pedrosa, director artístico del Museo de Arte de São Paulo. Pedrosa propuso el concepto de Stranieri ovunque(“extranjeros en todas partes”), un oportuno recordatorio para una Italia gobernada por Giorgia Meloni con su retórica de miedo al foráneo. La curaduría junta bajo el concepto de extranjero a los migrantes, al artista queer (nómada entre géneros y sexualidades), al outsider (en los márgenes de la institución artística al igual que el artista popular y el autodidacta) y al artista indígena en cuanto  extranjero en su propia tierra.

El entusiasmo inicial de los titulares se encontró con la decepción de las voces especializadas, quienes señalaron las contradicciones de un sistema del arte empeñado en la inclusión de la diversidad y en desarmar las violencias heredadas del pasado. El resultado de la curaduría de Pedrosa más bien ha servido de advertencia contra cifrar las esperanzas de reivindicación en una visión esencialista de la identidad en tanto supuesta operación de justicia histórica. La consagración de los artistas en esta Bienal pasaba por su identificación con una identidad sexual, de género, étnica o migrante vista en términos de un conjunto de rasgos diferenciables que han de ser representados artísticamente para así validar el ejercicio decolonizador de las instituciones museísticas. 

Nicolás Bourriaud, historiador de arte francés, cofundador del Palais de Tokyo en París, publicó un texto ferozmente crítico en el que cuestiona la intención central de agrupar a las múltiples interseccionalidades de la diversidad (clase, raza, religión, etnia, identidad de género, orientación sexual, migración) bajo el concepto de extranjero, en una operación que lo único que logra es alinearse a las tendencias ideológicas de moda en el mundo del arte. La muestra se convierte entonces en una fila de identidades esenciales, un desfile de modas desarticulado fácilmente olvidable, de etiquetas que invocan cierto sentido de justicia. Bourriaud señala, además, un motivo emergente en la contemporaneidad: cómo la sanción de la obra de arte se traslada a las coordenadas geopolíticas del cuerpo del artista, índice nuevo del valor estético del arte. Instagram y el GPS generan el criterio estético dominante, es decir, es más importante preguntarse de dónde viene el artista, desde dónde habla y qué tipo de cuerpo tiene.

Por su parte, Natalia Majluf, historiadora del arte peruana exdirectora del Museo de Arte de Lima, afirma que esta Bienal ha significado un regreso conservador a la pintura, género artístico paradigmático de la modernidad entendida como revolución estética. La curaduría de Pedrosa ha validado el canon modernista europeo desde, palabras de Majluf, una inflexión cosificada y deshistorizada que revive una noción del arte del siglo XX –las bellas artes– ampliamente sometida a debate y superada. Por ende, el contexto en el que surge el trabajo de los artistas se disuelve en la pregunta de quién ha sido incluido o no por primera vez en la Bienal de Venecia, la alfombra roja que lleva al canon europeo. Los cuerpos excluidos se convierten en institución.

El discurso esencialista que hace de cada artista un cuerpo oprimido que se despliega frente a nuestros ojos es una tendencia evangelizadora, el circo del oprimido que nos interpela: vengan a ver a los sufrientes del sistema en el simulacro de toma del poder en un certamen artístico, laven sus conciencias en el camino, suelten una lágrima y –si pueden pagarlo– llévense esta imagen pintada por exclusivas manos excluidas que se llevarán su tajo económico luego de las comisiones pertinentes a los intermediarios. Se trata de reducir la búsqueda moderna de la emancipación a través del arte a una imagen aleccionadora que lave nuestros pecados. La historia del arte en el presente parece haber dado un giro regresivo, como cuando en la pintura religiosa colonial se representaban infiernos para asustar a los feligreses y hacerlos piadosos.

En las críticas de las voces especializadas se puede encontrar un punto en común: la existencia de obras de arte capaces de trascender la interpretación curatorial plana con que se la intenta hacer encajar en la moda. Esto es revelador: lo más altisonante y reduccionista de los esencialismos en el arte contemporáneo proviene de los discursos curatoriales. En casos como el de Venecia, la claridad de la denuncia o la celebración de la inclusión buscan el aplauso unánime y aplanador de las complejidades; pero, afortunadamente, muchas obras trascienden esos restringidos marcos discursivos.

