El Festival de Cine de Sundance celebró sus primeros 40 años de historia pidiéndonos a más de 500 críticos, periodistas, historiadores y programadores de todo el mundo que enviáramos nuestro top 10 personal del mejor cine presentado entre las montañas nevadas de Utah desde 1983. La aparición en el noveno sitio de la lista final de Y tu mamá también (2002), de Alfonso Cuarón, por encima de la ópera prima de los hermanos Coen, Simplemente sangre (1985) –una herejía, a mi ver– fue, de todas formas, un buen augurio del éxito que habría de gozar el par de cintas mexicanas en competencia, en las secciones de documental y de cine mundial, elogiadas por la crítica acreditada en el festival y, además, premiadas por el jurado.
En el caso de Frida (México-E.U., 2024), vibrante filme documental realizado por la prolífica montajista Carla Gutiérrez –con varias decenas de créditos en su haber desde 2005–, la cinta obtuvo el premio Jonathan Oppenheimer a la mejor edición, un reconocimiento lógico y más que merecido, pues el montaje de la película fue responsabilidad de la propia cineasta debutante.
Es muy probable que no haya, en este momento, artista plástico mexicano más popular que Frida Khalo, ese tótem identitario del primer feminismo nacional y de una libérrima sensibilidad y sexualidad queer avant la lettre. El gran logro de la Gutiérrez cineasta/editora es que, más allá de cierto inevitable didactismo en la contextualización histórica del personaje, Frida Khalo emerge como una persona auténtica, de carne y hueso, no solo como la ubicua figura vendida y explotada en la tote bag de su preferencia. De esta manera, la voz en off de Fernanda Echevarría del Rivero nos presenta la multitud que contenía Kahlo en su interior –el descaro y la fragilidad tomados de la mano, por ejemplo– a través de una serie de cartas escritas por ella misma y del diario personal de la propia pintora, todas estas palabras complementadas y contrastadas con testimonios de amigas y amigos de todas partes y, por supuesto, del mismísimo Diego Rivera, a través de la voz de Jorge Richards. Gutiérrez lo advierte al inicio del filme: “estas son sus palabras”. Las de Frida, pues.
Y, también, claro, están sus pinturas, sus fotografías y una rica variedad de imágenes de archivo, todas ellas apropiadas por Sofía Inés Cázares y Renata Galindo, a través de un dinámico trabajo de animación, más discreto en el caso de la obra de Khalo, más abierto con las fotos y filmes restaurados cuando, por ejemplo, algunas de estas imágenes aparecen bañadas en colores saturados, conectando el México que vio nacer a Frida con las pinturas que estaría creando en los siguientes años porque, como ella misma lo dice, necesitaba hacerlo. En primera instancia, como única y última forma de expresión; luego, en su segundo matrimonio con Rivera, como desafiante forma de subsistir y mantenerse. Ella se iba a ganar su propio dinero, aunque fuera pintando changuitos, pues eso le exigían sus compradores por alguna razón desconocida, como apunta con un dejo de regocijante burla.
Eso sí, sus invectivas más violentas están dedicadas a algunos de los más grandes intelectuales de su tiempo –es evidente que llegó a detestar a André Breton, uno de sus “descubridores”– y a las élites estadounidense que conoció cuando acompañó a Rivera en su exitosa y turbulenta gira por Nueva York y Detroit a inicios de los años 30. Hay un momento, de hecho, en que Frida anota en su diario que está harta de los gringos y sus gustos, porque “les llama la atención cualquier babosada”. Para descargo de los gringos –por lo menos de los gringos de Sundance 2024– Frida, el documental, no es ninguna babosada.
Mucho menos lo es Sujo (México – Francia – E.U., 2024), segundo largometraje de las cineastas Astrid Rondero y Fernanda Valadez, ganador del Gran Premio del Jurado, el mayor reconocimiento del festival. Yo conocí la incipiente obra de Rondero y Valadez hace más de una década, en Morelia 2011, cuando entré a ver una función de cortometrajes nacionales y, para fortuna mía, pues recuerdo que ese día había visto mucho cine malogrado, me topé con En aguas quietas (2011), un sensual cortometraje dirigido por Rondero y producido por Valadez, centrado en el azaroso encuentro de dos mujeres en cierta cantina pueblerina, con la voz de Toña la Negra como música de fondo.
A partir de ese breve corto estudiantil de 15 minutos –el mejor cine que vi ese día en Morelia y de lo mejor de todo el festival–, le seguí la pista al par de cineastas en sus respectivas óperas primas, el envolvente drama femenino Los días más oscuros de nosotras (2017), dirigido por Rondero con producción de Valadez, y el devastador drama social Sin señas particulares (2020), dirigido por Valadez, producido por Rondero y escrito por las dos, ganador, por cierto y por partida doble, en Sundance 2020, pues obtuvo el premio a mejor guion y el premio del público.
