Enemigo interno, de Werner Herzog

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La carrera de Harvey Keitel ha sido todo menos recatada. Aun así, hay escenas en las que el actor parece cruzar un umbral. Dos de ellas pertenecen a la película Bad Lieutenant, de 1992. En una de ellas, su personaje –un policía abusivo y sin escrúpulos– está en una especie de burdel. Totalmente intoxicado, apenas se sostiene de pie. Lo vemos desnudo (la toma es frontal), llorando como niño y torciendo la cara en un gesto de dolor. Ya que no puede avanzar, hace en su lugar un bailecito como de payaso triste. En la otra escena, de la misma película, el policía está casi tendido en el pasillo de una iglesia. Le pide cuentas –y luego perdón– a su interlocutor: Jesucristo. No a una figura de yeso sino al hombre mismo en persona. Está parado frente al policía, con su corona de espinas y el cuerpo lacerado y sangrante. Puede o no ser un delirio; el caso es que está hablando con Dios.

Keitel pasa invicto una de las pruebas más difíciles para un actor: que un personaje patético en una situación ridícula no se traduzca en una escena patética y/o ridícula. El mérito no es sólo suyo sino del director italoamericano Abel Ferrara. Casi desconocido y cada vez más al margen del cine, sus películas no son sátiras sino ensayos –en muchos casos religiosos– sobre el hombre mal encaminado y sus momentos de crisis. Por difícil que suene en teoría, el espectador de Bad Lieutenant llega a experimentar algo parecido a la piedad.

En las dos décadas posteriores, el cine y la televisión (en series como The Shield y The Wire) han explorado al límite la premisa del policía taimado. Con todo, aquel teniente malo conserva su poder y vigencia, y directores como Scorsese (otro católico renegado) nombran a Bad Lieutenant como una de las mejores películas de los años noventa. Así las cosas, ¿qué director –y con qué sentido– querría resucitar al personaje de aquella? Y dado el caso, ¿qué actor sería capaz de crear un retrato nuevo, y no una simple imitación, de locura o degradación? Entran a escena el alemán Werner Herzog y, bajo su dirección, Nicolas Cage: un binomio inesperado que no tarda en hacer sentido. Como Ferrara y Keitel, son individuos siempre dispuestos a dinamitar zonas de confort.

La reciente película The Bad Lieutenant: Port of Call-New Orleans no es un remake de la versión de 1992 sino un tratamiento à la Herzog del tema de la autodestrucción. En el guión de ambas películas colabora Victor Argo, y si bien las historias varían, tienen un denominador común: su protagonista es el vehículo de las visiones radicales –y opuestas– de los directores que están detrás.

El aparente cortocircuito entre los temas habituales de Ferrara (bajos fondos y catolicismo) hizo posible que abordara asuntos como la redención personal sin caer en las ñoñerías del cine evangelizador. Su Bad Lieutenant, sin embargo, es una fábula de salvación. Con Herzog las cosas cambian. Quizá no exista un director vivo que, a través de su cine, reniegue con tanta fuerza de todo lo que suene a inteligencia o voluntad superiores –llámese religión, orden cósmico o la idea de que la naturaleza es benévola de forma inherente. Esta última creencia lo irrita en particular. Si en algo no se cansa de insistir en sus documentales y películas de ficción (distinción que él detesta), es en que naturaleza es, si acaso, sinónimo de sinsentido y caos. Esto incluye los instintos y pulsiones del hombre, quien al verse sin frenos externos –como el miedo al castigo, religioso o social– tendería a autocomplacerse a costa de sus semejantes, violando toda ley moral.

Este último es el tema de Enemigo interno, el título en español de la “nueva” Bad Lieutenant. No es casual que, en vez de Nueva York, tenga como escenario a una Nueva Orleans devastada por Katrina: el huracán como evidencia del lado oscuro de los fenómenos naturales, indiferentes al hombre y ajenos a sus nociones del bien y el mal.

