Al búfalo por los cuernos

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En la novela de Guillermo Arriaga El búfalo de la noche, un adolescente llamado Manuel jala con un gancho de ropa los restos de un gato atrapado en un radiador –“apestaba a podrido y a orines”–, le cuenta a un compañero de clases que completó la tarea en el velorio de su tía favorita –la cual “murió atropellada por un camión de refrescos que se quedó sin frenos”–, y con una piedra grande hace añicos un parabrisas –habría preferido “madrearse” al conductor. Éstos, entre muchos otros, son actos, ideas y recuerdos en apariencia tangenciales al verdadero asunto: el suicidio de su mejor amigo, Gregorio, la relación clandestina que sostenía con Tania, la novia de éste, y la sensación de ser observado (y castigado) por Gregorio, aún después de la muerte, a través de mensajes cifrados que Manuel, desesperado, busca comprender.

El búfalo, la novela, se narra en primera persona. El mundo que describe pasa por el tamiz de la percepción de Manuel. El gato deshilachado y podrido, la muerte vulgar de una tía, y la imagen de sí mismo convertido en madreador no son, entonces, tangenciales, son el verdadero asunto: la psique intensa y morbosa del narrador. El búfalo de la noche no es la historia de un puñado de adolescentes, sino la de cómo sus lados oscuros construyen relaciones malsanas, que pueden ser causa o efecto de las desgracias que las rodean. La pregunta y sus variantes –qué pasó antes o después, cuál es su rol en la historia, quién está engañando a quién– atormentan al narrador a lo largo de la novela. Más allá de si el lector encuentra o no afinidades con los temas, respira en el relato los aires de un cierto mundo: extraño y paranoico, sólido por fragmentado, la estructura conveniente para un narrador único y la historia de su obsesión.

Cuatro años después de la publicación de El búfalo de la noche, se estrena la película que lleva su nombre, del director venezolano Jorge Hernández Aldana. Hernández y Arriaga se encargaron de la adaptación.

La convención y el punto de vista que defiende la autonomía de las artes híbridas nos hacen considerar retrógrada la comparación de una película con sus fuentes literarias. Una novela no debe sentar criterios inamovibles para su adaptación al cine. Vamos, ni siquiera el mismo guión. Éste es sólo una guía –el nombre lo dice– que muchos otros habrán de seguir con resultados que ni el director más tirano podría controlar o prever. O puede decirse al revés: una película no es sólo su guión, y mucho menos la novela en la que se basa ese guión.

Hay quien clama, sin embargo, que el valor de una película se desprende de una visión de las cosas plasmada primero en papel. Más que nadie en los últimos años –y de manera más pública–, el escritor y guionista Guillermo Arriaga ha rebatido los argumentos que adjudican al director la autoría de una película, y defendido a capa y espada la preeminencia del texto sobre su interpretación. Considera que el escritor es quien concibe un mundo único y complejo, y que la labor del director es asistirlo en la traspolación de ese mundo al medio cinematográfico. Que los guiones son “obras de cine”, que una palabra vale mil imágenes, y que el escritor de cine debe intervenir en las cuestiones de producción.

El búfalo de la noche, la película, despierta un interés especial: es la puesta en práctica de una polémica teoría de autor. En acato a la importancia que Arriaga otorga al escritor, intentaré referirme sólo a cuestiones del guión. Hago a un lado –él lo aprobaría– el trabajo del director. Y también, porque el caso lo pide, volveré una y otra vez a la fuente literaria que él mismo adaptó.

La trama de la cinta remite a la novela: el joven Manuel (Diego Luna) se reúne con su amigo Gregorio (Gabriel González), recién salido de un hospital psiquiátrico. Al poco tiempo se entera de su suicidio. Manuel hereda de Gregorio una caja con fotos, frases y objetos sin conexión. Para descifrar el mensaje, Manuel reconstruye el pasado e interpreta el presente a la luz de ese tiempo viejo: su relación con Tania (Liz Gallardo), la ex novia del muerto, parece estar en el centro del enigma. Cuando Manuel comienza a recibir cartas que hacen eco de las frases en la caja, su conducta se vuelve cada vez más violenta e irracional.

