Lo conocí poco después de que obtuvo el Premio Nobel de Química junto con su tutor y amigo de Irvine, Sherwood “Sherry” Rowland. Quería escribir un libro que expusiera cabalmente la trayectoria, nada exenta de turbulencias, chantajes y amenazas, que los llevó a obtener ese galardón, que compartieron con el químico de la atmósfera Paul Jozef Crutzen, conocido por acuñar el término “Antropoceno”, la era en que diversas acciones humanas están teniendo un efecto catastrófico a escala planetaria.
El flamante ganador trabajaba en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Era, pues, necesario trasladarse a Boston. La primavera bostoniana puede ser severa, así que en varias ocasiones pospusimos las grabaciones a causa de sus persistentes catarros. Además, Mario debía cumplir con las tareas propias de un asesor científico del presidente. Cuando no estaba en Washington, me fue contando a pedazos el periplo que los llevó a él y Sherry a comprender mejor la naturaleza y mecanismos químicos de la atmósfera terrestre. Nunca perdió el hilo, ni siquiera cuando pasaba una semana entre una sesión y otra.
En el tiempo que trabajamos en aquel libro me di cuenta de que para él no se trataba de exponer un problema, recibir el aplauso (y el estipendio) y voltear a otro tema. Tanto Molina como Rowland nos ofrecieron un ejemplo de compromiso con la vida. El primero, luchando contra el desdén, la incomprensión y la envidia de otros investigadores, empresarios, periodistas, políticos. El segundo, con el orgullo de haber decidido, varias décadas antes, dejar el basquetbol profesional para optar por la investigación de un tema original y útil, tal vez sin saber que eso lo llevaría no a la fama y el dinero, pero sí al triunfo que permite reparar las cosas rotas de la sociedad.
Tras mi llegada a Boston, conseguí alojarme en una casa de huéspedes, en el barrio de Cambridge, a unas cuadras del MIT. Caminé en medio de una ligera nevada. Estaba tan emocionado que los copos se derretían a mi alrededor. Después de haber platicado con una veintena de ganadores del Nobel, sabía que nunca había que llegar antes de cinco minutos, ni mucho menos, cinco después. Controlé mi paso y conseguí presentarme a la hora concertada en el piso décimocuarto del único edificio alto del instituto, junto al río Charles. En esta “fábrica” de premios Nobel, quien lo obtiene se hace merecedor de una espaciosa oficina, junto a espléndidos laboratorios, en lo más alto del edificio. Caminé por el pasillo en busca del laboratorio indicado. De pronto, una señora de bata blanca salió en forma intempestiva de la puerta inmediata anterior y se plantó frente a mí. Era muy pequeña, y no obstante, determinada. Entrecerró los ojos, parecía que su piel morena estaba a punto de ebullir.
–Busco al profesor Molina.
–¿Quién lo interrumpe? –dijo la mujer, estirando su cuello.
Pronuncié mi nombre.
–Tenemos una cita, vengo desde México…
–Sí, ya sé, ustedes, los periodistas, se dedican buena parte de su tiempo a echar a perder el de otros… Vaya a la siguiente puerta y toque.
Al menos había tenido la delicadeza de referirme a él como “professor” y no como doctor, una manera tradicional de distinguir a quienes han obtenido el Nobel. Mario me advirtió que tendría que salir esa noche a Washington. Se ausentaría un par de días.
–Pero, mira –me dijo–, léete este libro y cuando regrese, hablamos.
Se trataba de un volumen de gran formato, lujosamente impreso y con profusión de imágenes, que algún banco le había encargado a un periodista reconocido para regalarlo en Navidad a sus clientes. Lo metí en mi portafolios y me retiré. El autor ofrecía una semblanza magra de Molina, mencionaba ocasionalmente a Sherry, no sabía qué había hecho Crutzen y, para colmo, cometía errores crasos, por ejemplo, al comparar Silicon Valley, donde a principios de los 90 estaba naciendo una comunidad tecnologizada, con algunos logros de los inventores nacidos en la región de Daytona.
Regresé a los dos días. Cuando me preguntó qué me había parecido el libro de marras, enumeré las diversas pifias que había encontrado. De hecho, mientras esperaba su regreso, había visitado la biblioteca pública de Boston y verificado mis sospechas. Mario dibujó una amplia sonrisa al escucharme y, de esa manera, pasé la prueba. Pudimos charlar de manera pormenorizada sobre los motivos y circunstancias que lo llevaron desde muy pequeño a interesarse en los procesos químicos, la transformación de los elementos en moléculas, las causas de que este complejo tejido molecular provoque la vida, los ataques y los mecanismos que la naturaleza ha inventado para neutralizarlos.
El libro fue publicado bajo el título Nubes en el cielo mexicano. Mario Molina, pionero del ambientalismo y ha merecido repetidas reimpresiones. Mario leyó el original antes de que lo enviara a la editorial, y cuando apareció la primera edición desayunamos en un hotel de la Ciudad de México.
–Me gusta mucho el ritmo –me dijo–, sobre todo, la manera como le diste sentido al galimatías que fui soltándote en los días de Boston.
Reímos. Algo sabía Mario de musicalidad, pues su hijo con María Luisa Tan, estudió música y biología. Lejos de ser un embrollo, impropio y oscuro, la epopeya en defensa de la atmósfera terrestre estaba ahí, lista para ser contada. Siempre que voy a una escuela, a un encuentro con jóvenes estudiantes de ciencias y letras, con gente curiosa de la sociedad, y traen un ejemplar bajo el brazo, agradezco mi suerte.
Durante el tiempo que pasé entrevistando a Mario Molina entendí por qué su asistente me había dado semejante bienvenida y él mismo me había lanzado el “torito”. El tiempo apremia, y no podemos perderlo con personas ávidas de hacerse notar a costa de otros; con gente que confunde las cosas, publica por publicar, sin ofrecer a sus lectores más que un champurrado. A diferencia de los investigadores que investigan sobre lo ya investigado y de esa forma intentan perpetuarse sin ofrecer una respuesta a quienes han confiado en ellos, o bien, de los ganadores del Nobel que se retiran a disfrutar de su laurel, Mario se convirtió en un gladiador del ozono, un guardián de la atmósfera, luchando los últimos veinticinco años de su vida en la arena política, científica, social y mediática, negándose a ver el espectáculo desde las gradas. Como pionero del ambientalismo, fue uno de los artífices de algo inimaginable: el Protocolo de Montreal. Descanse en paz, amigo de la nubes.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).