Este año se le ha dado el premio de trayectoria a la brasileña nacida en Italia Anna Maria Maiolino, quien presentó una instalación de sitio específico de barro, poesía y sonido. Su obra, titulada Indo & Vindo (Yendo y viniendo) explícitamente huye de la representación del cuerpo indígena, apelando a formas básicas de barro cocido ya familiares en la carrera de la artista. La intención de Maiolino fue construir un espacio real, fuera del símbolo y la alegoría, en el que las diversas figuras de barro remitieran a la labor, a las diversas acciones de las manos que producen las piezas, una referencia a las técnicas ancestrales de alfarería, una celebración del proceso manual de trabajo con la tierra. Esa reflexión sobre la relación ancestral con la tierra no se justifica porque el cuerpo de la artista sea o no indígena, sea o no extranjero; su obra trasciende el concepto curatorial, rehuye de la representación y busca convertir el objeto en la potencia del cuerpo, en el resultado de una acción sostenida de las manos en cuya técnica se cifra la historia.

En vez de disfrazarse de fácil victoria inclusiva, un discurso curatorial puede sembrar preguntas que cuestionen las etiquetas identitarias, sus imaginarios visuales, la construcción del canon artístico y la red de complejidades geográficas, históricas y culturales que construyen la pertenencia comunitaria. Un ejemplo de esta mayor honestidad se encuentra en el proyecto reciente expuesto en el Museo del Banco de la República en Colombia, que recuerda justamente los espacios irresueltos de la representación: Sembrar la duda: indicios sobre las representaciones indígenas en Colombia. Esta muestra ambiciosa de 850 obras toma desde piezas prehispánicas hasta obras contemporáneas, bajo un criterio en el que las coordenadas geográficas del cuerpo del artista no son suficientes para determinar la categoría indígena. Lo importante es preguntarse por cómo se ha construido la representación de lo indígena en Colombia.

Los ejes curatoriales estuvieron conformados por “indicios” en vez de las afirmaciones. El vocabulario no está dicho a la ligera, los “indicios” están construidos de tal manera que no anuncian víctimas y victimarios sino líneas de pregunta. Por ejemplo, el Indicio 3. La imagen fotosensible, es una revisión de la representación foto y cinematográfica de carácter antropológico desde el siglo XIX, “una genealogía de la representación fotosensible de los pueblos nativos [que] supera sin embargo el simple espectáculo de sufrimiento”, en la búsqueda de cómo se ha construido visualmente la representación fotográfica consciente de su mediación con la realidad.

Sembrar la duda hace honor a su título en las estrategias de exhibición pues los artistas no están acotados por una visión esencialista de la identidad. Destaca en ese sentido la selección de cerámicas del español de origen vasco Jorge Oteiza, quien dirigió la Escuela de Cerámica de la Universidad del Cauca y esculpió piezas inspiradas en la escultura megalítica prehispánica; Antonio Caro, un artista nacido en Bogotá pionero de las prácticas conceptuales –famoso por escribir “Colombia” con la tipografía de Coca Cola–, con una obra en la que reproduce la firma del líder indígena Manuel Quintín Lame; así como un tejido de cuentas de Divine –la drag queen musa del cineasta John Waters– hecho por el colectivo Millones de maneras, formado por mujeres trans de la comunidad emberá del Pacífico colombiano.

Estos recorridos complejos se propusieron trascender la localización geográfica y la construcción cerrada de una identidad. Un vasco viajero, un bogotano citadino y un colectivo de mujeres trans confrontan sus visiones sobre las representaciones indígenas en Colombia más allá de culpables e inocentes, sin necesidad de nombrar la inclusión en las paredes del museo como un golpe mortal al estatus quo, o apelar a las imágenes del cuerpo oprimido buscando despertar la piedad. En el caso de la exposición colombiana, el discurso curatorial trasciende la tendencia ideológica del presente para acercarse a la historia de Colombia con atención crítica a la visualidad de lo que llamamos indígena.

Una verdadera toma del poder artístico de las minorías, que trascienda el titular fácil, pasa por rechazar el consuelo de la representación o la absorción canónica que significa el triunfo de un nombre que aparece por primera vez en una exposición europea. Antes de ese ansiado momento de toma de poder toca pensar en otro secuestro: el de una sensibilidad general que solo reclama reivindicaciones superficiales como un eslogan para obtener likes en redes sociales. El sistema del arte se ha vuelto lo suficientemente hábil como para metabolizar las críticas a velocidades impensables, garantizar su supervivencia y en el camino hacer buenos negocios. El presente requiere sembrar dudas, cultivar sospechas, ofrecer algo más que la visibilidad de un cuerpo vulnerable como un aparente triunfo ético disuelto en una tendencia. ~

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Escritor, periodista, curador y crítico de arte venezolano residente en México.


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