El cine español y sus descontentos

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Difícil es saber si algún día el menoscabo del cine español se acabará, y el final lo veremos nosotros. Yo he llegado a ver, por mera supervivencia, a la novela española –durante un largo tiempo execrada por los lectores patrios más refinados– perder el tufo sulfuroso que la envolvía, hasta alcanzar, en sintonía con las demás culturas europeas, el rango de lo aceptable y aun lo deseable: leída, discutida y valorada según sus méritos y no bajo la especie del anatema. El incongruente sambenito de que el cine español no vale un pimiento prevalece, sobre todo en los círculos cool (antes se dijo chic), que, sin embargo, no rechazan hoy la dramaturgia ni la narrativa del país. Dicha leyenda negra tiene un sustento histórico. El humor grueso, la mala costumbre del casticismo, el chafarrinón de la brocha, son lacras de la formación del espíritu nacional estético especialmente visibles en la pantalla, pero esa descalificación global resulta igual de burda que acusar al cine francés por el gracejo facilón de unos payasos de tan mala pata como Fernandel o Bourvil, quienes, muertos hace más de cuarenta años, siguen inspirando una cierta tendencia de la comedia francesa populachera, precisamente la que menos llega a nuestras salas.

Llevé a un amigo joven a ver Kiki, el amor se hace, sin ánimo de hacerle la catequesis. Paco León, cómico muy versátil y miembro de una familia de notable vis histriónica en la que destaca su hermana María, magnífica actriz, dirigió dos películas muy caseras, Carmina o revienta y Carmina y amén, que la crítica (ah, la crítica española de cine en la prensa, otro gremio que genera un gran número de descontentos, mucho más difíciles de refutar) tildó de novedosas y rupturistas, adjetivos que también se le han aplicado a la última, para mi gusto (mi amigo se salió a la mitad) un producto salaz y descarado, y como tal simpático, estupendamente bien interpretado por un nutrido plantel de actores, filmado a ratos con picardía, pero de una aplastante chabacanería general. Una comedia sexual en la línea más soez de nuestra historia cinematográfica, la del destape.

También se ha puesto de moda el thriller provincial de resonancias sociales, hecho por directores de gran solvencia como Alberto Rodríguez (La isla mínima, situada en las marismas andaluzas) y, más recientemente, Daniel Calparsoro (Cien años de perdón, sobre un trasfondo valenciano) y Kike Maíllo (Toro, reflejo en negro de la Costa del Sol). Personalmente, he lamentado que Maíllo, autor de una extraordinaria fábula de ciencia ficción robótica, Eva, llena de ocurrencia e inteligencia, que los públicos de su día, 2011, no apreciaron, regrese ahora con una obra de igual brillantez formal y menos sustancia, del mismo modo que, puestos a comparar, lamento asimismo que el gran éxito de taquilla y el gran reconocimiento que los críticos le han dado al último Calparsoro no lo obtuviera la potente y muy superior Invasor (2012), castigada, me atrevo a decir, por su osadía política en un asunto espinoso como la guerra de Iraq y los presuntos crímenes allí cometidos por el ejército español.

He seguido sin falta desde el principio la carrera de directora de Icíar Bollaín, una de las figuras más sugestivas del cine español, que también es, en las pocas ocasiones en que se prodiga, una excelente actriz. Naturalmente, tampoco a ella le han faltado los detractores, sobre todo en dos películas imperfectas pero en mi opinión fascinantes, Mataharis y También la lluvia. Decepcionado por ella en Katmandú, un espejo en el cielo, que tenía todo el aire de un encargo de circunstancias, me sumo ahora a los descontentos de El olivo, tan prometedora en apariencia. Bollaín fue desde sus comienzos guionista de sus filmes; dejó de serlo en También la lluvia, escrita por Paul Laverty, que vuelve a firmar en solitario el guion de El olivo, una idea suya aceptada por la cineasta, quien en una entrevista a Caimán. Cuadernos de cine (número cien, mayo, 2016) declara: “Las de Paul son historias que yo nunca escribiría, eso me encanta.” El encantamiento de Icíar por las historias de su pareja Paul es disculpable; el amor tiene estas cosas. Mi escepticismo viene de la tremenda ingenuidad aleccionadora que ya afloraba en el libreto de También la lluvia y que en El olivo se adueña de la trama, de los personajes, más bien esquemáticos, de los diálogos, a veces ñoños. Es por lo demás incomprensible que en una historia que se pretende tan auténtica la lengua sea maltratada, prescindiendo no solo del catalán valenciano que los campesinos de la zona del Bajo Maestrazgo hablarían en la realidad sino de toda homogeneidad; el abuelo, cuando aún habla, habla con marcado acento local, que desaparece en los demás personajes centrales. Tampoco la mezcla de intérpretes naturales y actores profesionales está lograda.

Con todo, la sostenible fábula de pensamiento blando tiene detrás de la cámara a una artista. Sacar belleza y chispa a una peripecia tan débil como el robo y transporte por media Europa de una Estatua de la Libertad de jardín requiere talento, un talento que brilla de forma emocionante en la escena de la erradicación del olivo, con una máquina excavadora de afilados dientes que se convierte en la poderosa metáfora de una película de desvaída poética. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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