Hay que hacer un esfuerzo para imaginarse a Pablo Picasso famoso, sí, pero irrelevante; celebrado, pero ya no el delantero del arte, la punta de lanza que fue alguna vez. Había llegado el momento inimaginable en que sus pinturas dejaban de dictar tendencia.
Cuenta la historiadora del arte Britiany Daugherty que las galerías francesas de los cincuenta dejaron de invitar a Picasso porque preferían exponer las audacias del expresionismo.
((Britiany Daugherty, Picasso’s Susanna: A Modern Way of Looking. Disponible en academia.edu ))Todavía en los ochenta el Tate se metía en aprietos para justificar la compra de un Picasso tardío, desviviéndose por desmentir que el español hubiera dejado de influir en las nuevas corrientes del arte. Para entonces eran Pollock y Rothko los nombres que se vienen rápido a la mente, esos que se pronuncian a la menor provocación.
Uno revisa la parte final de su cronología, hojea un libro de sus últimas pinturas, y no atina a nombrarlas. Por los cuerpos desordenados y los colores contundentes, uno reconoce a Picasso, sí, pero no sus cuadros. No reaccionamos ante ellos con la familiaridad inmediata que sentimos cuando estamos, por ejemplo, ante El Guernica.
En un periodo que para la mayoría supone la jubilación, Picasso regresó a Manet, Velázquez, Rembrandt. La misma Daughterty se lo imagina desinteresado del presente y del mundo, parafraseando las obras del pasado y adaptándolas al cubismo –algunas veces con maestría, otras con desgana. En pocas palabras, aferrándose a su época. A veces pasa que el compromiso con uno mismo se vuelve necedad.
En ese divorcio de lo actual, Picasso se topó con la historia de Susana y los viejos, un tema recurrente en el Renacimiento y el Barroco. Decidió actualizarla. Lo que en términos llanos significa que la ajustó al cubismo.
Momentos antes de tomar un baño en la fuente de su jardín, Susana fue acechada por un par de hombres viejos que le pusieron una encrucijada. Bien podía acostarse con ellos, satisfacer sus deseos sexuales, o no hacerlo y entonces ser acusada falsamente de adulterio. En su papel de heroína del Antiguo Testamento, Susana opta por lo segundo –por la virtud– y al poco tiempo termina condenada a morir lapidada. No es hasta que le pide a Dios que interceda por ella cuando a un inspirado profeta Daniel se le ocurre confrontar los testimonios del par de viejos que al descubrirse contradictorios, prueban la inocencia de Susana.
En este caso, el alegato feminista es que uno podría pintar cualquier escena de esta historia: el juicio, por ejemplo, o su desenlace. Pero Picasso, como hicieron los clásicos, escogió el momento en que Susana, desnuda, todavía no advierte la presencia de los viejos en el jardín: ese inicio que, sin el resto de la trama, se vuelve estampa de un erotismo voyeurista.
Para modernizarla, prescindió de la fuente, del jardín, y a cambió la pintó dentro de una habitación y reclinada sobre una cama –el par de viejos que la espían por la ventana traman su embuste. A eso se resume la aportación del cubista.
((Tiene razón Dogherty cuando apunta que Susana nunca había sido representada en esa posición. Sí en cuclillas como la de Tintoretto, sentada como la de Gentileschi o encorvada como la de Rembrandt, pero jamás acostada. Al hacerlo, Picasso combina esta escena con la iconografía de la Venus desnuda y tendida sobre un lecho, lo que provocó una tremenda confusión entre los académicos que titularon el cuadro Desnudo reclinado o Desnudo con voyeuristas. Apenas sabemos que se trata de Susana por la presencia de los viejos. ))
Un año antes de la muerte de Picasso, Suzanne Lacy, Judy Chicago, Sandra Orgel, Jan Laster y Aviva Rahmani se reunieron para presentar el performance Ablutions. Hay que decirlo: en el contexto tradicional del arte –el de Picasso y el que Picasso tenía en mente con Manet o Ingres– la reunión de cinco mujeres más bien hace pensar en odaliscas, en esas pinturas de mujeres dedicadas a atender los placeres de un rey turco, pero no en artistas. Fue inédito que se juntaran para repensar el baño, el desnudo femenino y la mirada voyeurista del hombre no como piezas de una escena erótica, sino como elementos que dijeran la experiencia de una violación.
