Niños vampiros

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El peligro infantil en el cine, al margen de los riesgos de los que advertía el maestro Hitchcock (nunca rodar con perros ni con niños ni con Charles Laughton) es un topos que reaparece sin cesar, pero que últimamente, con la diseminación –racial, lingüística, sexual– de la figura amenazadora del “extraño”, está ampliando considerablemente su repertorio. Mary, una preciosa niña juguetona, es, por ejemplo, la causante de la muerte violenta de su madre, quien después vuelve a la vida fantasmáticamente, en la inane Génova de Michael Winterbottom (¿hay un director actual más sobrevalorado que él? Mi opinión es que no). Otra película reciente de mayor interés, Déjame entrar, del sueco Thomas Alfredson, plantea abiertamente, dentro de los cánones del género de terror, un caso de vampirismo prepúber, y lo hace con una frialdad estética (puro diseño nórdico) que le sienta de maravilla a la materia narrada; cuando, en su segunda mitad, el gore patológico la calienta, el film se derrite. Me ha gustado mucho, por el contrario, la propuesta de vampirismo familiar y doméstico del debutante David Planell, que con su opera prima La vergüenza ganó los premios a la mejor película y el mejor guión en el festival de Málaga Cine Español 2009.

Guionista reputado de televisión y cine, Planell cuenta, prácticamente en un solo decorado –el apartamento de clase media alta de una pareja moderna, joven, y algo bohemia– la historia de una adopción complicada, un niño adoptado aún más difícil, una sirvienta con un secreto y unos padres locuaces que sin embargo no se lo han dicho todo el uno al otro. Película muy hablada (y hay diálogos de gran brillantez), descansa por ello sustancialmente en sus excelentes actores, Natalia Mateo, Norma Martínez, Marta Aledo y Alberto Sanjuán, quien no sólo hace una interpretación memorable de Pepe, el padre, sino que conduce, en el curso de su verborrea, las tramas del film, tanto las manifiestas como las subterráneas. Manu, el niño que ha sido acogido a prueba por el matrimonio sin hijos, es un peruano de ocho años seco y adecuadamente antipático, pero con entereza fílmica. Desde el principio le cogemos manía, le tememos, apostamos por su desaparición de la casa, y al final, sin llegar a amarlo como personaje, deseamos también, como sus padres adoptivos, darle una oportunidad.

Antes de eso hay una hora de magnífica película de terror y treinta minutos de añadido sentimental que no le hace ningún favor a La vergüenza. Planell quiere ofrecernos, según sus propias palabras, “un drama sobre aquello que nos abochorna; sobre lo que no decimos, o sobre aquello que decimos a destiempo; sobre lo que se hace en el peor momento y en el peor lugar; sobre el devastador efecto de la mala conciencia”. Planell no la muestra, afortunadamente, en su guión. España es el segundo país del mundo en número de adopciones, sólo por detrás de los Estados Unidos, y más allá del envoltorio de buenas intenciones, núcleos familiares recompuestos y redención de huérfanos desposeídos, hay una parte maldita: ese diez por ciento de niños que acaban siendo rechazados por los padres de acogida.

Lo que parecía abocado a ser un edificante (o trágico) relato sobre la incomprensión social, se transforma en manos de Planell en una sugestiva historia de miedo, de miedos profundos, todos los que anidan en nuestra conciencia liberal, multiculturalista, y pueden producir tanto daño, tanto brote de sangre y tanta muerte en vida como los que constituyen el fundamento del vampiro tradicional. Son inquietantes, en ese sentido, los indicios sospechosos que el espectador recibe, no por boca de un burgués “facha” sino de alguien como Pepe, productor musical libertario y algo hippy. De la casa falta un reloj paterno de mucho valor (¿se lo ha llevado la asistenta, que es también peruana?), y Manu tiró un día las lentillas de Pepe al váter, le borró un importante documento de su ordenador, y más gravemente, intenta matar a los peces del acuario. Más que tener un carácter borde o autista, lo alarmante de Manu es que no se deja domesticar, humanizar, rechazando, tanto en sus actos como en sus prolongados silencios, un orden vital que no le resulta propio y ni siquiera amable, pese a la tolerancia suprema y el progresismo de la pareja. La larga (quizá excesivamente larga) escena de la visita de la trabajadora social que viene a examinar la idoneidad de los padres, refuerza, en clave cómica muy acertada, la naturaleza no menos depredora, inquisitorial y abusiva de las instituciones que quieren hacer nuestro bien.

No cuento, porque tiene su misterio, el desarrollo sentimental de la historia, que, sin ser trivial en su formulación, difumina un tanto sus perfiles más góticos. El espectador, con todo, sale del cine llevando su porción de vergüenza, de resquemor y bochorno: la herida que le ha causado en el cuello o en el corazón la dentellada de ese niño venido oscuramente del más allá. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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