Tres décadas de cultura digital

Han pasado treinta años desde que empezó a gestarse una cultura digital a escala planetaria, cuyos alcances apenas se alcanzaban a vislumbrar cuando Tim Berners-Lee subió la primera página web.
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Camino por los pasillos del laboratorio europeo de física subatómica, CERN. Me detengo frente a un cubículo del Edificio 2. En la puerta hay una pequeña placa conmemorativa, cuya primera frase reza:

“Donde nació la Web”.

Treinta años han pasado desde que comenzó a gestarse una cultura digital a escala planetaria. Si bien el cómputo personal había comenzado a desbordar los muros de la comunidad ingenieril alrededor de 1983, fue hasta que algunos avezados lograron comunicar esas rudimentarias y lentas máquinas entre sí para formar redes mediante una herramienta, entre otras, poderosa y simple a la vez, el hipertexto, que dio inicio la cibercultura en la que vivimos inmersos. Sin sospecharlo siquiera, este fenómeno tecnosocial sepultó el posmodernismo y nos catapultó a un enfebrecido hipermodernismo, el cual se caracteriza por el consumo masivo, desmedido, y una imperiosa necesidad de satisfacción personal, mezclada con la inquietud de creer que vivimos en un mundo que navega hacia lo incierto. Todo fluye a lo bestia: materias primas, productos, alimentos, desperdicios, anhelos y frustraciones.

En marzo de 1989 un pequeño grupo de expertos, dirigidos por Tim Berners-Lee y Robert Cailliau, comenzó a diseñar y construir la World Wide Web en el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares (CERN). Fue aquí, en Ginebra, donde Berners-Lee subió la primera página web el 20 de diciembre de 1990, en una computadora NeXT, a la que le puso un letrero pegado en la pantalla: “¡No apagar, es un servidor!”. Su propósito original era actualizar los sistemas de cómputo que deberían gobernar funciones en los aceleradores de partículas, almacenar los millones de datos emanados de ellos y sus detectores, y ayudar a agilizar su análisis. Eso requería una comunicación pronta, “cara a cara”, entre laboratorios localizados en diversos continentes, separados por miles de kilómetros. Su lenguaje HTML (HyperText Markup Language), sencillo y universal, pulverizó esas distancias de manera confiable y “amigable”, sin olvidar que CERN nunca puso obstáculos legales para que este invento se usufructuara sin restricciones.

Durante el verano de 1991, cuando los franceses aún creían en el rudimentario minitel, estuvieron disponibles las páginas web para cualquiera que tuviera acceso a internet. En México los interesados pudieron conectarse a fines de ese año, gracias a la adquisición de una súpercomputadora Cray por parte de la UNAM. El primer servidor español comenzó a funcionar en 1992, auspiciado por la Universidad de Cantabria y a cargo del grupo de Física de Altas Energías, formado por investigadores de diversas instituciones de esa nación cercanos a CERN. El año siguiente, mientras sitios aparecían y desaparecían cada semana, una de las pocas páginas estables que incorporaba imágenes atractivas era el semanario británico New Scientist.

Por aquel entonces la revista The Economist publicó una caricatura en la que se ve a dos personas montadas en la cresta de dos olas a punto de chocar. Uno viste de traje y corbata, y navega en una tabla de surf convencional; el otro viste bermudas, playera y gorra, y navega montado en un teléfono móvil. Durante este periodo iniciático ambos mundos, el analógico y el digital, sufrieron una inusitada sacudida y han tenido que aprender a convivir. La vieja guardia forjó las máquinas analógicas en las cavernas de Vulcano-Efesto, cosa que tampoco pudo evitar la nueva ola. Esta divinidad salvaje, que explota las entrañas de la Tierra sin descanso, fue capaz de surcar los cielos ligeros de las tabletas y computadoras portátiles, de la ropa y accesorios con ordenador incorporado, y toma por los cuernos la incipiente inteligencia artificial. Se adaptó a los tiempos cambiantes y ahora fabrica asesores inteligentes e incorpóreos para satisfacer al aprendiz de brujo que habita en cada usuario de internet, ya sean carcamales que niegan el cambio climático o jóvenes veganos, quienes se ven forzados a atesorar protocolos, claves de acceso, votar por el mejor algoritmo, aprender a desarmar trampas en un entorno virtual dominado por el espíritu de Mercurio, aquel impulso que nos precipita a recorrer el mundo sin movernos de nuestro asiento. Para el hipermoderno, la vida es un videojuego.

