¡Clones del mundo, uníos!

El clon de Tyrone, opera prima de Juel Taylor, combina el humor y la ciencia ficción con una dura condena de la sociedad estadounidense contemporánea.
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Al inicio de El clon de Tyrone (They cloned Tyrone, E.U., 2023), opera prima del guionista debutando como director Juel Taylor, tres jóvenes afroamericanos discuten acaloradamente en una banqueta de algún barrio negro y bravo. Uno de ellos jura y perjura, ante el ruidoso escepticismo de los otros dos, que acaba de ver a Michael Jackson vivito y coleando en una esquina. “¡Yo vi a Tupac!”, le contesta uno. “¿Cómo es que yo no lo he visto?”, le dice otro. “Ah, bueno”, responde, “lo que pasa es que ya no es blanco, ¡ha vuelto a ser negro!”, contesta triunfante.

Esta teoría de conspiración es interrumpida por un chamaco que pregunta a voz en cuello dónde se encuentra Fontaine (John Boyega) que, luego nos enteraremos, es el rudo y melancólico puchador del barrio. El niño, fanático de Bob Esponja, le avisa que hay otro dealer invadiendo su territorio, así que ni tardo ni perezoso, Fontaine va, lo busca, lo encuentra y le pasa el automóvil por encima, rompiéndole una pierna. Con Fontaine nadie se mete. Hasta que, más tarde, por la noche, después de cobrar un dinero que le debía el estrafalario padrote Slick Charles (Jamie Foxx, desatado), alguien sí se mete con él y en serio: el narco rival al que no le hizo gracia que le atropellaran a una de sus gentes lo espera en el auto y lo deja hecho una coladera. Al parecer, este descendiente directo de Super fly (Parks, 1972) no sobrevivió más allá de los diez minutos de la película. Los gánsteres negros ya no son lo que eran antes, en los tiempos de las blaxpoitation movies.

Pero he aquí que al día siguiente Fontaine se levanta como si nada de su cama, piensa que todo ha sido un mal sueño y se decide a continuar con su rutina, como todos los días. Se hace algo de comida, habla con su mamá, que siempre se encuentra encerrada en su cuarto viendo la tele, va a comprar un Melate y una caguama para probar suerte y para agarrar energía, convida algo de cerveza a un anciano que se encuentra siempre sentado fuera de la tienda, va y levanta algunas pesas y luego busca a Slick Charles para que le pague el dinero que le debe. La bronca es que el padrote le dice que él, Fontaine, no debe estar ahí. Es más, no puede estar ahí: él está muerto, fue asesinado ayer, Slick Charles vio la balacera y la exuberante prostituta Yo-Yo (Teyonah Parris) escuchó los disparos. ¿Cómo es posible que Fontaine esté ahí, enterito, sin un rasguño, repitiendo paso por paso su rutina diaria, cual émulo afroamericano del Bill Murray de Hechizo del tiempo (Ramis, 1993)?

El título de esta notable sátira de ciencia ficción lo dice todo: clonaron a Tyrone o, mejor dicho, en este caso en particular, a Fontaine. La escena del inicio, en la que los tres jóvenes afroamericanos discutían la teoría de conspiración de que Michael Jackson sigue estando vivo, tenía todo el sentido del mundo: hay cosas que no sabemos porque allá afuera, allá arriba, ocultos a plena luz del día, los que mandan de verdad quieren que creamos lo que ellos quieren que creamos y quieren que sepamos lo que ellos quieren que sepamos. El objetivo es sostener esta fantasía en la que todos vivimos, esa que nos dice que tenemos poder de decisión, lo que significa poder de compra, lo que quiere decir que todos podemos forjar nuestro propio destino. Ajá, cómo no.

El ingenioso guion escrito por el propio Taylor en colaboración con Tonny Rettenmaier abreva, en primera instancia, del clásico filme ochentero anticapitalista y anticonsumista Sobreviven (Carpenter, 1988), en el que se retrata una sociedad contemporánea anestesiada e idiotizada por la enorme variedad de productos que se encuentran a la venta que, de todas formas, contienen todos ellos el mismo mensaje: “compra”, “compra” y “compra”. Pero si la estructura argumental proviene de la premisa contenida en aquella insuperable cinta de culto, el desarrollo tiene que ver con una tendencia mucho más reciente, la del boyante afrosurrealismo estadounidense alimentado por las películas y las series televisivas de Donald Glover (Atlanta, 2016-2022, El enjambre, 2023), Jordan Peele (¡Huye!, 2017) y Boots Riley (Sorry to bother you, 2018; Soy Virgo, 2023).

El clon de Tyrone no podría encajar mejor en esta serie de filmes y miniseries afrosurrealistas. Aquí están el desafío al mainstream usando las mismas armas narrativas del cine de género –en este caso, la comedia y la ciencia ficción–; el discurso abiertamente militante por el orgullo de ser y permanecer negro –el alaciado del cabello chino como el inicio de la traicionera asimilación social–; el desternillante humor absurdo y multireferencial que lo mismo cita al ya mencionado Bob Esponja que la música del joven Michael Jackson cuando todavía era negro (“Don’t stop ’till you get enough”, 1979) o la influencia cultural de iconos afroamericanos como 50 Cent, Barack Obama o Denzel Washington.

Si en su segunda parte la historia de El clon de Tyrone se sale un poco de madre y tiene demasiados finales enlazados, lo desprolijo del desarrollo argumental se compensa con creces con unos espléndidos diálogos que, sin renunciar a la vivacidad de los regocijantes one-liners que intercambian Foxx y Parris, le recetan al respetable, vía contundentes aforismos, una durísima condena de la sociedad estadounidense contemporánea y el pasivo papel de los afroamericanos en ella: “Somos un país en guerra consigo mismo”, “No basta pensar lo mismo: hay que ser los mismos” o el conformista “es mejor la asimilación que la aniquilación”, como afirma tranquilamente hacia el desenlace el avejentado Mago de Oz creador del mundo en el que viven Fontaine, Yo-Yo y Slick Charles. Más bien, en el que vivían estos personajes, porque solo adquiriendo conciencia, un clon empieza a dejar de ser un clon. Y ellos ya dejaron de serlo. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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