Cómo vivir en París

La capital francesa a través de sus más emblemáticas películas. 
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La selección de películas que citaremos a continuación no es arbitraria, aunque parezca: todas fueron filmadas entre el 55 y el 63, y todas tuvieron poco o mucho que ver con la Nueva Ola –tres son como la cruz de esta parroquia. Todas ellas pertenecen a París y, lo que es mejor, cuesta trabajo imaginarlas en otra parte del mundo –salvo Rififi, filmada por un Jules Dassin que venía encarreradísimo con el noir americano.

Uno: viajarás, escribirás, traducirás. Aprenderás a vivir donde sea. Comenzarás desde ya. El futuro es de los curiosos. Los franceses han permanecido atrincherados mucho tiempo. Algunos periódicos están dispuestos a pagar tus escapadas.

Todo lo anterior debió llevar comillas: lo dicen en Jules et Jim. Y es que al menos durante media hora, nada ni nadie detiene ese par de mentes inquietísimas. La historia de esta amistad (¿la máxima jamás filmada?) es fácil de resumir: ambos se conocen en el París de entre guerras. En efecto, escriben y traducen, pero también boxean, van al teatro, ligan a lo loco, cruzan corriendo un puente. Un mal día, conocen a Catherine, una mujer “no demasiado brillante, pero más real que todas las demás”. Lo que el doble enamoramiento no destruye, la guerra sí: Jules es alemán, Jim es francés.

El París de los primeros treinta y dos minutos y cuarenta y seis segundos es indestructible: aplastantemente hermoso, vivo como un cachorro, cafeínico; una ciudad que baila cuando, sin saberlo, está próxima a ser bombardeada. Solo en ese París es posible hallar gente como la hermosa Thérèse, mujer locomotora:

 

 

O Albert, compositor de “Le tourbillon de la vie”, canción igualmente dichosa y triste (ojo a su intérprete, Jeanne Moreau, “la mejor actriz del mundo”, según Orson Welles):

El París de Jules et Jim es adictivo, como en este cuadro:

 

 

Que no chista en recordarnos esta foto de André Kertész:

 

 

 

No hay forma de no querer vivir en ese París mientras dura, ni de no extrañarlo cuando termina: una ciudad semidrogada, siempre solícita al juego, a escrituras (literarias, entomológicas, las que sean), reescrituras, plagios; a largas conversaciones de café. Y, sobre todo, un París dispuesto a enamorarse.

Dos: lo apostarás todo. Siempre de madrugada. La regla es no volver a casa antes de las seis de la mañana. Tu nombre es Robert Montagné, pero en la calle te conocen como Bob le Flambeur: Bob el apostador, el high roller, el que no se anda con medias tintas. Montmartre así lo exige: un lugar que, así lo anuncia una voz en off al comienzo de la película, puede ser el cielo y el infierno.

Para ser Bob necesitas despojarte de muchas cosas: de la risa, por ejemplo. O del temor, pues la fortuna favorece a los osados:

 

 

Una mala noche lo pierdes todo. Ni modo: en el París de Bob pesa más la suerte que la experiencia. El siguiente paso es morder la mano que te alimenta: asaltar un casino. 800 millones de francos para un pequeño comando que resultará ser poco profesional. Bob le Flambeur es, ante todo, una defensa de la individualidad. El trabajo en equipo siempre hallará excusas: que si no me pagaste lo suficiente, que si mi esposa me trae cortito, que si pierdo la cabeza cuando me enamoro. Todo es un enorme te lo juro. Solo un individuo férreo como Bob puede remediar la corrosión del ácido de chisme.

Ironía de ironías: la noche del heist, todo sale mal (la voz ya se corrió y la policía espera afuera del casino, a punto de enfrentarse a tiros con tu equipo mientras tú apuestas), salvo tu fortuna, que ha vuelto para consolarte ahora que tu mejor amigo ha muerto muera de un balazo. Te atrapan, pero da igual: cinco años de prisión no son demasiado. Tres con un buen abogado. Cero con uno excelentísimo. Si tu nombre es Robert Montagné sabrás esperar agazapado, como el barrio donde vives. Enclaustrada por el humo de cigarro y círculos de apostadores que nunca duermen, la ciudad sabrá esperarte también:

 

 

Tres: sí robarás. Carteras o bancos: no da igual, pero el método tiene que ser el mismo siempre: la disciplina, el savoir faire. Si robas bancos, como en Rififi, necesitas un París nocturno que vaya siempre con el mejor postor –las mujeres son su mejor ejemplo. Un día de suerte y la mujer es tuya, pero nada más. Estarás dispuesto a vivir con el corazón muy roto. Sobre todo por Mado, síntesis de sexualidad desquiciante y crimen noir americano:

http://youtu.be/RzIjF5zieEI?t=41s

Si robas carteras, necesitas tres o cuatro cosas. Para empezar: un París diurno, repleto de gente transitando. Eso no es problema. Luego: un rostro común y corriente, nunca demasiado arreglado ni desaliñado:

 

 

Saber estar atento como halcón en medio de una multitud:

 

 

Y, sobre todo, tener dos manos rápidas y fantasmales (ojo a esta secuencia: es una de las mejores de la historia):

http://youtu.be/DIPiRPk0VzI

París, por supuesto, no quiere carteristas en sus calles, pero si tú eres uno y te llamas Michel, sabrás reconocer que la cárcel es una suerte de purificación, que tu futuro –que la vida misma– está en otra parte y no recibiendo las migajas de la ciudad. (El mejor aprendiz de esta lección es Paul Schrader: los tres protagonistas de Taxi Driver, Gigoló americano y Posibilidad de escape aceptan humildemente su destino tras las rejas, incluso con una sonrisa desenfadada).