Aun así, uno de los mayores logros de la cultura digital es la generación de ciborgs, personas que han encontrado una respuesta a diversas lesiones mediante implantes, hasta hace poco impensable, o bien gente que lo hace por pura experimentación estética, como el músico Neil Harbisson y la artista Moon Ribas.

La cultura digital potencia una incomensurable sensación de ligereza, de ubicuidad, exalta nuestro empecinamiento hipermoderno por convertirnos en seres omnipresentes y omnipotentes. Pero hay un precio a pagar. Trabajadores de Silicon Valley, la cuna de esta civilización cibernética, practican el “ayuno de dopamina”, convencidos de que los numerosos artefactos digitales generados por la tecnología contemporánea estimulan en nuestro cerebro una excesiva producción de dicho neurotransmisor químico, el cual nos ofrece “recompensas”, placer, empujándonos poco a poco a la inacción física y, por tanto, a adquirir manías hipermodernas y conductas insanas, entre ellas la peor de todas: volverse improductivo. Hay que poner un alto, hacer algo tajante de vez en cuando, al menos durante 24 horas. Salir del mundo digital y sumergirse en el analógico. Así, los ayunantes de dopamina dejan de escuchar música, de ver pantallas, no comen durante ese periodo, sólo beben agua, suspenden cualquier práctica onanista y amorosa. Sólo se vale meditar, caminar, escribir.

Otra consecuencia al cabo de estos años es la inminente ruptura del internet mundial. Rusia, China y sus satélites irán distanciándose de manera paulatina. Hasta qué punto, no lo sabemos. Pero a partir de ahora una segunda generación de internautas, quienes apenas oyeron hablar de la arcádica horizontalidad de la web, animada por las ganas de compartir el conocimiento, y más bien padecieron/disfrutaron de su recomposición vertical en el capitalismo duro, tendrán que ingeniárselas para descifrar la maraña que surgirá en la década que comienza.

Tenemos encima a los hackers que, día y noche, secuestran datos de personas y hacen pagar sumas de dinero considerables. Hace treinta años estos peculiares personajes solo deseaban demostrar que todo candado tiene una llave, que todo muro habrá de ser derribado. Luego vinieron los ambiciosos y los que tienen un interés político. Un ejemplo digno de una novela cibernegra es el de la dominatriz de las criptomonedas, la doctora Ruja Ignatova, quien desapareció de manera súbita en 2017. Hoy existen vengadores justicieros del enjambre cibernético quienes se dedican a combatir el ransomware, es decir, los virus que envían los criminales a fin de extorsionar a su víctima. Así que para un roto, siempre hay un descosido. Y su remendador, quien no está exento de recibir amenazas. Es el testimonio de un tal Fabián, seudónimo que utilizó este famoso hacker en su entrevista con el periodista de ciberseguridad de las noticias en línea de BBC, Joe Tidy. Ahí Fabián muestra fragmentos de los ataques cibernéticos que recibe debidamente encriptados como pan de cada día.

La World Wide Web apareció por la necesidad de intercambiar datos, cuyo volumen se estaba volviendo ingobernable. Por más ingenuo que suene, no tenía ninguna otra pretensión que la de conectar personas, asegura Robert Cailliau. Pero se convirtió en un ágora atestada de megáfonos. Como me dijo el doctor Vinton Cerf, apóstol en jefe de Google, empresa que tiene la misión de conectar gente no sólo dentro de la Tierra sino fuera de ella, “conozco la naturaleza perversa, negligente del humano, pero también confío en su grandeza”.

Quienes hace treinta años vieron nacer, e incluso fueron protagonistas de dicho experimento digital, hoy en día esparcido por muchos lugares del planeta, siempre supieron que, una vez terminado el exiguo periodo utópico en el que sólo algunos iniciados y curiosos navegábamos por una primitiva red de conexiones (1990-1993), sobrevendría el largo catálogo de necedades e infantilismos propios de los seres humanos, amplificados de una manera que apenas podemos vislumbrar sus consecuencias, ahora que una generación completa ha vivido semejante experiencia hipermoderna, y cuyo perfil podría resumirse así: “no eres profundo, no eres intelectual, tampoco eres artista ni poeta. ¿Crítico? Sólo tienes acceso a la web”. También ha catapultado a quienes se creían poco creativos y sin ninguna posibilidad de tener acceso a un medio para expresarse. Desde el sitio más banal y estúpido hasta el más ingenioso y divertido, una cultura inédita hace tres decenios ha permitido la aparición de nuevos héroes y villanos, moldeando un mundo fingido, intensamente virtual.

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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