Imagen: Casa de México en España.

La pintura lúcida de Alfredo Castañeda

La Casa de México en España presenta una exposición del pintor mexicano, fallecido hace diez años. Este texto explora las principales constantes de una obra que encierra el cosmos en un cuadro.
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Lo que estoy reivindicando (la belleza que revela lo sagrado) no pertenece al tiempo, ni al espacio, sino a lo más interior de todos los seres humanos.

Alfredo Castañeda

 

Hace diez años murió en Madrid uno de los pintores más originales del siglo XX. Mexicano, afincado en España los últimos años de su vida, Alfredo Castañeda fue un autor aparentemente surrealista, irónico y ambiguo. Al margen de las corrientes artísticas en boga desplegó un lenguaje pictórico único que aúna lo real y lo intangible. Hoy, a una década de su partida, la Casa de México en España presenta una exposición de su obra: un homenaje imprescindible a un pintor excelso, difícil de categorizar, perteneciente a la estirpe de los disidentes como Balthus, de Staël o Czapski, quienes lejos de reproducir los contornos visibles de la realidad conspiraron para trascenderla, para transgredir el lienzo sin aniquilar la imagen y encontrar algo semejante a una revelación, aunque esta se ocultara en la apariencia de lo cotidiano.

La importancia de Castañeda reside en que su pintura encarna lo espiritual del arte entendido como una búsqueda de lo esencial, y lo hace a partir de un lenguaje exquisitamente arcaico y ferozmente moderno, atemporal, que abreva en el eterno presente de la pintura y donde se perciben ecos tanto de Antonello da Messina como de Mark Rothko. Sus cuadros, colmados de luz interior, poseen una profundidad espacial y una fuerza del color que invaden al espectador, llevándolo de un primer impacto sensorial a una vivencia filosófica, si se quiere mística, e invitándolo a mirar hacia el infinito. Encierran una experiencia íntima de una existencia humana que desde lo personal va en busca de lo universal y anuncia una epifanía latente, la experiencia de una realidad trascendente al alcance de la mano, en los límites entre lo real y lo ficticio, en el tiempo y fuera del tiempo. Exhortan al espectador a una mirada voraz, penetrante y lúcida. Una pintura despojada de atributos prescindibles, hecha de luz, transparencia, atmósfera, en busca de una cosmogonía personal y universal, de un destello de lo divino.

La pintura de Alfredo Castañeda restaura la dimensión sagrada del arte. No tanto en el sentido religioso, como filosófico. Sus cuadros son un sofisticado e inteligente ejercicio plástico que traspasa la superficie de la tela e indaga la realidad hasta adentrarse en lo trascendental. Lo hace a través de medios puramente pictóricos merced a su afilado ingenio. Sus cuadros no son ideas pintadas, sino expresiones plásticas de ideas. No hay voluntad narrativa. Su fuerza reside en una austeridad formal, una estructura implacable, un colorido refinado in extremis, casi inmaterial, una luz mística. Cada elemento participa en un todo escueto y elocuente, forjando un universo quieto y a la vez perturbador. La pintura de Castañeda no es surrealista. No ilustra, no se difumina en fantasías, no revela sueños ni persigue atmósferas oníricas. Lo metafísico, lo insólito o lo sobrenatural forman parte de la realidad, conviven dentro de un cuadro, regidos por una lógica avasalladora, como en los lienzos de los primitivos flamencos. Su rigor formal, dominio del color (irrelevante para los surrealistas), y el tratamiento abstracto de la luz remiten a lo sagrado como parte de una realidad cercana, de un destino inevitable. La extraña tensión que habita estos lienzos se debe a un juego de elementos pictóricos que se traduce en una obra desconcertante.

En esta pintura no hay nada accidental, nada que no sea importante. Castañeda, el arquitecto perfecto, desnuda los cuadros de cualquier elemento superfluo. Ordena todo con equilibrio entre el detalle y el conjunto. Una construcción ideal, de una simplicidad exquisita, donde el refinamiento del color es supremo y la composición se basa en una síntesis absoluta, sentido de ritmo y fina geometría. En la claridad y limpidez de la forma, en una estructura visual impecable, meditada, nítida se nota la huella del pensamiento arquitectónico de Mathias Goeritz o Luis Barragán, que ahonda en el tratamiento del color como elemento constructivo y compositivo, cargado de una fuerte emotividad y espiritualidad.

Es el color que transfigura el espacio y nos transporta a otra dimensión. La claridad difusa de los azules sin fin, la profundidad aterciopelada de los negros esfumados, que rehúyen el contorno rodeados de misterio, las transiciones de colores rotos surgen de una visión del color apoyada en una maestría técnica oculta al espectador, intuida por otro pintor. Son esos colores rebuscados, atenuados, suavemente apagados que a base de veladuras, transiciones delicadas, gradaciones tonales y yuxtaposiciones de matices parecen transparentes. Transparentes en el sentido de alcanzar una profundidad irreal, una translucidez casi flamenca (imposible verlo si uno no se enfrenta en vivo a esos cuadros). Son colores silenciosos, fundidos con el lienzo, no tienen fin, se puede entrar y adentrarse en ellos. Colores no terrenales. Dijo el maestro Suger que “el esplendor y la riqueza del color trasladan el alma de lo material hacia lo inmaterial”. La única excepción es el ocre: ocre arena, ocre tierra, ocre carne. Un color torpe, opaco, cubriente, tangible. Terrenal. El color del cuerpo.

