Los incendios forestales que desde hace semanas arden sin tregua en diferentes puntos de California evocan imágenes apocalípticas. Llamas que tragan montañas, kilómetros de bosque encendido, animales que huyen despavoridos en busca de refugio y agua, tornados de fuego y humo que arrasan barrios enteros, familias que lo perdieron todo. Esta temporada de incendios ha sido la más destructiva que se haya registrado en la historia de California, y los científicos aseguran que el aumento de la temperatura del planeta ha creado las condiciones para que estos eventos sean cada vez más posibles. Pero el incremento de la temperatura global tiene consecuencias menos visibles e igualmente peligrosas para la estabilidad del planeta. Y éstas, a diferencia de las más desastrosas y visualmente impactantes, son difíciles de comunicar.
Desde el nacimiento de la ciencia moderna, los científicos han construido metáforas y analogías para comunicar hallazgos y explicar fenómenos que son imperceptibles para los sentidos. La función de estas metáforas es contar historias y crear descripciones que den forma a conceptos abstractos. El movimiento ambiental, en particular, las ha utilizado para motivar la acción y el cambio. Son ejemplos la “primavera silenciosa” acuñada por Rachel Carson en 1962 para ilustrar las consecuencias del uso indiscriminado de pesticidas y cuestionar prácticas económicas insostenibles, o el “agujero de la capa de ozono” que resultó en compromisos internacionales concretos y en la acción multilateral efectiva. Pero la mayor amenaza ambiental que enfrenta la humanidad en este momento, el cambio climático, no ha encontrado su metáfora.
El cambio climático no es una sola cosa. Se manifiesta a partir de un conjunto de causas y efectos que son visibles a través de los registros históricos de la temperatura de la superficie de la Tierra, la extensión máxima del hielo ártico, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera, el aumento del nivel del mar, la acidificación del océano, la extensión de los glaciares o el clima extremo (tormentas de nieve, lluvias torrenciales, etc.), por nombrar algunos. Dado que todos estos signos nos envuelven, afectan áreas geográficas y poblaciones de maneras distintas y cambian a paso lento, son invisibles para quienes no los sufren directamente. Y los negacionistas han sacado ventaja de esta condición para salir con perlas como “el clima siempre ha cambiado”, o “si la tierra se está calentando, ¿por qué hace tanto frío?” para confundir al público sobre la realidad del cambio climático.
En vez de metáforas, la comunicación del cambio climático ha utilizado metonimias para evocarlo, enfatizando aspectos puntuales de un fenómeno que está en todos lados. Un estudio publicado en 2014 y ampliamente citado concluye que es mejor usar el término “calentamiento global” a “cambio climático”, aunque no sea tan acertado, porque es fácil de entender y evoca urgencia.
A diferencia del término “cambio climático”, que es abstracto y requiere un ejercicio de imaginación, esta metonimia climática apela a las experiencias sensoriales personales (a la corporización cognitiva). Todos hemos sentido calor, fiebre o sed, y la experiencia de estas sensaciones ayuda a crear una imagen mental de la Tierra calentándose, ardiendo, derritiéndose.
Sin embargo, aunque resulten efectivas para capturar la atención del público y crear imágenes concretas, imaginar el cambio climático a partir de metonimias desvía la atención de su ubicuidad y de su carácter humano, social. Las figuras retóricas que hemos construido no capturan la disparidad e injusticia de los impactos climáticos, que afectan desproporcionadamente a los cuerpos de quienes han sido históricamente marginados.
Como señala Alex Nading, la metáfora del calentamiento global representa a la Tierra calentándose como un todo, y esconde la realidad de los impactos diferenciados del calor. Nading describe el caso de los cortadores de caña en el norte de Nicaragua, que sufren, enfermedades renales crónicas asociadas a la exposición prolongada al calor, y para quienes más días de calor extremo significa una sentencia de muerte. La realidad de estos trabajadores agrícolas ejemplifica crudamente los hallazgos de un informe publicado por el Fondo Monetario Internacional que encontró que los países más afectados por el calentamiento serían los países más pobres, mientras países nórdicos como Rusia, uno de los más contaminantes y notorio por su inacción climática, se beneficiarían.
Si las metonimias climáticas, a pesar de su eficacia para generar conciencia, son problemáticas porque ocultan las injusticias inherentes al cambio climático ¿cuál es la alternativa?
Pensadoras del feminismo negro han articulado una teoría de justicia ambiental que parte del punto de vista femenino negro, del conocimiento construido desde el cuerpo, y del concepto de interseccionalidad, es decir, la idea de que quienes enfrentan distintas formas de exclusión padecen, en consecuencia, varias formas de violencia al mismo tiempo. Así, como señalan Sueli Carneiro y Kishi Animashaun Ducre, en los cuerpos de las mujeres negras recaen violencias de género, de raza, de clase, ambientales, y por lo tanto, su lucha por liberar/sanar sus cuerpos del abuso, de la contaminación, de las enfermedades crónicas, de las lesiones ocupacionales significa desmontar sistemas sociales injustos que afectan a muchas otras personas. Esta perspectiva toma en serio la experiencia como punto de partida para entender las conexiones profundas entre fenómenos geofísicos, violencia social y distribución de justicia.
Vistos de esta manera, por ejemplo, los riñones enfermos de los cortadores de caña no son solo riñones: son síntomas de la violencia ambiental, de la explotación laboral, de la falta de acceso a sistemas de salud, del abandono estatal. Curarlos implica garantizar condiciones laborales y sociales justas, y frenar el paso acelerado de la degradación ambiental.
No basta con hablar del cambio climático en función de sus consecuencias más desastrosas y espectaculares. No es tampoco suficiente pensarlo a partir de sensaciones térmicas, porque estas metáforas no capturan la gravedad de las consecuencias geofísicas y sociales del aumento de la temperatura global. Es más adecuado pensarlo a partir de metáforas que evoquen las experiencias de quienes lo viven en su cotidianidad, incluso en carne propia. Así, el cambio climático aparece como lesión, daño, herida, pérdida, y estas metáforas de perjuicio capturan más acertadamente la violencia e injusticia de sus impactos.
Antropóloga política y de medios digitales. Gestora bilingüe de contenido web para la Union of Concerned Scientists. Investigadora afiliada, Programa de Antropología, MIT.