Casi al inicio de Manhattan (1979) de Woody Allen, Isaac (Allen) y su joven novia cenan con una pareja de amigos de él. Cuando la pareja llega a su casa, la mujer pregunta a su esposo si ha reconsiderado la posibilidad de tener hijos e ir a vivir a los suburbios, a Connecticut. La respuesta de él es amable pero firme: antes hay cosas que hacer, como escribir un libro sobre O’Neill y conseguir los fondos para levantar una revista. La vida está en la ciudad, y dejar de vivir en Nueva York para ir a los suburbios supone una especie de retiro, una renuncia a los proyectos importantes. Esta rígida noción parece bien arraigada en la mente de los neoyorquinos –al menos es lo que el cine nos ha dejado ver en más de una ocasión. Así lo confirma Sam Mendes en Revolutionary Road (2008).
Mendes se inspira en la novela homónima de Richard Yates, publicada en 1961. El escritor, que nació en un suburbio (Yonkers, Westchester), inaugura su obra con una lamentación en forma de epígrafe, cortesía de John Keats: “Ay, cuando la pasión es mansa y brava a la vez”. La cinta se ubica a mediados de los años cincuenta y da cuenta desde los minutos iniciales de la bravura de la pasión (ya luego se irá amansando) entre April (Kate Winslet) y Frank (Leonardo DiCaprio), que se conocen en una fiesta. Ella es una aspirante a actriz; él es un estibador. Bailan apasionadamente. Corte. Ella aparece en el escenario. Cae el telón y los comentarios son unánimemente negativos: la obra es un fracaso y, en particular, el desempeño de ella. Pronto descubrimos que han pasado varios años, que April y Frank son ya marido y mujer, que tienen hijos y… que viven en los suburbios. La vida se ha vuelto rutinaria y los planes de ambos se han aplazado: viven en una especie de limbo, cómodo pero poco satisfactorio, en el que ella es una inconforme ama de casa y él sigue sin ganas los pasos de su padre. Entonces, en el aniversario número 30 de Frank, April le propone dejar todo y viajar a París, ciudad que él vive añorando (cuando habla de ella lo hace con vehemente entusiasmo: en París, según dice, la realidad es sinónimo de intensidad): el plan es que allá, mientras ella trabaja, él tenga tiempo para encontrar qué quiere hacer con su vida. Poco tiempo después él recibe la propuesta de un ascenso y se entera que ella está embarazada. Y siguen en los suburbios…
Sam Mendes apuesta por un prolijo dispositivo de puesta en escena que, además de tener la función primaria de crear la época, es pertinente para matizar las emociones que experimentan April y Frank. Es particularmente elocuente el viaje que a diario hace él para llegar a su trabajo: en el andén de la estación suburbial de tren hay una muchedumbre de hombres que visten como él, y que, también como él, llevan un gesto de resignación; en la estación de trenes de Nueva York la cantidad se multiplica, y vemos a cientos de hombres que caminan apresurados. La uniformidad se impone y hace que los afanes de singularidad se asfixien en la abrumadora insidia de la grisura ambiente. Las atmósferas se tornan opresivas y por momentos dan la sensación de claustrofobia gracias, en buena manera, a la luz de Roger Deakins (cinefotógrafo de cabecera de los hermanos Coen), quien alterna sombras duras y suaves y colores fríos con cálidos. A ello contribuye, además, el frecuente registro en planos cerrados con poca profundidad de campo. La cámara es provechosa también para registrar la separación de los amantes, como el que a la distancia muestra cómo se acercan y ella luce de menor talla que él: luego descubrimos que si van en la misma dirección, no caminan juntos, pues varios metros los separan.
Como en American Beauty (1999), su ópera prima, Mendes explora el desencanto que se esconde bajo el aparente esplendor del sueño americano. Y lo hace en años emblemáticos, en los que queda atrás la angustia de la guerra y prospera un optimismo que se materializa en la formación de familias de numerosa descendencia. Mendes regresa a la época y presenta situaciones similares a las que recogió Billy Wilder en películas como Seven Year Itch (1955) y The Apartment (1960). Pero mientras que en éstas el estadounidense común encontraba refugio (o escape) en el trabajo, utilizaba a la familia como medio para controlar sus impulsos y hacía habituales las relaciones extra maritales, Sólo un Sueño sigue a personajes que en principio no se conforman con una comodidad cobarde, que pretenden huir "del vacío sin esperanza de la vida" y buscan proyectos de vida alternos (un "camino revolucionario"). Y mientras con Wilder había una agridulce salida humorística y la rutina se hacía soportable –son, justo es precisar, comedias–, Mendes lleva el relato a los terrenos de la tragedia.
