Tras cinco años, numerosos clones (Gran Hotel, The Paradise y la bastante malita Mr. Selfridge, por citar algunos), y tras recibir plétora de premios y poner de moda los memes de Maggie Smith en la red, Downton Abbey, la gran creación de Julian Fellowes, ha llegado a su desenlace.
Adiós, pues, a Lady Mary, sus berrinches temperamentales, oscura melena y buen corazón (como no quererla, si Michelle Dockery le dio tan buena vida, capaz de decir todo con un gesto, o de soltar un golpe demoledor con sólo una barrida de sus ojos); a sus padres, Lord Robert y Lady Cora Crawley, que eran la fantasía perfecta de personas centradas, sensatas y racionales detrás de sus estiradas posiciones aristocráticas; adiós a Lady Edith (la adorable Laura Carmichael) que pasó de ser la hermana de en medio a la que nadie hacía caso, a convertirse en un personaje complejo e interesante, con su merecido final feliz; y también adiós a los sirvientes, encabezados por dos parejas: Mr. Carson y Mrs. Hughes (Jim Carter y Phyllis Logan) y John Bates y su esposa, la casi santa Anna (Brendan Coyle y Joanne Froggatt), que eran el alma de la planta baja de esa mansión en Yorkshire, cuyos dramas nos tuvieron pegados a la pantalla durante las seis temporadas que duró al aire.
Mención especial merece Lady Violet, condesa viuda de Grantham, interpretada por ese monstruo sagrado que es Maggie Smith –el personaje fue creado para ella–, quien con su ingenio filoso y su formidable dicción socarrona, dio vida a uno de los personajes más memorables de la cultura pop en años recientes, al punto de que no era necesario seguir la serie para saber quién era ella.
Si bien en 1964 Peyton Place: La caldera del diablo inauguró lo que conocemos como la soap opera nocturna, dando más sustancia y temas entonces tabú a las tramas de los seriales de corte más tradicional, la era de Dallas, Dinastía e incluso su versión para teenagers, la memorable Beverly Hills, 90210, ya parecía haber pasado. Fellowes, que aunque ha sido tachado de cursi y anticuado por algunos detractores, demostró ser un guionista magistral para revivir el género. Partiendo de la temática que ya había explorado para Robert Altman en Gosford Park (2001), donde creó un universo similar, Fellowes tomó, con astucia, elementos de los programas que le precedieron –sexualidad sugerente y sugerida, ostentación en locaciones y vestuario, personajes con los que resulta fácil identificarse pese a sus ambigüedades morales y la abundancia de diálogos kitsch– y los mezcló con el universo creado para la cinta de Altman (cuyo guión le valió el Oscar, entre otros reconocimientos).También mezcló ahí el célebre period drama de calidad que hacía la BBC, por mucho tiempo considerado el epítome del buen gusto, con producción suntuosa de elevada ambición intelectual. Aunque por lo regular se trataba de la solemne adaptación de alguna obra del canon literario británico que podía resultar demasiado rebuscada en sus intenciones e inaccesible a un público con apetencias más frívolas para entretenerse. Fellowes pensó en programas que de algún modo rompieron ese molde (Upstairs, Downstairs, e incluso la fabulosa Yo, Claudio) y creó para ITV, cadena de la competencia, su propio fenómeno popular pleno de ácido comentario social, mientras buscaba ser fiel retrato de la compleja estructura de clases británica, sazonada con interpretaciones magistrales y guiones que conseguían dar aristas a los personajes. En este microcosmos aparentemente banal, en realidad se refleja de manera sutil, o algunas veces despiadada, la naturaleza humana de quienes lo componen, en ambos polos del espectro social.
Los espectadores alrededor del mundo encontraron un modo de identificarse, por insólito que resultara, con todos los habitantes de la mansión gracias a la astucia de su autor y el dinamismo del elenco. Sin importar la nacionalidad o posición social de quienes la veíamos, sus situaciones nos afectaban del mismo modo, ya fueran las tribulaciones de la familia Crawley o las de los integrantes del personal doméstico. Otro elemento al que Fellowes nunca le hizo el feo fue el humor verbal, que era el contrapunto idóneo al melodrama expuesto: los encontronazos entre Lady Violet y la pragmática Isobel Crawley (Penelope Wilton), devenían en momentos de una dupla cómica perfecta.
¿Qué hizo a Downton Abbey tan universal? Quizá fue la química innegable en el ensamble actoral, donde no hubo una sola nota discordante; o tal vez la agudeza de los guiones, que buscaban salirse de lo trillado. Solamente en los Estados Unidos, en la cadena PBS –una cadena de estaciones públicas que transmiten programación más enfocada al ámbito cultural– fue el programa con mayores niveles de audiencia en su historia. Quizá también influyera en algo la producción, que no escatimaba en gastos para la recreación fidedigna de espacios y vestuarios, que transportaban a las distintas épocas representadas.
Con un legado sólido que se ha traducido en imitaciones y sucedáneos (el más reciente es de factura mexicana, El Hotel de los Secretos), Downton queda como muestra de un espectáculo para la posteridad y quien quiera puede volver, en cualquier momento, a recorrer sus salones y cocinas, su fasto y sordidez. Porque mal que le pese, es una obra de televisión inolvidable.
Miguel Cane (México DF, 1974) Es novelista y periodista cinematográfico. Su más reciente publicación es el inclasificable "Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs".