127 horas, de Danny Boyle

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En las primeras secuencias de 127 horas se ven imágenes de multitudes en situaciones distintas, pero todas en estado de euforia: haciendo la ola en un estadio, en el piso de remates de una bolsa de valores, corriendo delante de un toro durante la Pamplonada. Luego una sola imagen: en un departamento en penumbras, un hombre se prepara para algo. Guarda cosas en un backpack, saca del refrigerador varias botellas de Gatorade y escucha los mensajes almacenados en su contestadora: amigos y familia que le recuerdan compromisos y piden que les llame cuando tenga un minuto libre. Por lo visto, no será ese día. El hombre sale con prisa, se trepa a su auto y maneja visiblemente emocionado. En algún punto, grita. “¡La noche, la música, y yo!” Como fondo, desde el primer cuadro, se escucha una canción techno en la que irrumpen tambores tribales. La letra se traduciría más o menos así: “Debe haber un químico en el cerebro que nos distingue de los animales pero nos hace a todos iguales. Úsalo si te anestesia, úsalo para venirte, úsalo si te ayuda a ser prefecto en algo.”

Visto de cierta manera, no es otra cosa que una introducción con punch que habrá de perder importancia una vez que se narre el drama que se aproxima: la caída dentro de un surco de un escalador de montañas, cuyo brazo queda atrapado entre el muro y una roca enorme. Si se mira desde otro punto, es la presentación del protagonista según Danny Boyle –el director inglés conocido por retomar temas oscuros y presentarlos bajo una luz brillante. En el mejor ejemplo de ello, su controvertida Trainspotting (1996), el junkie protagonista, Renton, hace una descripción memorable de un golpe de heroína: “Piensa en el mejor orgasmo que has tenido, multiplícalo por mil, y sigues lejos de imaginar qué se siente.” Primo muy lejano de Renton –pero, al final, emparentado–, Aron es también adicto al vértigo y establece sus prioridades alrededor de él. En las películas que protagonizan, esta adicción no es objeto de un juicio de valor.

En 127 horas, Boyle hace un primer retrato de Aron no a partir de su biografía sino con flashes de su temperamento. Sin embargo, llegado el momento, establece la premisa con la gravedad que le corresponde: al resbalar en el surco, el peso de su cuerpo (potenciado por la caída) hizo que los bloques de piedra tuvieran sobre su brazo el efecto de una aplanadora. Sus huesos, cartílagos y venas quedaron atascados en un espacio por el que no pasaría una hoja de papel. Tras cinco días de inmovilidad y desgaste, el personaje debe elegir entre seguir acompañando a su brazo o separarse de él. Habiendo comprobado que su única “herramienta” –una navajita suiza– no servía para cincelar piedra, el personaje la usa para hacerse una amputación.

Decir esto no es “contar el final”. La anécdota espeluznante que recrea 127 horas le sucedió a Aron Ralston, un ingeniero mecánico, en mayo de 2003. Ralston sobrevivió a la tragedia, y la contó en el libro Between a rock and a hard place. Fue nombrado “Persona del año” por las revistas GQ y Vanity Fair, y ha sido invitado a los talk shows más populares de Estados Unidos. O sea, es considerado un héroe nacional.

Gracias a la mirada de Boyle, el Ralston interpretado por James Franco es más interesante que un héroe. La película subvierte las reglas del subgénero “relatos de supervivencia”, estancado en el realismo más plano y que no pasa de ser gore y sentimental a la vez. La historia de Ralston es brutal pero, irónicamente, poco “atractiva” para un cine que narra historias brutales solo si son dinámicas. Entre la caída en el surco y la amputación del brazo de Ralston no habría, por así decirlo, mucho campo de acción.

Enfrentado al reto de acompañar durante más de una hora a un personaje debilitado e inmóvil, Boyle opta por hacerlo en otro plano de la realidad: aquel al que nos lleva la mente cuando percibe que el entorno es imposible de tolerar.

Las “nuevas” realidades de Ralston no son un paseo por el parque. Según van pasando las horas (que él llega a experimentar como minutos o meses) es visitado por personas de su presente y de su pasado que le recuerdan lo que ha hecho mal: la exnovia con quien, por lo visto, se portó como un patán; su madre, siempre esperando que la llame por teléfono; gente a la que pudo avisarle adónde se iba de excursión pero, simplemente, no lo hizo. Otras visiones se desprenden de sus necesidades fisiológicas: cuando (por fin) un rayo de sol se cuela entre las rocas, evoca la manta con la que lo cubría su padre cuando salían de excursión. La sed, insoportable, lo transporta a una fiesta llena de latas de cerveza apiladas sobre camas gigantes de hielo. Los momentos de delirio de Aron conviven con periodos de lucidez, en los que toma conciencia de su deterioro físico y de las pocas probabilidades de salir vivo de ahí. Usa su videocámara para registrar la experiencia y, según va perdiendo esperanza, para despedirse de su familia y sacarse del pecho culpas y arrepentimientos. Este formato le sirve a Boyle para agregar otra dimensión al cuento: el tiempo capturado, que Ralston usa para recuperar su pasado –y torturarse todavía más.

Más que experimentos de estilo, las películas de Danny Boyle hacen uso legítimo de una de las facultades del arte: tomar como materia prima los impulsos más bajos del hombre, la corrupción de sus sistemas y el dolor psicológico y físico para crear un nuevo discurso que conserve intacto el trasfondo de horror, pero que provoque sensaciones y respuestas nuevas. Es el caso de 127 horas, que usa todos los recursos del cine para hacer del género del martirio una película que abre ventanas hacia otras posibilidades (y géneros).

En congruencia con el guión, era crucial que el actor que interpretara a Ralston fuera convincente en su retrato de la agonía pero superara el estereotipo de la víctima. Hiperactivo, espontáneo y simpático compulsivo, el Aron de James Franco deja claro al espectador que suele permitir que la adrenalina decida su siguiente paso. Es ella la que lo condujo al surco, y es ella la que lo empuja a escaparse de él.

Lo que lleva de vuelta al tema de su estirpe de personajes con vidas al límite, pero conocedores de las consecuencias de sus decisiones y actos. “Yo escogí todo esto”, dice Aron en un momento de la película. “Me he estado moviendo hasta esta roca desde el momento en que nací.” Nada más superar la prueba, regresa al montañismo con el ímpetu de antes. Boyle apenas lo sugiere: “Desde entonces ya nunca dejó de avisar adónde iba”, pero quien eche un vistazo a la biografía post-accidente de Aron sabrá que, tras recuperar su brazo, incinerarlo y esparcir las cenizas en el cañón, se dedica a escalar montañas cada vez más altas. Una forma de superar el trauma, pero también la compulsión hedonista presente en los héroes y antihéroes de Boyle. 127 horas puede ser vista como un tributo al valor de Aron Ralston pero es, ante todo, una película energética e –irónicamente– desbordada de vitalidad. La hipnótica canción de Free Blood que explota desde el primer cuadro sería un prólogo poco probable a una historia típica de superación. Sirve para bajar al héroe del pedestal y mezclarlo con las hordas que corren delante de toros, surfean olas gigantes, apuestan su dinero y, si no mueren en el intento, seguro lo vuelven a hacer. Un asunto de naturaleza humana, que solo difiere en forma e intensidad. En palabras del junkie Renton, el más popular del cine: “La gente cree que en este asunto solo hay desesperación y muerte –algo que no debe ignorarse–, pero se olvidan del placer que hay en él. Si no fuera así, no lo haríamos. Después de todo, no somos estúpidos.” ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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