Sujo es la más reciente colaboración de las dos cineastas, aunque esta vez firman como codirectoras, además de coproductoras, coguionistas y hasta coeditoras, en este último caso, con la colaboración de la veterana montajista Susan Korda. El terreno dramático es muy similar al de la temprana obra maestra Sin señas particulares: este nuestro México trágico cotidiano, un país convertido en un enorme panteón desde hace casi dos décadas, al inicio del calderonato. Sin embargo, a diferencia de lo que ha sucedido con otros creadores fílmicos interesados en la violencia narca de todos los días –cuyo cine, sea de documental o de ficción, ya muestra señas de claro agotamiento creativo–, Rondero y Valadez no han renunciado a la comprensión ni, mucho menos, a la empatía.
El Sujo del título es, precisamente, uno de los huérfanos a los que está dedicada la película. El niño, sin madre a la vista y con un joven padre sicario apodado “el Ocho”, es un chamaquito de cuatro años, siempre curioso y con los ojos bien abiertos, que es criado por su tía de pocas palabras luego de que el papá fue “cocinado” por el jefe de plaza del lugar debido a una “traición” imperdonable. Dividida en cuatro episodios, Sujo sigue la vida de su protagonista (Kevin Uriel Aguilar Luna como niño; Juan Jesús Varela como joven), que crece para convertirse en una suerte de apestado dentro de su propio pueblo de Tierra Caliente, pues la única condición para que se le perdonara la vida fue que el niño estuviera lo más encerrado posible, para no dañar la “reputación” criminal del jefecito narco del lugar.
En cierto momento clave de la cinta, el adolescente Sujo le dice a su correosa tía Nemesia (Yadira Pérez Esteban) que no se preocupe, que él no es su papá, es decir, que él no va a buscar venganza, pero que tampoco está interesado en seguir los pasos de ese tal “Ocho”, que no dejó tras de sí más que un apodo, cinco mil pesos, un carro empolvado y una capilla funeraria que nadie visita a no ser para orinar unas flores secas y olvidadas, como postrer desafío inútil. El espectador, que ya ha escuchado palabras similares en otras ocasiones –recuérdese al Michael Corleone de El padrino (Coppola, 1972) rechazando la herencia familiar al inicio del filme–, sabe muy bien que no es fácil renunciar a una forma de vida para la que, se supone, has nacido. Y más aún cuando vemos a Sujo convivir con sus dos primos, un poco mayores que él, que ya están emocionados haciendo sus pininos puchando drogas para el jefe de la plaza.
Es en la última parte del filme, cuando Sujo ha dejado atrás esos encendidos cielos rojos y amarillentos de Michoacán para irse a vivir a la Ciudad de México, cuando los deseos del muchacho de atisbar otra forma de vida se ponen realmente a prueba. Pero es aquí, también, cuando Rondero y Valadez nos confrontan no solo con la progresión dramática de este jovencito acorralado por su condición social, económica y educativa, sino con nuestros propios prejuicios como espectadores, no de la película que estamos viendo, sino de la realidad que nos rodea, como queda claro cuando Sujo ve a unos jóvenes universitarios ver con morbo mal disimulado alguna ejecución en su teléfono celular o cuando uno de sus primos, que llega de visita a la ciudad, le subraya que “a esta gente le valemos madres”. A esa gente. O sea, a nosotros.
Como sucedía en ese devastador, pero, al mismo tiempo, emotivo desenlace de Sin señas particulares, en Sujo, Valadez y Rondero dejan abierta la puerta a la esperanza. No se niega la muerte, no se niega el dolor, no se niegan los traumas ni las heridas. Al contrario: porque todo esto se conoce, porque todo esto se ha sufrido, la opción de hacer otra cosa, de cambiar, se convierte en un auténtico imperativo moral.
La dedicatoria que aparece en los créditos finales de esta obra mayor lo expresa con claridad meridiana: Sujo está dedicada “a los huérfanos de este país en llamas”. Y Rondero y Valadez, por fortuna, se niegan de manera terminante a echarle más gasolina a las llamas. En su cine hay un esfuerzo genuino por entender antes de juzgar. De apostar por el amor antes que por la desesperanza. Sujo es algo más que el tipo de cine que necesitamos: es la actitud que deberíamos de seguir ante estas llamas. Que no nos valga madres. Nunca. Jamás. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.