April y Frank encarnan la excepcionalidad que no es: creen ser únicos, pero de alguna manera la sociedad los nulifica y descubren que no lo son. Son admirados por amigos y vecinos que los alientan, pero de forma insincera, pues mientras los ensalzan en realidad los envidian, y mientras les desean el bien anhelan que les vaya mal, ni más ni menos que como a ellos: si uno no tiene la vida que quiere, es menos doloroso si uno puede constatar que nadie tiene la vida que quiere. Así, cuando April y Frank comunican sus planes de instalarse en París, la respuesta de sus conocidos o compañeros de trabajo es una falsa sonrisa de felicidad compartida, pero en el fondo los que escuchan los planes quieren que la pareja se quede entre ellos y como ellos, compartiendo su rutina y su desdicha. “Vacío y desesperanza”, es lo que la pareja percibe en el ambiente, y confiesa que de esto es de lo que quieren alejarse. Para eso hay que tener valor y honestidad (“hay que tener valor para tener la vida que deseas”, escuchamos), y en un ambiente de cómoda hipocresía la verdad pertenece en exclusividad a los locos, como de hecho ilustra uno de los personajes. Frank es cobarde y se agarra a una de las trampas que ofrece el sueño americano: un trabajo bien remunerado que supone la holgura económica… y superar a su padre, quien trabajó en la misma empresa que él y nunca sobresalió; su mediocridad ha sido un peso para Frank, quien se hizo el propósito de no terminar como él. Y los suburbios ofrecen la posibilidad de aplazar indefinidamente el momento de descubrir lo que realmente se quiere hacer, quién realmente se quiere y se puede ser. Ella, por su parte, insatisfecha cual Madame Bovary, tiene la lucidez de ver lo que se les viene, pero no la entereza emocional para saber evitarlo. La felicidad está en otra parte y en función del otro: París es una quimera que promete lo que el matrimonio ya no da. El sueño americano se convierte, así, en una pesadilla; y es necesario huir, pero el despertar en otra parte es tan sano como ilusorio, pues ni Frank ni April saben escapar de ellos mismos y su egoísmo.
Acaso es un ejercicio de imaginación excesivo, pero me resulta significativo el hecho de que la pareja sea conformada por los mismos actores que hicieron suspirar a las masas en Titanic (1997), en la que también, por cierto, aparece Kathy Bates en un rol que alienta a la pareja. El romance titánico es entrañable porque no tuvo ocasión de institucionalizarse; porque, como el que vivieron Romeo y Julieta, no tuvo tiempo para consumirse, cosa que sí sucede con el matrimonio de Revolutionary Road. Las contrariedades matrimoniales que aquí se exhiben van más allá de la época y el espacio: no pierden vigencia y pueden suceder en cualquier lugar. Es el aciago destino de la pasión mansa y brava que sugiere el epígrafe citado, encarnada aquí en un amor trágico. Así,la cinta alberga los ingredientes necesarios para iniciar una reflexión valiosa sobre el matrimonio y el desencanto que se presenta cuando la reproducción convierte la relación en una familia nuclear.
Si bien Mendes sugiere lo contrario, en Revolutionary Road el suburbio es más que un escenario de fondo, es un falso paraíso en el que se adormece la honestidad y todos se avienen a hacer cotidiano lo que antes eludían, a vivir según principios en los que no creen. (Y el título, que alude a la calle en la que está la casa donde viven Frank y April, termina siendo una triste ironía, pues sus habitantes no sólo no siguieron una vía revolucionaria, sino que descubrieron que también era un callejón sin salida.) Con aire fresco y cerca del campo, el suburbio representa, como sugería Woody Allen en Manhattan, una especie de claudicación: es un buen lugar para renunciar a la singularidad, criar una familia, hacerse responsable de ella y, así, alcanzar la madurez –pues en esto consiste ésta, en hacerse responsable de uno mismo pero sobre todo de la descendencia, según sugiere, con frecuencia, el cine norteamericano. Pero el conformismo es una de las caras de la madurez (¿o es al revés?: lo cierto es que bien pueden confundirse), y la placidez suburbial, entre las ocupaciones que ofrece la crianza de los hijos, es un buen subterfugio para aplazar indefinidamente el momento de cuestionarse qué quiere uno hacer y quién quiere uno ser. Como sugiere Revolutionary Road, el suburbio es un buen campo(santo) para enterrar las ambiciones.