La superficie pulida y refulgente de estos lienzos recuerda antiguos cuadros flamencos cuyo fulgor se debía a mezclas ópticas de colores cálidos y profundos, obtenidos a partir de finas capas superpuestas de pigmentos puros, traslúcidos, cuya luminosidad se acentuaba por la brillantez del fondo de greda blanca sobre tabla y por un acabado de barnices resinosos. Pintura calada por la luz como una vidriera gótica. El esmalte que provoca la distancia y cautiva a la vez. La materia pictórica queda lisa. Carnosa, pero intacta. La pincelada viene escondida. Intangible. Acheiropoietos. No hecho con la mano del hombre.

Esa sensación no terrenal que tenemos frente a los cuadros de Castañeda viene asimismo de la luz que irradian. No es una luz real. No hay claroscuro, no hay sombras ni contrastes lumínicos violentos. Es una luz fría, difusa, que emana desde dentro de la tela, se transforma en color y lo absorbe. Crea una profundidad infinita que atrapa la mirada y la encierra dentro de un cuadro-mundo donde hay un vacío que habla. Y que transgrede el marco.

Castañeda reinterpreta algunos recursos estilísticos bizantinos (superficies planas y abstractizantes, falta de claroscuro, luz abstracta, espacios irreales de irradiación espiritual, concepción de la figura humana estática, la frontalidad rígida, la intensa fijación de los ojos, disposición de personajes a contraluz sobre un fondo claro). Se sirve de algunos elementos formales, pero va más allá, ahonda en el espíritu del arte bizantino con su predominio del elemento teológico sobre el devocional. El ícono no es tanto una imagen piadosa, sino un medio de búsqueda de lo divino. Un instrumento de contemplación. El eslabón más importante que une el mundo terrenal con la esfera celestial. Una ventana abierta hacia la eternidad. Pintar un icono (según Pavel Florenski) sería repetir cada vez el acto de creación divina. Y eso es la pintura de Castañeda: un acto de encerrar el cosmos en un cuadro.

Toda esta pintura está profundamente impregnada de una sensación de estar frente a un espacio intermedio, un pasaje hacia otra realidad. Son cuadros-espejo que nos seducen y obligan a hundir la mirada en el verde oliva de los retablos medievales, etéreo y transparente que se aleja y esfuma en los horizontes azulados, límpidos e infinitos. Pierre Daix, escribiendo sobre Picasso, menciona la metáfora del hombre-pintor en lucha con la materia, con el mundo. En caso de Castañeda, él ya no se enfrenta al mundo, sino a sí mismo, a este azul implacable, al momento de pasar, de partir. De ahí la tensión en sus cuadros, una mezcla de inquietud y serenidad que subyace en cada espera frente a lo inédito. Otra realidad o la nada o lo que sea y será al final de un viaje.

De ahí el vacío y una sensación de inmensa soledad. De extrema pureza. Nada sobra en este mundo condensado, lapidario, conciso, ordenado. Lo mínimo, lo esencial, lo imprescindible. Como un bagaje antes de partir. Un legado de alguien que ya encontró lo que buscaba y nos lo está revelando, desnudándose, pero desde una lejana distancia. Una pintura ascética, exenta de minuciosidades y anécdotas. Los símbolos: solo los necesarios. El mismo personaje. Flotando en el aire, colgando, abrazándose a sí mismo, desdoblándose, multiplicando las caras, las manos, las piernas entrelazadas, la mirada. Una mirada de los mosaicos bizantinos o códices georgianos, de unos ojos grandes, inmóviles, escrutiñadores, ojos que nos penetran mirando hacia lo eterno. La misma cara-efigie-máscara. Un Ecce homo, un rostro de Cristo de las vidrieras medievales, el profeta Elías que se cubre con su propia barba, un San Cristóbal cargando con el peso del mundo. Un Caronte esperándonos. Un viajero-navegante, una suerte de Hodegetria masculina, el que muestra el camino. Atemporal y obsesionado con el tiempo. Un tiempo encerrado, suspendido, extinto, vencedor y vencido. Al final, esperamos para partir. Como en un cuadro-testamento que evoca El paso de la laguna Estigia de Patinir del Museo del Prado con un personaje esperando al lado de un barco vacío en medio de un mar-océano inabarcable.

Son cuadros de meditación. Son plegarias o preguntas. Una pintura suspendida entre ser y estar, donde el estar camina hacia el ser.

¿Qué siente un pintor cuando se enfrenta a los cuadros de Castañeda? Cuando una tela cubierta de tintes casi pierde su corporeidad abrazando lo inefable. Un anhelo de tocar cual un santo Tomás, un deseo de entrar en el lienzo, desgarrar sus entrañas, husmear en sus profundidades. Entender el cómo. Porque en la pintura de Alfredo Castañeda, como en la de los grandes maestros, el cómo hace el qué. Es el lenguaje pictórico lo que crea, sostiene y revela toda una exploración espiritual.

Entonces, ¿cómo ha hecho el cómo? Acheiropoietos. No hecho con la mano del hombre.

 

La exposición Alfredo Castañeda: de la mano del maestro, comisariada por Marina Castañeda Matos, se puede ver en Casa de México de Madrid hasta el 13 de septiembre.

 

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Pintora y crítica de arte, polaca de nacimiento y mexicana por adopción.


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