Batman inicia: infancia es destino

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Hasta hace poco más de un mes, dos seres tachados de oscuros le debían una explicación al mundo. Ambos de máscara y armadura negras, largas capas al suelo y cierta actitud teatral, portaban sus complicados atuendos con sospechosa convicción. Uno de ellos le sacaba provecho: la armadura para proteger, los accesorios para escalar, la capa para planear el vuelo; el otro la usaba para esconder daños anatómicos y, de paso, complementar el look del Mal. Batman y Darth Vader, las dos hombres de negro más famosos de la mitología popular gringa, escogieron el mismo año (por poco también el mes) para sacar los esqueletos del clóset y explicar sus decisiones de vida. Una de ellas, en qué maldito momento decidieron disfrazarse así.
     En vez de comparaciones fáciles hablemos de coincidencias a la vista. Sin intención de angostar la brecha que separa, por mucho, la naturaleza de ambos personajes (antigüedad, linaje, y la múltiple autoría del Batman cinematográfico, en oposición al monopolio creativo del que Vader es producto), puede decirse que las dos películas comparten una misma función argumental: explicar el momento crucial en que el héroe llegó a ser y servir de engranaje al resto de las representaciones cinematográficas de sus protagonistas (cinematográficas, hay que insistir, porque Batman existe más allá del cine —el cómic de culto de Bob Kane, en el personaje interpretado por Adam West para la televisión—, mientras que Darth Vader es el hijo de la primera mitología escrita para ser filmada por su autor y director).
     Hasta hace poco más de un mes, entonces, la coincidencia de las versiones y su proximidad en el estreno podía sonar como una pésima idea. Y acabó siéndolo, pero por las razones opuestas. La venganza del Sith fue un éxito previsible y chabacano como todo lo demás en la saga de La guerra de las galaxias, mientras que Batman inicia sorprende por su equilibrio casi perfecto entre tono, tema y tratamiento, y vuelve lejanos la decepción provocada por las horribles versiones de Joel Schumacher (Batman Forever y Batman y Robin) y el recuerdo de las curiosas pero olvidables entregas de Tim Burton (Batman y Batman regresa). Los procesos físicos y psicológicos de la conversión del millonario Bruce Wayne en un hombre murciélago hacen de la versión del director Christopher Nolan (Memento, Amnesia) no sólo la mejor adaptación cinematográfica de la historia del superhéroe, sino una lección de muchas cosas para el atmosférico pero superficial Burton, el estridente y aburrido Schumacher y, no cuesta trabajo decirlo, para el sobrevalorado George Lucas, incapaz de escribir una línea de diálogo verosímil, delinear un personaje entrañable o dedicarle más de unas pocas secuencias a la mutación de Anakin Skywalker en torso que repta, y de torso que repta en el villano más temible de muchas galaxias alrededor.
     La primera lección de Nolan y de su coguionista David S. Goyer fue hacer un alto sin prisas en el detalle escabroso que vuelve a Batman un personaje más afín a la psicosis de un hombre común que al heroísmo de un personaje fantástico. A diferencia de los demás de su tipo, Bruce Wayne no nace con superpoderes ni los adquiere por accidente: es un superhéroe hechizo que se resiste a llevar una existencia normal. Los porqués de su transformación —torcidos, ambiguos y producto de un trauma infantil— son esenciales para entender la naturaleza de su segunda identidad. Es aquí en donde la dirección de actores, el redondeo a personajes secundarios y el detalle puesto al preludio de la acción vuelven a Batman inicia la única versión en cine que toca el corazón del asunto. Durante una primera parte que describe la relación entre el niño Bruce y sus padres, los días que siguen al asesinato de éstos y el entrenamiento del joven Bruce en artes de combate a cargo de una secta oriental, el espectador encuentra en Wayne su punto de identificación. Esto no implica que lo entienda o lo quiera, sino que lo obliga a convivir con él lo suficiente como para cederle un espacio en el ámbito de la existencia humana, no tanto como un personaje ordinario sino como el vehículo de fantasías y anhelos difíciles de confesar. La elección de Christian Bale en el papel del millonario huérfano es quizá el mayor acierto de la película: haciendo eco de Patrick Bateman, el asesino yuppie que el actor interpreta en la adaptación de Psicópata americano (otra película que se debe a los registros de su protagonista), su encarnación de Bruce Wayne es la de un hombre cuya máscara más temible no es la de un murciélago humano sino el rostro falsamente impasible con el que se levanta y se acuesta. Wayne, según lo interpreta Bale, es un coctel de principios morales, vulnerabilidad y rencor.
     Una segunda lección es la de no escatimar en recursos (narrativos, no sólo económicos) para explicar la transformación física de Batman y la elección de gadgets por un lado anacrónicos y por el otro esenciales al personaje. Un problema común en el cine fantástico actual es encontrar un punto medio entre la evolución de la tecnología cinematográfica y el espíritu de las fuentes originales: adaptaciones de relatos fantásticos escritos a principios del siglo pasado, recreación de universos gráficos imaginados hace más de cincuenta años o —para volver al ejemplo de La guerra de las galaxias— seguimientos de una idea del futuro concebida hace veinticinco años, con armas y robots cuya estética es hoy considerada retro. A menor capacidad de sorpresa de un espectador contemporáneo, mayor la necesidad de devolverlo a un estado de inocencia visual. Que en esta versión de Batman el hombre murciélago tarde más de una hora en hacer aparición a cuadro obedece a una ecuación que pone la historia que se narra —su misterio, sus sutilezas— por encima de las más bien obvias posibilidades presupuestales del medio.
     Por último, la enseñanza que cada vez más los guionistas y directores han decidido ignorar: lo complejo no es complicado, ni lo fantástico es un género al servicio de la atrofia mental. Cada escena de Batman inicia —cada diálogo, personaje e imagen— permite una lectura doble sobre nociones convencionales del bien y del mal, aun tratándose de una alegoría sobre ideales que apelan a lo universal (cada escena, quizá, menos las que involucran a la zonza fiscal Rachel Dawes, el único personaje en desventaja con sus análogos previos). Si Batman es un héroe social o un vulgar vigilante, si la Legión de las Sombras, la secta que lo enseña a pelear, es una secta fanática o una fuerza reguladora con una ética propia, o cuál es la línea que distingue la voluntad bienhechora de la simple vanidad justiciera, son cuestiones que no se resuelven en aras de la claridad. Ni Batman ni Wayne son sencillos. Nadie interesante lo es.
     Estas lecciones no son de realismo, sino de verosimilitud. ¿Es necesario que una película de aventuras, fantástica, o como quiera llamarse a toda historia que tiene lugar en una realidad imaginada, se ajuste a un criterio mundano sobre lo que es o no aceptable? No si sus vericuetos son golosina visual, sí cuando se pretende representar un dilema moral (en el caso de Batman, la venganza como forma de la justicia en bruto: la condena del individuo en aras de la colectividad). La moral se inscribe en el ámbito de lo humano, y el espectador, por lo general, también. Ya no se diga la psicología, rama a la que se atribuyen las manías de uno de los pocos superhéroes por elección, y que como ningún otro ilustra la máxima freudiana sobre infancia y destino (ya no se diga la personalidad esquizoide, o las fobias y filias dictadas por la represión). Como dice Bruce Wayne cuando le cuentan de uno que anda haciendo ruido por ahí: “Un hombre que se disfraza de murciélago tiene issues por resolver.” –

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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