Un clásico de nuestro tiempo

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Stephen Jay Gould, La estructura de la teoría de la evolución, traducción de Ambrosio García Leal, Barcelona, Tusquets, 2004, 1,426 pp.

 
     Fue en el Museo del Inmigrante de la Isla Ellis. Stephen Jay Gould curioseaba sobre el pasado de su ciudad. Me presenté y caminamos juntos algunos metros. Bromeamos sobre los apellidos trastocados e hicimos números. ¿Cuántos héroes del pueblo, cuántos mafiosos habían pasado por ahí? ¿Cuántos artistas se habían fraguado en aquella aduana? ¿Cuántos científicos, cuántos malandrines, cuántas mujeres y niños que soportaron el peso de la Gran Manzana se habían apersonado aquí?
     No eran preguntas para contestarse. Sólo había que observar en derredor nuestro: una forma de vida había prosperado. Un accidente en el caótico acontecer humano, un ejemplo de la selección natural estaba resumido en ese museo. Desde luego, todo esto no formaba parte del tema sobre el que un científico como él querría opinar, ya que desde su punto de vista la selección natural sólo explica la evolución, por lo cual es inútil para comprender a la sociedad, su historia y su cultura. Así que todas las escaramuzas ideológicas que intentan llevarnos de la historia natural a la historia de la cultura están relacionadas con una metáfora literaria o una impostura científica. Jay Gould era, no obstante, humano, y si bien poseía una personalidad neurótica y un tanto intolerante, tenía un lado lúdico, encantador, lleno de evocaciones e imaginación al servicio de las ideas y el buen discurrir.
     Esto se nota en su obra magna, La estructura de la teoría de la evolución, que terminó de escribir poco antes de su muerte. No sólo se trata de una defensa ardorosa e imaginativa de un darwinismo más profundo, de su darwinismo, interesante sólo para los expertos; es un libro que puede darle a cualquiera claves para entender el destino de la vida en la Tierra. No es fácil leer hoy en día un libro de mil cuatrocientas páginas. Sin embargo, si uno se ha apasionado alguna vez por la historia de la vida, resultará una lectura fascinante. Quienes se hayan acercado a algunos de sus libros más técnicos o sus ensayos de divulgación encontrarán aquí figuras retóricas conocidas, si bien renovadas por la vitalidad de su pluma. Por ejemplo, Jay Gould recuerda las metáforas de Falconer y Darwin, y establece un curioso símil entre la forma en que se ha estructurado la teoría de la evolución y la construcción de la Catedral de Milán, mientras que para explicar la lógica básica de la teoría darwiniana recurre a un fósil de coral hallado y dibujado por el famoso artista y científico Agostino Scilla. Con desenfado, admirador confeso de Tom Wolfe, Jay Gould hace gala de su cultura heterodoxa, que incluye a George Elliot, pega de hit en el estadio de los Medias Rojas de Boston y regresa con orden y claridad a mostrarnos lo que un hombre brillante, dedicado, astuto polemista (es admirador de Voltaire) puede llegar a saber si evita comportarse como uno de esos eruditos convencionales que quieren explicarnos “la historia de las ideas”.
     Jay Gould expone uno de los argumentos más poderosos y vehementes en defensa de su visión en la página 706. Según escribe, el equilibrio puntuado representa la escala geológica propia de los eventos de especiación, que pueden durar miles de años, y no una necia pretensión de instantaneidad para el origen de las especies según el patrón convencional humano. Cometemos los mismos errores con las escalas no familiares de tamaño, se lamenta. Jay Gould insiste en el valor de la individualidad en las especies. Sabemos que nuestros cuerpos residen en un continuo que abarca desde el ángstrom en el nivel atómico hasta el año luz con el que se miden las distancias galácticas. La individualidad existe en todos estos dominios, pero cuando intentamos comprenderla a cualquier escala distante caemos fácilmente en la mayor de las parcialidades. Tenemos un conocimiento tan íntimo y familiar de una clase particular de individuos (nuestros propios cuerpos) que tendemos a imponer las propiedades características de este nivel a los estilos muy distintos de individualidad a otras escalas. Este inevitable vicio humano es una fuente interminable de problemas, aunque sólo sea porque los cuerpos de los organismos representan una clase muy peculiar de individuo que apenas sirve de modelo para el fenómeno comparable a la mayoría de otras escalas.
     Enseguida, Jay Gould recurre a la literatura para ilustrar cómo la impresión de individualidad se vuelve tan esquiva a otras escalas que ni siquiera los mejores literatos se apartan mucho de nuestra clase de cuerpo y nuestro patrón de tamaño cuando escriben sobre alienígenas. También se sirve de la cultura popular, y está dispuesto a calificar Viaje alucinante como una película de culto para entender lo que pasaría si un grupo de personas fueran inyectadas en el torrente sanguíneo de un congénere. Este cuerpo, especula Jay Gould, se convierte en el entorno de los protagonistas. De pronto, pasa a ser una colectividad, más que una entidad unitaria, mientras que las partes del cuerpo se convierten en individuos para los huéspedes encogidos. Cuando un icono de la salud y la belleza como Raquel Welch se debate contra una bandada de anticuerpos, comprendemos hasta qué punto el continuo triádico parte-individuo-colectividad depende de la circunstancia y el interés.
     Luego Jay Gould arremete contra los evolucionistas que ven en las adaptaciones la única meta explicativa importante del darwinismo y las consideran impulsoras de la evolución a todos los niveles. Más adelante sentencia: “No creo que esta perspectiva funcione bien ni siquiera para los organismos”, aunque admite que se trata del dominio de aplicación “más prometedor”. Los evolucionistas miopes no serán capaces de apreciar la diferente individualidad de las especies, ni la continuidad y los cambios abruptos, sin que éstos sean considerados como una forma de regresar al saltacionismo o mutacionismo. Las poblaciones intermedias entre una especie y sus descendientes son extremadamente raras en el registro fósil, según Jay Gould y su colega Niles Eldredge, lo cual supone que su duración fue muy breve. Así que, en términos geológicos, el cambio de una especie a otra aparecería como un salto; sin embargo, en términos biológicos el cambio habría sido continuo y no gradual.
     Jay Gould deseaba ofrecer una definición operacional del darwinismo en vez de sugerir una solución general y fundamentada, una larga argumentación lo suficientemente específica “para que los lectores la comprendan y la compartan, pero lo bastante amplia para prevenir las disputas doctrinarias sobre militancia y lealtad que parecen inevitables cuando definimos los compromisos intelectuales como promesas de lealtad a determinados dogmas […] Por eso siempre he preferido como guías de la acción humana los imperativos hipotéticos confusos del estilo de la Regla de Oro, basados en la negociación, el compromiso y el respeto general, al imperativo categórico kantiano de la rectitud absoluta, en cuyo nombre tan a menudo matamos y mutilamos hasta que decidimos que habíamos seguido la especificación equivocada de la generalidad correcta”.
     Descanse en paz, Stephen Jay Gould, y larga vida a su apasionante obra. –

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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