Rodeado de calles y casas desechas, el teniente Terence McDonagh (Nicolas Cage) tiene a su cargo esclarecer un crimen. Este, sin embargo, es el menor de sus pendientes. Primero tiene que saldar una deuda adquirida por su novia prostituta (Eva Mendes), y pagar una apuesta sobre un juego de futbol americano que no tiene probabilidades de ganar. Para resolver sus asuntos, recurre a métodos probados: protege la venta de un traficante de coca (y se queda con las ganancias), obliga al jugador de americano a vender el partido (o lo acusa de compra de drogas), interroga a una anciana sobre uno de los testigos del crimen (si no habla, le cierra los tubitos de oxígeno), etcétera. Son estrategias que también le sirven para surtirse de heroína, mariguana, cocaína y la droga que salga al paso. Las incauta en las escenas del crimen, se las quita a los clientes de su novia o en las juntas con sus socios narcos. Si eso no le funciona, siempre queda el Gator’s Retreat: un antrucho al que acuden juniors que siempre hacen lo que sea para que sus padres no se enteren de nada de lo que hacían ahí. Lo que sea, en este caso, es dejar que el teniente consuma sus drogas y mirar cómo viola a sus novias en el estacionamiento del bar (la condición es que sean testigos: Terence no los deja huir).

Quizá desde Salvaje de corazón (Lynch, 90) y Adiós a Las Vegas (Figgis, 95), Nicolas Cage no había vuelto a brillar como uno de los pocos actores capaces de interpretar estados mentales en descomposición. En Enemigo interno –y espoleado por Herzog– se le ve como nunca hasta ahora: su teniente es una especie de zombi con perenne síndrome de abstinencia, cuya mirada entre perdida y psicótica redefine cualquier noción previa de “policía fuera de control”. Detrás de su locura no se percibe alma torturada, ya no se diga un deseo de rehabilitación. Esto presupondría la existencia de valores, tema que a Herzog sin duda lo haría bostezar.

“Uno no podría vivir en una casa iluminada hasta el último rincón”, afirmó el director hace poco al referirse al psicoanálisis, al que califica como uno de los errores más grandes del siglo XX. “Cuando los seres humanos son iluminados y escrutados hasta en sus más pequeños y oscuros abismos –dijo–, se vuelven inhabitables y menos interesantes.”

Si el teniente Terence McDonagh, o el conquistador Aguirre, el soldado Woyzeck o el civilizador Fitzcarraldo, son, por inescrutables, “mejores”, no es un punto que a Herzog le interese aclarar. Diría, tal vez, que son caras extremas del hombre, y no las versiones ideales que acaban convirtiendo al cine en guía “aspiracional”. En la lista de mandamientos de su Rogue Film School (algo así como “Escuela de Cine Pirata”), el director advierte que “no se hablará de chamanes, de clases de yoga, valores nutricionales, el descubrimiento de los propios límites ni de crecimiento interior”. Uno sólo puede imaginar la reacción de placer de Herzog si se enterara de que la película Avatar, sobre un mundo en que plantas, animales y humanos conviven en armonía, ha generado un billón de dólares pero también un trauma extendido entre sus fans estadounidenses. En foros dedicados a discutir la “depresión de saber que Avatar es un mundo intangible”, hay tantos pensamientos suicidas que el fenómeno se convirtió en noticia nacional.

Puede que el cine de Herzog sea, al final, optimista. El punto de Enemigo interno no es presentar a un personaje perverso sino mostrar qué tan fácilmente se hace pasar por hombre de familia, pilar de la institución judicial y miembro ejemplar del lado limpio de la sociedad. Esto, sin elaborar engaños: el destino se encarga de armarle el rompecabezas, sin exigirle arrepentimientos ni actos de expiación. Si los crímenes no tienen castigo, las enmiendas están de más. Depende de cómo se vea, esta es una sentencia oscura o la única ley de la vida que vale la pena acatar. ~

 

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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