Cuatro: dejarás París. Tu nombre es Antoine Doinel, pero un poeta concreto lo escribiría tras las rejas: |A|n|t|o|i|n|e| |D|o|i|n|e|l|. Tu madre, a quien has escuchado decir que hubiera preferido abortar, se burla y humilla a tu padre, es una vanidosa, histérica, voluble. Pero te ha regalado un arma que nadie nunca sabrá robarte: la mentira. La mentira en las calles, con tu familia, en la escuela. (Cosa curiosa: la última vez que faltaste a clase mataste a tu madre. Luego te cacharon y ella, casi mordiéndose la lengua, preguntó: “¿por qué a mí? ¿por qué no a su papá?”). Tu padre no ayuda en nada: un godínez monotemático y machista, pobrediablo que mide sus días en quincenas y en carreras de automóviles y que, cuando se frustra, te cachetea sin cansancio. Ya lo dijo Philip Larkin, ¿cierto?:

 

They fuck you up, your mum and dad.

They may not mean to, but they do.

They fill you with the faults they had

And add some extra, just for you.

 

But they were fucked up in their turn

By fools in old-style hats and coats,

Who half the time were soppy-stern

And half at one another's throats.

 

Acaso por tu edad, pero también porque nada está hecho a la medida de tu felicidad, París para ti es una enorme negación. Las prostitutas de Pigalle te persiguen con insultos –tienes 12 años, ¿pero pus qué?–, la gente te quiere ver la cara, sus escuelas no comprenden tu amor por Balzac, tu insobornable deseo de ser quien escriba las últimas palabras de La búsqueda del absoluto. (Tu profe, ñoño entre ñoños, te llama plagiario y te manda con el director). No contentos con tenerte en esa cárcel de la educación, tus padres preferirán enviarte a un tutelar donde morder un pan antes de tiempo merece una bofetada en público. Al parecer tus compatriotas adoran exhibir: 150 años después, la guillotina sigue moviendo sus corazones. También el ansia de limpieza, de desratizar una ciudad indesratizable:

 

 

Tienes doce años y a París no le importa tenerte escondido en el ano de una cárcel. Pero, verás, tú no estás tan solo: has logrado rescatar de entre tus bolsillos un puñito de tabaco y un cerillo. En el piso de tu mazmorra hay un pedazo de periódico viejo. Armarás el último, el más humilde de los cigarros y, para disfrutarlo, tendrás la imaginación de un cielo oculto:

 

 

Así que solo queda una opción: correr. Correrás rápida y constantemente, pero sobre todo a donde te dé la gana: tus perseguidores conocen la constancia, pero no tus intenciones. El mar es una buena opción: jamás lo has visto en persona:

 

 

Y, una vez en el mar, tendrás una delicadeza con nosotros, los que nos quedamos. Tienes doce años y eres el tipo más generoso de Francia. Esa delicadeza será formular una pregunta retórica, acaso la máxima posible. Tanto, que ni siquiera es necesario exclamar palabra alguna. Bastará mirarnos un segundo para sembrar la duda, la más importante de las dudas:

 

 

Cinco: volverás a París. Aunque la demografía no siempre permite distinguir Versalles de París, hay una enorme distancia entre el movimiento de la ciudad y la holgura espiritual de Barbinet, la clínica donde has pasado cuatro meses para dejar el alcohol. Tu nombre es Alain Leroy: vieja leyenda de la galantería parisina, ahora más un chisme en los pasillos que un ligador infalible. Seguramente tu afán de diversión logró encantar a más de una persona; hoy, la tristeza y el ansia difícilmente tendrán el mismo resultado. Tu rostro, que hoy parece de cera, ha visto mejores tiempos:

 

 

Por supuesto una larga carrera de escritores parisinos alcohólicos y drogadictos sabrían justificar tu estado, tu decisión, tu enfermedad. Pero, más que a la poesía de Baudelaire, el ansia de Alain Leroy está clara en libros como La última noche, de Emmanuel Bove:

No sabía qué hacer, si tenderse en la cama, abrir la ventana, enjuagarse la cara o volverse a sentar. No tenía la menor idea de nada. Ni siquiera se daba cuenta de que acababa de levantarse. Allí estaba, de pie, en un cuarto demasiado exiguo para él, con los ojos alzados al cielo o, más exactamente, al techo. Sus labios temblaban como si estuviera rezando. Un profundo desamparo se desprendía de su persona. Se diría que, desesperado por su debilidad, se resignaba al fin a ser lo que era.

(La última noche no figura en la película. Sí lo hacen, en cambio, Regreso a Babilonia y A este lado del paraíso de Fitzgerald).

Tu novia –la única que se ha quedado después de todo este tiempo– sabe que París hiere:

 

 

Tu ansia es una y la misma: estar rodeado de la gente que quieres (o sea: tu novia y tu exnovia), cuando quieras, incondicionalmente. El mundo no está hecho a tu medida: tú caminas; él anda en bicicleta:

 

 

Si vuelves a París es porque te quieres convencer de no matarte. De que Dubourg, antiguo camarada de borrachera, sabrá defender las ventajas del matrimonio. (No lo logra). O de que Lydia, tu exnovia, te prefiere por encima de aquel ricachón sin chiste. (No lo hace). Pero en verdad: el mundo es un lugar horrible. París, ciudad de las orgías que alguna vez dejaste para bien, ya no tiene nada qué ofrecerte. Si te matas es porque París o Lydia no te amaron, porque tú no las amaste. Si te matas es porque los lazos no eran fuertes, porque quieres reforzarlos. Te vas, pero dejas una mancha indeleble:

 

 

Ojalá París sufriera con tu muerte.

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