No pensaron en Susana y los viejos, pero los recursos del performance –la fuente reemplazada por una tina de metal, el jardín vuelto piso de concreto– me sugieren que por fin se descartó el tema del baño erótico para mejor representar la violación. “En esa época (los setenta), nadie hablaba de eso”, dicen Lacy y Chicago cuando recuerdan que les tomó un año reunir los testimonios de siete mujeres que se atrevieron a contar, en cafeterías sin clientela y bajo el amparo de los susurros, que fueron violadas.
Además de ese silencio social, traigo a cuento a la Susana y los viejos de Picasso para que la oración “nadie hablaba de eso” cobre el peso que le corresponde. Desde Tintoretto hasta mediados del siglo XX, el desnudo de Susana servía como imagen de lo erótico o para ensayar algunos postulados sobre la figura humana, pero nunca para decir la experiencia encarnada de la violación como la vive una mujer.
Uno de los reclamos más insidiosos contra el arte feminista es que se trata apenas de contenido. Dicen sus opositores que por atender a la experiencia, las feministas descuidan el arte. Ablutions desmiente esa acusación.
La idea original fue reunir a la audiencia en una habitación y reproducir los testimonios. Anticiparon que no habría bastado –como no basta ahora– el recuento de las víctimas. Uno puede poner en duda las palabras del otro, conjeturar intenciones y pretextos; forcejear hasta hacer que la certeza mude en un montón de suposiciones. Incluso para víctima, la verdad se vuelve un titubeo.
De ahí que este grupo de feministas decidieran acompañar los testimonios con el performance: se imaginaron que sería imposible desentenderse de las palabras si las encarnaban.
Por turnos, se sumergieron en una tina con diez mil huevos, en otra con cincuenta litros de sangre de res y en otra más, llena de arcilla. Cuenta Sharon Irish, quien dedicó una investigación a los performances de Lacy, que la arcilla se secó al poco tiempo y que al cuartearse, se entreveía la sangre.
((Sharon Irish, Suzanne Lacy. Spaces Between, University of Minnesota Press, 2009. Posición 551/3483. ))Claro que Ablutions es un performance de desnudos, pero cubiertos de esas sustancias densas y viscosas, los cuerpos asumen su desgracia. Se presentan repulsivos, muy lejos del erotismo.
Mientras se sucedían las abluciones, Lacy clavó 50 riñones de res en las paredes del estudio. Tengo para mí que ese ruido continuo e intransigente evoca la sensación de los órganos penetrados a la fuerza. ¿A qué huelen mil huevos y tantos litros de sangre? El inescapable tufo de lo repugnante hizo que la experiencia de la violación se volviera incuestionable.
Al final, las mujeres fueron vendadas de pies a cabeza, atadas entre sí con una cuerda, recostadas y abandonadas en ese piso de concreto justo cuando la grabación del testimonio se detuvo en la siguiente frase: I felt so helpless that I couldn’t move (me sentí tan vulnerable que no pude moverme).
Para los que se preguntan qué hace el feminismo por el arte: decir que sólo inauguró algunos temas sería una injusticia (como lo es asegurar que no se trata más que de un empeño democrático). Además del contenido, Lacy, Chicago, Laster, Rahmani y Orgel combinaron lo verbal, el ruido, la representación visceral del cuerpo por medio de un performance que consiguió invertir los términos del baño y el desnudo: el erotismo titubeó, la violación se aceptó como certeza.
Horrorizados o conmocionados, los espectadores de Ablutions no pudieron asumir una mirada voyeurista. Dejaron de ser mirones. Salieron del estudio y de la escena haciendo arcadas, con el cuerpo ya contagiado de los efectos de la violencia.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.