Daniel y Ana

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Daniel (Darío Yazbek Bernal) está a meses de cumplir diecisiete años y de que su papá le compré su primer coche. Ana (Marimar Vega) tiene 22 y está preparando su boda. Daniel pasa las tardes intentando desvestir a su novia y viendo programas en la televisión. Ana pasa las tardes en la universidad o frente al espejo de una tienda de vestidos de novia. Ambos viven en una casa que huele a dinero: de dos pisos, con pasillos largos y amplios, como instrumentos de pisadas y silencio. Ambos pasan los fines de semana en Valle de Bravo, tomando cocteles en un jacuzzi que da al lago y entrenando para un maratón. Son hermanos. Y una semana después de las primeras secuencias, ambos serán secuestrados y obligados a tener relaciones sexuales frente a una cámara.

Decir que Daniel y Ana, la ópera prima de Michel Franco, es una película difícil es decir lo obvio. Con un estilo parco, casi propio de un documental, Franco registra cómo se desenvuelven las vidas de ambos hermanos a partir de la tragedia. Mientras que Ana decide acercarse a una psicóloga para hablar de lo ocurrido, Daniel –un adolescente taciturno y monosilábico- opta por el silencio, escapándose al cine y encerrándose en su recámara, dejando que el secreto que comparte con su hermana eche raíces y se pudra adentro. Eventualmente, esta disparidad en el manejo del dolor desemboca en una secuencia magistral, en donde, tras pedirle disculpas a Ana, Daniel lleva a cabo algo aún más salvaje que aquello que tuvieron que hacer frente a una cámara.

Daniel y Ana es episódica y austera: la cámara registra las secuencias detenida en un plano y los diálogos rara vez incluyen tres palabras al hilo. Lo importante en el guión de Franco no es lo dicho, sino lo guardado. Todo esto hace que la narrativa de la cinta exija paciencia. Hay momentos en los que se antoja una dirección más fluida, quizás más ágil; así como también hubiera venido bien un actor más expresivo que Yazbek Bernal para hacerle la segunda a Marimar Vega, que, a partir del secuestro, no da un registro en falso. Sin embargo, todos estos son detalles menores. Daniel y Ana está tocando un tema complejo: la capacidad que tienen las tragedias propiciadas por la crueldad humana para enredar nuestra psique. Sin nadie a quién contarle lo que ha pasado, sin siquiera tener las herramientas para comprenderlo, los impulsos y deseos de Daniel enloquecen, precisamente porque no sabe a qué o a quién enfocarlos, cómo pedir perdón o cómo perdonarse. El declive moral del personaje es inevitable, y al final de la cinta su identidad misma deja de ser reconocible, tanto para él como para el espectador. Conforme avanza la trama, el personaje de Yazbek Bernal terminará por convertirse en victimario, pero la cinta de Franco no deja lugar a dudas: ambos son víctimas. Y el final no ofrece atisbo alguno de redención: con o sin distancia de por medio, sus vidas jamás volverán a ser las mismas.

A pesar de su carácter de denuncia y a pesar de su temática escabrosa, Daniel y Ana afortunadamente no se inserta dentro de las decenas de cintas mexicanas que pretenden delatar, con derroche de sangre y miseria, la realidad mexicana. Si bien el contexto es mexicano, la cinta de Franco logra algo raro –muy raro- para una película de nuestro país: partir de un entorno particular y, quizás sin quererlo, tocar de manera contundente la fibra de un dilema universal.

-Daniel Krauze

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