“La película es una construcción donde hay una historia y una reelaboración sensible de esa historia”, dijo Arriaga en una entrevista reciente sobre la escritura de cine (Letras Libres, abril 2007).

“Al juntarse esas dos gramáticas –concluía– el mundo de la historia permea la película.” Sin más referencia que la película, uno diría que el mundo de la historia detrás de El búfalo de la noche es más bien anodino, habitado por personajes lánguidos, sin grandes emociones que compartir con el espectador. Tomando como referencia el mundo de la novela, se echan de menos la consistencia y la caracterización. 

Ya se ha referido Arriaga a la que quizá sea la desventaja más contundente del cine frente a la literatura: la imposibilidad de narrar una historia en primera persona. La cámara subjetiva define un punto de vista, pero no basta para expresar la autoconciencia del personaje (un voice over continuo volvería imposible cualquier tipo de interacción). Por lo tanto –dijo Arriaga–, a diferencia de la novela, el guión de El búfalo de la noche es, sobre todo, visual. En cualquier otra historia, el atajo sería difícil, pero quizá funcional. En El búfalo de la noche, no. Equivale a conservar los signos –en este relato casi todos los objetos lo son– despojándolos del significado que tienen para el narrador.

Si en la novela Gregorio es un depredador sexual, rudo y dado a excitarse con la trasgresión, en la película es un amante considerado y sentimental. (No que esto se traduzca en menos escenas de sexo: a falta de profundidad psicológica, gratificación visual.) En vez de ser el detonante de pasiones destructivas, el Gregorio cinematográfico participa de hechos extremos y escucha declaraciones insólitas con la expresión azorada de quien no tiene la menor idea de cómo llegó allí. Una Alicia en el país de la esquizofrenia y la bipolaridad.

Las figuras femeninas en la vida de Manuel son –o deberían ser– clave para entender su lado impulsivo y las metáforas sobre animales salvajes que van del título hasta el desenlace, y que el propio Arriaga ha usado para referirse a su vocación. La función simbólica de cada una de ellas –el retozo (Rebeca, una compañera de escuela), la sustitución (Margarita, hermana de Manuel), y la caza de una presa elusiva, que es también predadora (Tania, la novia compartida)– se pierden en el camino de la novela a la adaptación. “Te tenía pavor”, le dice Margarita a Manuel, vaya uno a saber cuándo, dónde y por qué. Con Rebeca el problema es mayor: sólo aparece una vez, y no hay pista de las repercusiones de su existencia en la de Manuel. Si el guionista, como ha dicho Arriaga, debe encontrar una estructura sin desperdicio, este aparente paso en falso podría atribuirse a otra definición de economía: la que vuelve inconcebible desperdiciar un desnudo de Camila Sodi –después de Diego Luna, la actriz más cotizada del reparto– aunque sea en una secuencia que no cumple una función. Por último, pero no al final, el personaje de Tania –el más complejo de la historia, vértice de un triángulo que sobrevive a la muerte– no encuentra en Liz Gallardo a una actriz que transpire su naturaleza dual. (Quizá Sodi, actriz con más registros, habría encarnado a una Tania fiel al espíritu original.) Tratándose de otra película, las fallas en el reparto no serían adjudicables al guión. Pero El búfalo de la noche es la obra de un guionista que, fiel a sus preceptos, fue también su productor.

La impunidad como el peor castigo, el silencio como respuesta, y la certeza de que la locura y la muerte toman la forma de un búfalo que acosa de noche a Manuel, cerraban la novela de Arriaga con un asomo al abismo al que camina sin remedio el personaje narrador. En su salto de la literatura al cine, Manuel evita el vacío y aterriza en la pantalla convertido en un héroe inspirado por el amor. Un salto quizá calculado para evitar que la obra se estrelle contra las expectativas del gran público, poco preocupado con asuntos de autoría y siempre entusiasta con las fábulas de redención. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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